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Miniaturas para triunfar de la vejez y del olvido


Miniatures to Overcome Oldness and Oblivion

Luz América Viveros Anaya*

* Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Ciudad de México, México, ameviveros@hotmail.com



Resumen

El artículo enfoca una de las estrategias del memorialismo frente al fantasma que pone en entredicho la veridicción: la alusión que se hace a la presencia ―o ausencia― de objetos que disparan un recuerdo y en ocasiones tienen la pretensión de funcionar, al mismo tiempo, como prueba y testigo de los hechos tal como son referidos. Con base en los textos de dos autobiógrafos mexicanos, Ciro B. Ceballos y Juan de Dios Peza, se muestra la construcción de ese tipo de escenas como una especie de miniaturas del afán central de todo autobiógrafo: la recuperación de un pasado muerto, por medio de la evocación. Para ello se estudian los textos y la circunstancia de su publicación desde las consideraciones teóricas de Philippe Lejeune, Paul de Man y Paul Ricoeur.



Abstract

This paper focuses on one of the strategies common to the writers of memoirs in front of the stance that argues against the truthfulness of the genre, it is to say, the reference to the presence ―or absence― of objects which raise up a memory working occasionally at the same time as both proofs and testimonials of the facts as they are being referred. Based on the writings of Mexican autobiographers Ciro B. Ceballos and Juan de Dios Peza, this paper aims to show the making of these kind of scenes as some sort of miniatures of the main purpose of every autobiographer, which is the recovery of a dead past through evocation. In order to do this we analyze the texts in light of their circumstances of publication based on the theoretical approaches of Philippe Lejeune, Paul de Man and Paul Ricoeur.

Recepción: 02.10.17 / Aceptación: 29.01.18


Palabras clave: Autobiografía, Ciro B. Ceballos, Juan de Dios Peza, mise en abyme, prosopopeya, literatura mexicana.
Weywords: Autobiography, Ciro B. Ceballos, Juan de Dios Peza, mise en abyme, prosopopey, Mexican literature.

No tenemos nada mejor que la memoria
para garantizar que algo ocurrió antes de que nos formásemos el recuerdo de ello.
Paul Ricoeur

En su fundamental estudio sobre la memoria y el olvido, Paul Ricoeur señala la amenaza permanente del memorialista frente a la confusión entre rememoración e imaginación, que “afecta a la ambición de fidelidad en la que se resume la función veritativa de la memoria”.1 Ese problema está ligado al de la huella o impronta no sólo en lo que tiene de copia o mímesis, sino en su fuerza: es improbable que el recuerdo presente de algo que ocurrió hace tiempo permanezca con la misma intensidad cuando ya no ocurre.2

En las siguientes páginas pretendo mostrar una de las estrategias del memorialismo frente al fantasma que pone en entredicho la veridicción: la alusión que se hace a la presencia ―o ausencia― de objetos que disparan un recuerdo y en ocasiones tienen la pretensión de funcionar, al mismo tiempo, como prueba y testigo de los hechos tal como son referidos. Me interesa mostrar la construcción de ese tipo de escenas como una suerte de miniaturas del afán central de todo autobiógrafo: la recuperación de un pasado muerto, por medio de la evocación.

Para ello, es necesario traer a la discusión dos puntos que advierte Ricoeur: 1) La distinción entre mneme ―recuerdo pasivo que aparece espontáneamente― y anamnesis ―el recuerdo como una búsqueda, rememoración, recolección―3 y 2) La noción de memoria colectiva, que entra en tensión con la afirmación de que el sujeto de la memoria es el yo de la primera persona del singular.

Propongo el estudio de este tipo de construcción en dos memorialistas que, si bien coetáneos, representaron antípodas estéticas, como se expondrá a continuación. Me refiero a Juan de Dios Peza (1852-1910) y Ciro B. Ceballos (1872-1938), literatos y periodistas que se distinguieron por el profuso cultivo de la escritura biográfica y autobiográfica, en textos que publicaron en la prensa y formato de libro durante los años del Porfiriato y, en el caso de Ceballos, aun después. Me detendré en la breve exposición del espacio autobiográfico de cada autor, para ubicar los textos y las escenas enfocadas.

Peza, Cantor del Hogar

Poeta, periodista, miembro de la diplomacia y diputado porfirista, Juan de Dios Peza fue conocido como el Cantor del Hogar por un amplio público que aprendía de memoria sus poemas y consideraba imprescindible su presencia oratoria en toda ceremonia cívica. Hijo de un alto funcionario del Imperio de Maximiliano, Peza fue sin embargo de los primeros alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, se declaró liberal y dedicó un volumen al enaltecimiento de Benito Juárez, en el cual desliza episodios autobiográficos.4

Aunque amado por el gran público, Peza sufrió el desdén de los jóvenes literatos agrupados después como decadentistas, a raíz de una contienda crítica sostenida en la prensa, en 1888, con Brummel ―Manuel Puga y Acal― de la que salió mal parado; Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón, que también fueron criticados por Puga, supieron librar bien los espadazos.5 Ridiculizado, hostigado y desacreditado, Peza eclipsó a partir de entonces su producción poética, aunque no su popularidad.

De cultivar ampliamente la escritura biográfica en los años 80, Peza incursionó en el espacio autobiográfico tras el episodio crítico, y emprendió una calculada tarea de restauración autofigurativa a partir de una serie de textos publicados en la prensa durante sus dos postreras décadas de vida, y que reunió parcialmente en Memorias, reliquias y retratos (París: Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1900) y Recuerdos de mi vida: cuentos, diálogos y narraciones anecdóticos e históricos (México: Herrero Hermanos, sucesores, 1907). En el primero de estos libros hay cinco artículos que fueron publicados, primero en El Mundo. Semanario Ilustrado, entre 1895 y 1898, y después en El Imparcial, entre mayo y agosto de 1898: “El tío Tonchi”, “Una reliquia”, “Papeles viejos”, “El libro de carne” y “El libro de hueso”.

Estos textos tienen en común la alusión a objetos que funcionan como disparadores de recuerdos. Resulta particularmente notable que los artículos, al ser recogidos en libro, hayan sido reordenados de tal manera que “El tío Tonchi”, aunque fue el último de estos cinco en ser publicado y seguramente escrito, funciona deliberadamente a manera de incipit; es decir, el capítulo sienta las bases de cómo espera que sea leído el discurso autobiográfico contenido en el libro. Víctor Manuel Carrillo resume así “El tío Tonchi”: “Rememora anécdotas de Antonio, personaje que fue asistente de Morelos y quien después estuvo al servicio de la familia de Peza. Se destaca la descripción que hace de una reliquia de la revolución de Independencia”.6

“El tío Tonchi” está narrado en primera persona. Si seguimos a Philippe Lejeune podemos asumir que la escritura autobiográfica se distingue porque autor ―cuyo nombre reenvía a una persona real―, narrador y personaje principal tienen una misma identidad.7 Así, el narrador Juan asegura haber visto esa mañana, en la calle, a un soldado inválido que le recordó, con su aspecto, al anciano que da título al relato; tan grande era el parecido, que lo fue siguiendo ―y ofrece coordenadas verificables extratextualmente: calles del Empedradillo y de la Cadena― hasta casi estar tentado a preguntarle: “¿No es usted un resucitado?” Esa pregunta parece condensar la poética autobiográfica tal como la ha conceptuado Paul de Man, para quien la escritura de lo autobiográfico se funda en un movimiento prosopopéyico que da voz y rostro a los ausentes y a los muertos, si bien “desposee y desfigura en la misma medida en que restaura”.8 He aquí las preguntas que el narrador haría al resucitado: “¿No se llama usted Antonio? ¿No estuvo usted de asistente hace treinta y seis o treinta y ocho años, en una casa donde había un chiquillo que se llamaba Juan y al cual quería usted mucho?”.9 Pero, admite el mismo narrador, “era imposible preguntarle estas cosas [...]. El viejo Antonio tendría en aquella época cerca de setenta años, y si los sumamos con los que van corridos hasta la fecha, resultan cien, poco más o menos”.10 Reiterando, con estas cuentas, una fuerte lectura referencial que permite ubicar a un escritor Juan de Dios Peza, de 46 años, que narra un episodio de un pasado lejano de su vida: “tendría yo de ocho a diez años cuando le trataba constantemente”.11

Al dejar establecido el impedimento de hablar con los muertos, Peza traslada a un objeto configurado como único y sagrado ―nombrado como reliquia― la fuerza de un recuerdo de la infancia, cuando el asistente del general José María Morelos, que eso era el ex soldado Antonio, abrió para el niño su baúl:

Sacó una banderola de dos puntas, la mitad roja y la mitad negra, en la cual había sobrepuestas y hechas de paño blanco una calavera con sus canillas y este letrero que no olvidaré nunca: “Independencia o muerte” […]. Ya le he dicho a tu papá que si me ve morir, permita que me sepulten desnudo, pero jamás sin esta reliquia. / El asistente ató la bandera a una caña y la inclinó para mirarla a su satisfacción durante largo rato. / ¡Qué tropel de recuerdos asaltarían su mente! ¡Qué mundo de cosas idas se desplegaría ante sus ojos!12

El tío Tonchi, habiendo sido asistente del general Morelos, trabajó después a las órdenes de la familia Peza y era el encargado de llevar a la escuela al niño Juanito; la mirada hacia el pasado está configurada bajo la estrategia de un juego de espejos, pues el narrador, asaltado también por tropel de recuerdos cuando ve al “doble” de Tonchi en la calle, lo representa en su relato embelesado frente a la reliquia que seguramente le hace desplegar ante sus ojos un “mundo de cosas idas”.

Tal como hiciera Federico Gamboa apenas dos años atrás en Impresiones y recuerdos, autobiografía publicada en Buenos Aires en 1893, Peza utiliza el pórtico de su libro a modo de mise en abyme13 de la construcción tropológica prosopopéyica que regirá la interpretación de Memorias: reliquias y retratos. La mise en abyme sirve de reflexión o duplicación (especular) que “encierra la obra sobre sí misma y efectúa una especie de oscilación en su interior y exterior como el anillo de Moebius”.14

Si la reliquia salió de un baúl según el recuerdo del narrador, la imagen con la que culmina el relato sepulta juntos a Antonio y la reliquia, y los deja materialmente a expensas de convertirse “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”:

Y me acuerdo que al volver de la escuela lo encontré ya cadáver, y no se me olvida el cuadro que presenciaron mis ojos. / En el ataúd y sobre una sábana limpia y blanca como el armiño, estaba tendido el viejecito, con los ojos cerrados, las manos sobre el pecho, su uniforme muy bien cepillado; los mechones blancos, rebeldes como siempre, el bigote caído sobre el labio superior y una sonrisa de bondad en el semblante. […] Y recuerdo como si lo tuviera delante de mis ojos, que al cerrar para siempre aquella caja, vi cómo quedaban dentro de ella, cual si estuvieran esculpidas con rayos de sol, aquellas letras de paño blanco cosidas sobre la banderola, que condensaban todo el afán del gran Morelos y de sus soldados, entre los cuales se contó aquel pobrecito viejo: “Independencia o muerte”.15

Y la reliquia queda, así, resucitada en el recuerdo, pero intangible para la realidad extratextual aludida, pues, de estar y ser testigo y prueba del recuerdo, habría que buscar sus despojos metros bajo tierra. No obstante, la importancia del objeto único es tal que es nombrada reliquia, palabra que define el Diccionario de la Real Academia como “parte del cuerpo de un santo” o, más ajustada al significado que da el narrador, “vestigio de cosas pasadas”.16 Sólo que aquí el vestigio ―la huella, la señal― es de la misma materialidad que la memoria, y nada más puede ser evocada mediante la combinación de recuerdo e imaginación, puesto que no está a la vista.

Hay también un espejeo entre la poética del título ―imprescindible paratexto al que debe atenderse― y la del incipit. Esta última se construye en el texto apoyada en dos imágenes: la de un cadáver y la de una reliquia, que en la rememoración parecen tomar vida y cobrar significado. En tanto el título: Memorias, reliquias y retratos, permite pensar la configuración de la memoria como la evocación conjunta de objetos y personas.17 Todo objeto construido en la literatura es portador de un mensaje semántico y uno estético; mientras aquel es denotativo, este último es connotativo pues porta la constelación de atributos que cargan el signo con un segundo mensaje independiente de lo dicho en sentido estricto.18 El retrato literario une la etopeya (descripción del modo de ser de un personaje) y la prosopografía (descripción del aspecto físico de un personaje), y esta recreación no ya del tío Tonchi, sino de personajes de notabilidad pública como Manuel Acuña, hacen desear el acceso al objeto ―reliquia― capaz de generar recuerdos del tipo anamnesis, es decir, no el espontáneo sino el que resulta de una búsqueda y recolección de pistas.

A lo largo de los artículos reunidos en el libro se establecen las coordenadas que corresponden a la verificabilidad del autor ―que es también el narrador y personaje de los textos― Juan de Dios Peza: escribiendo entre sus 30 y 40 años, en recuerdos que lo configuran como niño, estudiante, dramaturgo, poeta y diplomático.

La alusión a nuevos objetos ―presentes o ausentes― acompañarán la construcción de la memoria: una condecoración, una carta, un cráneo y un cadáver; estos últimos no son propiamente objetos, pero son elementos inanimados que, por una parte, ayudan a caracterizar a los personajes del relato y, por otra, funcionan a manera de testigo y prueba.

“Una reliquia” y “Papeles viejos”, segundo y tercer textos del volumen, comienzan con el hallazgo de objetos disparadores del relato memorialístico. La reliquia familiar del primer relato es encontrada en un sitio configurado con características propias de lo gótico: “Acabo de encontrar en un rincón de la más escondida gaveta del antiguo bufete de mi abuelo, que guardo y conservo como un tabernáculo de recuerdos, una caja diminuta que no había visto nunca. La abrí con curiosidad y me encontré en ella una condecoración que me era muy conocida desde hace muchos años”.19 La reliquia fue un premio otorgado a los alumnos del Colegio Militar, defensores en la guerra de invasión norteamericana de 1847. Esta insignia sirve a Peza para asociar la estirpe familiar no tanto a su padre, ministro de Guerra en el Imperio de Maximiliano, sino a su primo, el general Ignacio de la Peza, cuyas hazañas son narradas en voz de su padre.

La reliquia, al igual que la del relato anterior, obra como testigo de lo narrado al estar configurada de manera prosopopéyica:

¡Y sólo tú, crucecita roja, dormías escondida como en ignorado ataúd, en tu diminuta caja negra! […] ¿Te acuerdas de mí, crucecita roja? […] ¡Oh crucecita roja! ¡Oh reliquia mía! Tú no has podido ver encerrada como estabas en esa gaveta olvidada, todo lo que ha sucedido en tu derredor. Todo se ha ido; todo se ha muerto; ya no hay armonías de fiesta en el hogar, ni fulgores de dicha en el alma.20

“Papeles viejos” es un texto pletórico de reflexiones que quizá podrían estudiarse como metadiscursos del género autobiográfico, pero que definitivamente marcan la poética prosopopéyica que rige al género. Inicia con una afirmación que daría materia a Paul de Man: “¡Cuán cierto es que vivir es caminar entre lápidas!”;21 y más adelante: “Esta carta es un panteón, me dije; la escribió Acuña y casi todos los personajes que en ella figuran, han traspuesto ya el horizonte de la vida”.22 Hacia el final: “¡Cuántos recuerdos despierta un papel que amarillea de viejo! ¡Con razón amarillea, ese es el color de los cráneos desenterrados!",23 para finalizar con una declaración franca de la función pragmática del espacio autobiográfico: “Decididamente no rompo ninguno; que los queme o los rompa quien tenga valor para hacerlo, cuando ya no palpite este corazón mío que vive más en el ayer que en el hoy y que goza con imaginarse que habla con los muertos y con los vivos ausentes”.24

Es aludida en este texto nuevamente una gaveta que exhuma el pasado: “Abrí una gaveta y saqué un papel amarillento, con letras borradas y parduscas”;25 en este caso, el documento es una carta informal de Manuel Acuña, en la que le recuerda el ensayo de su drama y menciona con sus seudónimos o motes ―don José, el Maestro, el Doctor, Facundo, Calibán― a José Valero, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Peredo, José Tomás de Cuéllar y Gustavo Baz, entre otros.

Varios textos más adelante aparecen juntos “El libro de carne” y “El libro de hueso”; el primero se subtitula “Histórico” si bien sólo quiere subrayarse con ese término la referencialidad y el pacto de no ficción, pues a diferencia del segundo, que alude a uno de sus temas recurrentes ―Manuel Acuña―, el relato es una anécdota autobiográfica de su etapa como estudiante de medicina. Fueron publicados por primera vez en 1895, con mes y medio de diferencia que, aunque parece poco tiempo, los separa la publicación en ese lapso de cuatro relatos autobiográficos ―y casi una decena de poemas, simplemente― en El Mundo. Semanario Ilustrado. Como puede verse, fueron años de profusa escritura autofigurativa.

Al ser publicados por segunda vez, en El Imparcial, los artículos aparecieron subsecuentemente en las semanas del 8 y 15 de agosto de 1898, y al ser recogidos en libro quedaron juntos y sólo se intercambió el orden. Estos datos resultan importantes porque, como ya se advierte desde los títulos, “El libro de carne” y “El libro de hueso” son dos caras de una misma moneda: las anécdotas de dos amigos estudiantes de medicina ―Manuel Acuña y él mismo, Juan de Dios Peza― que destriparon la carrera porque evidentemente no tenían vocación ni talento para ella, y prefirieron dedicar su tiempo a la poesía, la escritura teatral y la asistencia a asociaciones literarias. “El libro de carne” no es otro que un cadáver, cuya fallida disección les mostró su ignorancia sobre el cuerpo humano, pues al cortar un músculo y distenderse, creyeron que el difunto estaba vivo y les había apagado su bujía de un manotazo. El narrador otorga vida escrituraria al occiso, pues asegura: “Era preciso estudiar más que el libro de papel, el libro de carne, es decir, el cadáver”,26 y más adelante: “Allí estaba rígido, mudo, enorme, el cadáver que iba a servirnos de libro”.27

La imposibilidad de leer los signos del cuerpo, la suple el narrador en muchos otros textos del volumen con las anécdotas de su vida como escritor; pero la pareja de este relato, “El libro de hueso” se refiere a una de esas verdaderas reliquias de escritores ―auténticos objetos artísticos―, comparable con el Decamerón ruelesco al que alude José Juan Tablada en sus memorias,28 infortunadamente desaparecido; al óleo La paleta (1900), realizado sobre una paleta de pintor, donde deja constancia realista de la juerga de los escritores de la Revista Moderna al interior de un burdel, también desaparecido; o al óleo Entrada de Jesús Luján a la Revista Moderna (1904), también de Julio Ruelas, en el que representa e inmortaliza al grupo de escritores decadentistas con cuerpos de animales.

Aquí la reliquia ―que para el año de escritura debía de serlo― es un álbum de autógrafos ejecutado sobre un cráneo humano que Manuel Acuña consiguió en el anfiteatro de la escuela de medicina, “un hermoso cráneo limpio, blanquísimo, casi pulimentado y que, como vulgarmente se dice, daba gusto mirarlo”.29

La calavera en el escritorio de un pensador ―que alude al tópico del memento mori― es la imagen construida en la primera parte del relato, pues el narrador describe minuciosamente los detalles del cuarto de Manuel Acuña: catre de hierro con delgado colchón, sarape de Saltillo, sillas desvencijadas o rotas, y en la tosca mesa de pino, “entre una botella de tinta, una fila de libros y un enmarañado conjunto de folletos”,30 el cráneo o “lo que el vulgo llama una calavera”.31 Ésta fue mostrada en un momento especial, a media juerga de café con aguardiente:

Cuando nuestras imaginaciones ya estaban excitadas, Acuña sacó de su cómoda con la gravedad de un mago que va a enseñar un amuleto, el cráneo concebido y nos dijo:
―Aquí está mi álbum, blanco y limpio, nadie saldrá de este cuarto sin haber escrito sobre él un pensamiento.
―Comienza tú -gritó alguno.
―Gracias, venga una pluma y daré el ejemplo.
Antes de diez minutos el cráneo ostentó sobre su desnudo frontal la siguiente cuarteta:
Página en que la esfinge de la muerte,
con su enigma de sombra nos provoca:
¡Cómo poderte descifrar, si es poca
toda luz del sol para leerte!32

Usado como álbum, recibió versos de Agustín F. Cuenca, el doctor Manuel Flores, Manuel M. Flores, el propio Peza y algunos más. En distintos momentos del texto se alude al valor simbólico del libro-objeto creado con versos profundos, bromas, frases ingeniosas y hasta parodias de anuncios comerciales. Al igual que otras reliquias aludidas en este tipo de textos, es recordada casi con prestigio mítico, pero ya estaba desaparecida. Así lo justifica: “Mucho tiempo estuvo a la vista de todos, el curioso cráneo, pero sucedió con él lo que con todo álbum: que no faltó quien se lo llevara para escribir con todo reposo y no volvió a aparecer en el cuarto del poeta”.33

Los versos inscritos por Acuña sobre el cráneo resultan todo un manifiesto de la profesión poética, que completa el sentido de la lección recibida por los malos estudiantes de medicina en “El libro de carne”, pues podemos hermanar a Peza y Acuña en ese mismo paradigma. Ellos, que son incapaces de leer los signos del cuerpo, pretenden, como poetas, descifrar un bien más grande, un enigma de la esfinge en que se ha convertido el hueso bajo el que se anida el pensamiento, aunque para ello necesiten una luz más potente que la del sol. A solas, según el relato del narrador, Acuña dice a Peza: “Todo se transforma […]. Antes le hervirían por dentro los pensamientos, ahora los tiene por fuera…”.34 Y aunque el narrador cita a continuación un fragmento de “Hojas secas”, es imposible que el lector no asociara esta frase con una de las poesías más famosas del siglo XIX: “Ante un cadáver”, del propio Acuña, que pudiéramos considerar la prueba que el poeta esgrime como intérprete supremo de la vida, por encima de los saberes médico y científico. Ese poema culmina:

La tumba sólo guarda un esqueleto
mas la vida en su bóveda mortuoria
prosigue alimentándose en secreto

que al fin de esta existencia transitoria
a la que tano nuestro afán se adhiere,
la materia, inmortal como la gloria,
cambia de forma, pero nunca muere.35

Si al fallido estudiante de medicina la contemplación de un cadáver le resultó un mudo libro indescifrable, para el poeta la materialidad del cuerpo es sólo una fase transitoria que genera como bien superior la trascendencia de las ideas y la poesía. El cráneo es el espacio eminente del pensamiento, de cuya simiente pueden nacer también las emociones.

Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores,

en cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima, tal vez, con que tu amada
acompañó al adiós de tu partida.36

Semejante a la poética de estos versos de Acuña que mezclan materia y emoción, es la del final del texto de Peza: décadas después, cuando exhumaron los restos de Acuña para trasladarlos a otro panteón, Agapito Silva separó un diente del cráneo del poeta y se lo regaló a Peza. Éste asegura en “El libro de hueso” habérselo enviado a la madre del poeta saltillense con una emotiva carta. La transformación de la materia en emoción de “Ante un cadáver” permite contemplar el valor simbólico, connotativo, de una reliquia:

Al recibir tan raro obsequio surgieron en mi memoria los recuerdos de la noche en que se inauguró el libro de hueso; pensé en todo lo dicho y sentido entonces, y con los ojos húmedos, el ánimo enfermo, la imaginación poblada de fantásticas visiones, envolví aquel diente, lo puse dentro de un sobre y escribí una carta que decía así poco más o menos:
“A ti que amaste al poeta, y te cautivaste con su genio, corresponde esta reliquia que ha estado guardada en el sepulcro, cerca de veinte años. De aquella boca encendida y ardiente que fue para ti un nido de arrullos y de ósculos, no queda ya más que polvo, y entre ese polvo los huesos helados que no pueden ser indiscretos”.37

El cadáver, el cráneo, la carta en que se alude a personajes ya fallecidos y las condecoraciones de la familia, hayan llegado o no al presente de enunciación, funcionan en la poética autobiográfica de Peza como apropiaciones de un pasado evidentemente reelaborado para las finalidades estéticas y pragmáticas del momento de publicación.

Como es frecuente en el espacio autobiográfico, las aclaraciones, rectificaciones y francas acusaciones de mentira, más allá del valor histórico que pudieran tener al dirimir la exactitud de los acontecimientos, sólo refuerzan el marco convencionalmente verdadero en que se lee la autobiografía y confirman el estatuto pragmático de autenticidad, pues en el espacio ficcional no se podría hablar de impostura, mentira o falacia.38 Ello no impide aceptar que en el discurso autobiográfico, como construcción discursiva, pueda haber lugar para la ficción y pueda echarse mano de “muchos de los ingredientes que definen las ficciones”,39 si bien “no es leída como ficción”.40

Todavía tres décadas después Victoriano Salado Álvarez conceptuaba como “consejas y paparruchas” lo que ―aseguraba― “inventó Juan de Dios Peza sobre sus excelsos contemporáneos”,41 y recientemente, Víctor Palomo acusaba que “se dé por sentado, palabra por palabra, lo dicho por Peza” sin el rigor de la investigación,42 y hablaba de “milimétricas falsedades”, refiriéndose desde la asignación del número 13 al cuarto donde vivía Acuña ―en lo que advierte el deseo por “ambientar con un poco de cábala y de escalofrío su narración”― hasta el supuesto envío del diente a la madre del poeta, pues asegura Palomo que en 1949 Refugio Acuña Narro, hermana de Manuel, negó en entrevista para El Universal que su madre hubiera recibido nada, si bien admite que Peza visitó alguna vez a su madre, en Saltillo, tras el suicidio de Manuel.

Si, como observa Laura Scarano, los géneros autobiográficos tienen tres matices u órdenes constitutivos, autos (sujeto, yo), byos (vida, historia personal), y graphé (escritura),43 los modos de lectura y escritura pusieron el acento durante muchas décadas en la constatabilidad de los datos del byos, al comparar lo narrado con información de fuentes, pues se buscaba exactitud y sinceridad; y pusieron en un segundo plano lo que últimamente ha cobrado mayor importancia, la elaboración de los hechos del pasado en el presente de su escritura (autos) y el estudio del texto como construcción, como hace De Man al encontrar la prosopopeya como estructura tropológica subyacente.

Necesitan situarse los textos de Peza y de Ceballos en el contexto del surgimiento del espacio autobiográfico en México para comprender a cabalidad la importancia que tuvieron ambos en la formación de un modo de leer y de escribir un género. Para ello se propone la comparación de las muy parecidas estrategias hasta aquí estudiadas, en la escritura de Ciro B. Ceballos.

Ciro, el Mordaz

Uno de los autores que más hostigó periodísticamente a Juan de Dios Peza fue Ciro B. Ceballos. Perteneciente a la capilla decadentista, Ceballos llegó a afirmar, con ese estilo ofensivo que lo caracterizó, ideas como que Juan de Dios Peza lucía “sus habilidades de juglar, de embabiecado, de poetastro, embaucando a toda una generación de bausanes aletargados por sus disparates y extenuados por sus flebomanías”.44 No sólo él, la joven generación fue atrevida con los que consideraban herederos de la estética nacionalista de Ignacio Manuel Altamirano. Tablada y Ceballos adjudicaron una anécdota a Peza, que habría dado como respuesta a la contienda crítica con Brummel ―Manuel Puga y Acal―, pues aquel, “creyendo producir una gran frase, produjo una insensatez: ―Esos modernistas son los gusanos roedores de mi pedestal”,45 a lo que Puga y Acal habría replicado: “¡Pues ese pedestal debe ser de queso; porque con el mármol o el bronce no se atreven esos bichos!”.46

Más allá de sus querellas, me interesa mostrar la pugna entre dos escritores que, si bien coetáneos, pertenecieron no sólo a distintas generaciones sino principalmente a diferentes estéticas. También en política fueron opositores, pues Peza fue porfirista hasta su muerte, ocurrida meses antes de las fiestas del Centenario de la Independencia y del inicio de la Revolución Mexicana, en tanto Ceballos estuvo encarcelado varias veces por redactar periódicos antiporfiristas y, una vez iniciado el movimiento revolucionario, fue colaborador cercano de Venustiano Carranza.

La carrera exclusivamente literaria de Ceballos se reduce, en principio, a una década: de 1894 a 1903, si bien su actividad como periodista es mucho más amplia; este autor puede considerarse, a la luz de las investigaciones recientes, figura importante en el panorama del modernismo mexicano. Mencionado someramente ―cuando no soslayado― por los estudiosos de la Revista Moderna como un maledicente que acaso fue expulsado de la redacción del magacín por Jesús E. Valenzuela en 1903, ya puede hacerse un balance más justo de quien hoy es recordado por su faceta de diputado constituyente, al haberle impuesto su nombre a una calle aledaña al metro Constitución de 1917.

Antes de ser calle, Ciro B. Ceballos (Pedro Ciro Benjamín Ceballos Bernal, 1872-1938) fue un joven escritor egresado de la Escuela Nacional Preparatoria que abandonó sus estudios de Jurisprudencia para dedicarse al periodismo y la literatura. Hacia 1905 su escritura había transitado desde el decadentismo más extremo ―el que lo hermanó con la estética de Bernardo Couto Castillo y Julio Ruelas― hacia la política, y ahí intentó hacer una carrera que fue desgastándose con los avatares revolucionarios de la segunda década del siglo XX. Es hoy recordado por sus textos literarios, si bien su personalidad intransigente y su escritura violenta estuvo acorde con los tiempos que vivió.

Miembro de la constelación modernista, Ciro se singularizó por su estilo procaz, que le concitó numerosos enemigos, primero en el campo literario, luego en el político. Hace más de medio siglo Luis G. Urbina lo motejó en un soneto como Ciro el Mordaz, pero quien lo adjetivó con especial saña como “alacranado e insufrible borrachín” fue Artemio de Valle-Arizpe,47 pues así se vengaba de que Ceballos hubiera llamado “alacranados” a algunos académicos, e “insufrible poeta” a Juan B. Delgado.48

Hace 100 años, uno de los tres diputados constituyentes de la comisión de corrección de estilo, Ciro B. Ceballos, afilaba la defensa periodística por venir. Con encendidos artículos editoriales en el periódico El Pueblo, combinó historia y política en la defensa del régimen carrancista. En abril de 1917 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y más tarde se haría cargo del Archivo General de Guerra de la Nación. Fue luego profesor de historia en la Escuela de Procesados Militares y acabó sus días como un olvidado oficial del Departamento de Estadística.

Habiendo sido parte del movimiento renovador, Ceballos se retiró tres décadas de la escritura literaria para dedicarse al periodismo político. Sólo regresó a los brazos de las musas en los años postreros de su vida, en pleno auge del género autobiográfico en México, espacio que le permitió conjuntar las virtudes de Clío y de Calíope, y construir, a su manera, la narración de los “años dorados” del Porfiriato, dicho esto sin ironía, pues aun los claroscuros están teñidos de una rara melancolía muy ajena al tono que décadas atrás le hubiera ganado el mote de Ciro el Mordaz.

Uno de los rasgos más modernos de Ceballos fue su literatura autobiográfica, veta que interesa recientemente a los estudios literarios. Dos de sus obras pertenecen a ese rubro: En Turania (1902), semblanzas críticas de sus contemporáneos, y Panorama mexicano 1890-1910, memorias que enfocan específicamente los años del Porfiriato. Al morir, en 1938, la viuda autorizó su inmediata publicación por entregas en el periódico Excélsior, que se caracterizó durante esas décadas por acoger textos autobiográficos en su página editorial.

Además de Ceballos, varios modernistas cultivaron el relato autobiográfico. José Juan Tablada, tal vez el más conocido, fue el primero en publicar sus memorias en periódico entre 1926 y 1928 y, haciéndole modificaciones, reunió la primera parte en el libro La feria de la vida (1937). Rubén M. Campos, en El bar (UNAM, 1996), y Jesús E. Valenzuela, en Mis recuerdos (Conaculta, 2001), dejaron también escritas unas memorias editadas póstumamente por Serge Zaïtzeff y Vicente Quirarte, respectivamente. Carlos Ramírez Vuelvas dio a conocer Digresiones de un pasado lejano (Universidad de Colima, 2010), recopilación de artículos memorialísticos que Balbino Dávalos fue publicando a lo largo del tiempo. Juan Sánchez Azcona dio a la prensa desde el exilio, en 1929, semblanzas de varios modernistas donde recupera anécdotas del grupo (UNAM, 2017). Todas ellas tienen la particularidad de coincidir en el recuerdo de algunos hitos de la convivencia de este grupo desde versiones divergentes o dialogantes.

En la “Advertencia” de sus memorias Ceballos deja algunos comentarios metadiscursivos en los que nombra su texto como “anecdotario confidencial” que comprende “veinte años de la porfirista dictadura”, y en los que ofrece un panorama de las costumbres de la metrópoli y sus más popularizados “documentos humanos”.49 En efecto, Ceballos teje descripción y narración anecdotaria en los puntos neurálgicos de la ciudad del Porfiriato: la Alameda, los Portales, el Zócalo y los sitios de reunión de todo escritor-periodista: bares, cantinas, redacciones de periódico, mansiones de mecenas, cuartuchos de artista y sitios de estudio como el Hospital de Mujeres Dementes o en el anfiteatro del Hospital Juárez, todos ellos poblados de los personajes del mundo literario, artístico, científico y político.

Al exponer como propósito de sus narraciones anecdóticas la restauración fiel, desde la memoria, de los hechos del pasado en el presente de su escritura, Ceballos centra su enfoque en el byos, uno de los tres posibles matices u órdenes constitutivos de la palabra autobiografía: autos, byos y graphé. Ceballos desafía a su lector: “De la veracidad de lo consignado en aquestas descripciones nadie osará dudar”.50 No me interesa verificar la exactitud en los hechos referidos: cotejo que sólo centraría mi atención en el byos; en cambio, me quiero referir a algunas anécdotas que, desde mi perspectiva, miniaturizan el afán que gobierna todo proyecto autobiográfico: la restauración de una vida mortal; en última instancia, la revitalización del pasado muerto.

Con una lectura centrada en la graphé, propongo a continuación la revisión de cuatro anécdotas de Ceballos que resultan miniaturas del memorialista frente al problema de la recuperación del pasado: un abismamiento (mise en abyme) del autobiógrafo. Parto de la consideración de la mise en abyme como un procedimiento por el que una obra o un elemento remite a la totalidad, a modo de un juego de espejos, “cajitas chinas” o matrioshkas. El artificio “imagen en la imagen” es, en literatura, “relato en el relato” que incluye fragmentos como reflejos de la obra principal.51 Ceballos enmarca en su discurso memorialístico algunas anécdotas que, abismadas, permiten considerarlas miniaturas de un juego metadiscursivo sobre lo autobiográfico que, sin llegar a ser reflexiones sino sólo narraciones, pueden expresar, en último caso, la manera como el autor desea ser leído en ese texto.

Al rememorar bares y cantinas de la ciudad, Ceballos cita entre los concurrentes al New Orleans, en los bajos del Hotel Comonfort de la calle Cinco de Mayo, al famoso jurista José María Gamboa ―hermano mayor de Federico Gamboa―, a quien describe como “flaco, muy flaco como un flaco perro galgo parado en sus patas traseras, alto muy alto, con un sombrero alto aumentador de su altura, hasta hacerle desmedida, como si caminara sobre zancos […]. Usaba una larga levita que en arrugas verticales se colgaba de sus huesudos hombros como si suspendida se hallase de una percha”.52 Tras ponderar sus gustos refinados por el vino, la mesa y las mujeres, afirma que José María Gamboa era también un sentimental:

Cuando falleció su esposa, por quien había tenido un profundo cariño, en medio del dolor que le causara el suceso, tuvo la ocurrencia de colocar en el féretro de la muerta dama los billetes de amor que se escribieron los dos cuando eran novios, estimando aquella acción como un postrer homenaje a la compañera que se le había anticipado al emprender el obligado viaje al misterio eterno. Algún tiempo después, recordando las ternezas de la ausente, experimentó la necesidad de buscar consuelo en la lectura de esas cartas. Y fue al camposanto e hizo exhumar el ataúd de la señora, extrayendo de allí aquellos papeles saturados con el olor del cadáver amado...53

Eros y Tánatos, fundidos en este relato, sirven como metáfora de la labor cotidiana del historiador, pero también del memorialista. Para el primero, el gesto reconstructor se perfecciona con la exhumación del documento; para el segundo, subyace además el deseo de resucitar las emociones que sólo la expresión literal podía evocar. La restauración de la memoria conlleva un precio que Ceballos advierte, con su característico humor negro, en la frase final de la anécdota: “papeles saturados del olor del cadáver amado”.

A diferencia de Juan de Dios Peza, quien evidentemente busca la construcción de un relato sentimental que, si involucra cadáveres, no refiere los pormenores sensoriales de manera realista, Ceballos relata un hecho que parece tender los elementos propios del idilio romántico y sentimental, pero recurriendo al distanciamiento propio de la ironía. El alivio deseado por José María Gamboa ―que, en términos de Ricoeur consistiría en activar con la lectura de las cartas la ananesis, producto no del recuerdo espontáneo sino de la búsqueda― sólo puede quedar resuelto a medias, pues ahí está configurado también el aroma putrefacto para no olvidar los riesgos de dar voz y rostro a los ausentes y a los muertos. Cartas de amor y cuerpo amado parecen fundirse en una misma suerte y corroboran la imposibilidad de la restauración a la que se refiere Paul de Man: al conferir una máscara o un rostro y una voz a los ausentes y a los muertos, la prosopopeya “desposee y desfigura en la misma medida en que restaura”.54

Comentaré otra miniatura anecdótica. Al recordar a Ignacio Ojeda Verduzco, “caballero cincuentón, de mediana estatura, de comedidos modales”, quien acostumbraba organizar veladas literarias en su residencia en la calle de San Ildefonso con todos los prosistas y poetas conocidos de la época, Ceballos relata que, como recuerdos de su viaje a Italia y Francia, trajo algunas cosillas.

Entre ellas se contaba un puñado de guijarros recogidos del suelo en el Coliseo Romano, de las cuales pedrezuelas, como una expresión de simpatía especial, se dignó obsequiarnos una del tamaño de una almendra, reliquia cuya, nosotros con irreverencia bárbara echamos en el olvido el mismo día de haberla recibido. ¿Quién podría negar que aquella piedra no fuera hollada por el desnudo pie de una mártir del cristianismo o tocada por la fuerte mano de un gladiador moribundo? Razón de sobra tuvo el excelente Nacho Ojeda al manifestar su desconsuelo, cuando con implacable crueldad le confesamos haber perdido la preciosidad aquella. / Igual cosa nos ocurrió con unas violetas de la tumba de Alfredo de Musset, recuerdo también de nuestro amable amigo.55

La “implacable crueldad” ―como califica Ceballos la confesión de su desdén juvenil por las reliquias― parece matizarse con la asunción retórica en la madurez de un nuevo significado de los objetos perdidos. Los souvenirs permitidos en el siglo XIX ―lo sabemos también por los relatos de otros viajeros como José López Portillo y Rojas o Federico Gamboa― podían llegar a ser, efectivamente, saqueos o destrucciones incalificables hoy en día. Extraer una piedra de las pirámides de Giza o un hueso de las catacumbas de París no constituía, por entonces, un acto mal visto, y los objetos eran atesorados como reliquias por los viajeros.

La piedra del Coliseo y las violetas de la tumba de Musset rindieron su valor simbólico en el momento en que el escritor fue consciente de la operación constructiva de los textos memorialísticos y de los objetos como documentos del pasado; también cuando fueron contemplados como objetos singulares por considerarlos fuera de la lógica de proliferación, muy evidente ya hacia la tercera década del siglo XX, debida al “desarrollo de la tendencia a la adquisitividad conectada con la civilización burguesa”, el “desarrollo del objeto de serie, es decir de la multiplicidad de elementos que poseen un grado de identidad creciente (normalización)” y el “consumo ostentatorio que relaciona poco a poco la condición social con la posesión de objetos”,56 del que estas piezas simbólicas y emotivas estarían a salvo.

Para Ceballos los objetos del pasado se convirtieron en reliquias históricas sólo en el presente de su escritura: los años de su madurez, en la década de 1930. Prácticamente los mismos 19 siglos pesaban sobre la perdida piedra del Coliseo ―hollada o no por una mártir cristiana o un gladiador moribundo―, pero había cambiado su valor simbólico al variar su función en el marco del sistema de los objetos. Objetos como éstos son contemplados como singulares y antiguos, y se transforman en testimonio, recuerdo, nostalgia o evasión; pero, advierte Baudrillard, aunque se sienta la tentación de “descubrir en ellos una supervivencia del orden tradicional y simbólico”, “forman parte también de la modernidad y cobran en ella su doble sentido”.57 Sin incidencia práctica, siguen ejerciendo una función sistemática de signo: significan el tiempo.58 El objeto antiguo implica una regresión narcisista que es una suerte de mito de origen y, en el sistema de elisión del tiempo, propone un dominio imaginario de la muerte y del amor. 59 Ese valor simbólico es lo que echa de menos el Ceballos sexagenario. La memoria lo contempla, junto a su soberana juventud, como un pasado mítico irrecuperable.

Dos miniaturas anecdóticas más rememoran sendos personajes muertos prematuramente y grandes amigos de Ceballos: Julio Ruelas y Bernardo Couto Castillo. En ambos casos, los artistas presienten su fin e intentan exorcizarlo de la manera en que solía hacerse: en una cantina, frente a una bebida espirituosa. No en balde el libro de memorias de Rubén M. Campos se titula El bar, pues este sitio de sociabilidad exclusivamente masculina explica habitus y dilemas de gran parte de los artistas del Porfiriato.

Ceballos refiere que cuando Julio Ruelas recibió la noticia de haber sido pensionado en Europa, después de una enome alegría se puso serio y le dijo: “Si vuelvo a Europa me muero allí”.60 Ceballos intentó tranquilizarlo y procedieron a vaciar dos botellas de champaña en el Salón Bach. Cuando en septiembre de 1907 Aurelio Ruelas recibió el cablegrama de Jesús Luján anunciándole la defunción de Julio, se trasladaron a la casa de los Ruelas, donde llegaron varios amigos que habían recibido la noticia y,

en medio de una extraña alegría, la cerveza, como de costumbre, fue derramada a torrentes, cual si todos nos hubiésemos puesto de acuerdo para aturdirnos con la bebida. / Después de medianoche, cuando salimos con vacilante paso de aquella casa, nos encaminamos hacia la nuestra, sintiendo en el pecho un dolor como si allí nos hubiesen producido una herida a traición, con un hierro. / Ese puñal, como el hielo frío, no hemos podido extraerlo todavía de nuestro corazón. 61

El inusitado ánimo festivo, aunque no es extraño a la idiosincrasia mexicana respecto de la muerte, culmina en su recuerdo con la comparación de la noticia con la de una herida hecha a traición, que persiste tres décadas después helando su corazón. Si bien este fragmento cierra todo un episodio dedicado a memorar regocijadamente la vida y costumbres de los hermanos Ruelas, esta extraña elegía preludia el episodio final de la larga serie Panorama mexicano, que Ceballos dedicó a la visita del grupo decadentista al anfiteatro del Hospital Juárez.

Antenor Lescano, poeta morfinómano que Tablada dio por muerto hacia 1902 pero que hoy sabemos, por José de Jesús Arenas, que en 1910 seguía vivo y ejerciendo, pues certificó la muerte nada menos que del Tigre de Santa Julia en la Cárcel de Belén;62 Lescano ―decía― llevó en aventura de estudio a Ceballos, Amado Nervo y Bernardo Couto Castillo, cuando éste expresó el deseo de experimentar “sensaciones fuertes”. El joven cuentista Bernardo Couto, nieto del ilustre escritor del mismo nombre, era el más decadentista de todos ellos. Como Lescano, Couto era adicto al bromuro y a la morfina, además de ser ebrio consuetudinario, rico heredero y, para colmo de su notoriedad, se dice que tenía por querida a una prostituta llamada Amparo. Éste es el escenario que recrea nuestro memorialista:

[Lescano] introdujo una llave en la cerradura de una puerta, abriéndose ésta de golpe, mientras del cuarto se exhalaba, como un húmedo bostezo, un airecillo oliente a muerto.
―Pasen ustedes.
Un foquito eléctrico se encendió derramando por el amplio local una amarilla claridad.
Nos encontrábamos en el anfiteatro.
Sobre algunas alargadas mesas de piedra, no recordamos si de cemento o mármol, se encontraban tendidos enteramente desnudos, cadáveres mal cubiertos, como con mortajas, con grandes trapos sucios. / Por aquí, asomaba una peluda pierna con un cartoncillo amarrado al dedo grueso del pie; por allí, un colgante brazo; por otro lado, una cabelluda cabeza, de pupilas saltonas, con la abierta boca contraída en mudo gesto de eterno dolor. / Bernardo Couto Castillo, pálido casi el infantil rostro de efebo, extraviada la mirada de sus ojillos azules, de “charquito” como decía Leandro Izaguirre, nos estrechaba convulsivamente el brazo.
―¡Esto es horrible!
―¡Sensaciones fuertes!
Amado Nervo, también pálido, permanecía silencioso, aunque sus serpentinas pupilas brillaban con extraviada expresión de locura. / Antenor Lescano, cubierto con una blanca bata, dirigiéndose hacia un cadáver, lo descubrió arrojando la sucia cobertura al suelo... 63

A continuación, el narrador describe minuciosamente el cadáver, las moscas que lo asedian, sus pupilas vidriosas, su bocaza abierta y, finalmente, la manera como Lescano le practicó la autopsia. Bernardo Couto Castillo oprimió el antebrazo de Ceballos hasta lastimarlo y le decía: “¡Parece estarse riendo! ¡Nos está mirando...! Sí, se ríe. Sí, nos mira. ¡Me está mirando a mí! ¡Sí, a mí!”.64

Y quedó ensimismado observando el cadáver mientras los demás visitaban el resto del recinto. Nervo, a decir de Ceballos, estaba completamente “enervado” mientras pensaba “a dónde irán los muertos”. Al regresar a buscar a Couto, éste repetía: “No hay duda, me está mirando”, y cuando a la una de la mañana salieron de ese lugar, Couto no quiso ir a dormir e insistió en matar el tiempo en el bar La América, hasta recibir el nuevo día. Ceballos finaliza tanto la anécdota como sus memorias afirmando que Bernardo Couto acaso tenía, desde entonces, el presentimiento de su temprana muerte.

Como Ruelas, Couto acudió al alcohol para narcotizar el presentimiento de la muerte. Ninguno de los dos alcanzó a ver el derrumbamiento del régimen porfirista. Las memorias no llegan más allá de la etapa propuesta, 1890-1910, aunque, como suele ocurrir en el género autobiográfico ―y sólo pertinentemente ahí, pues en una novela sería considerado como un error de su construcción― algunas alusiones desbordan esa temporalidad y dan noticia de referentes conocidos del lector, aunque no hayan sido parte de la narración. Rafael Olea Franco explica esa singularidad del discurso autobiográfico, que “se construye con base en una serie de datos pretextuales y verificables compartidos por el lector y el autor […]; este saber común puede incluso motivar silencios textuales respecto a la vida del autobiógrafo”,65 por considerarse obvio que los receptores tengan esa información.

Frente a las últimas dos miniaturas anecdóticas de Ceballos sobre sus mejores amigos, la escritura memorialista autobiográfica pretende una suerte de restauración ―de vida― por medio de los episodios en que Ruelas y Couto presintieron su propia muerte y la narcotizaron en el bar. Ceballos revive, por medio del lenguaje, una época ida, una ciudad transformada, unos amigos artistas fallecidos. Él mismo abandonó el mundo literario en esa década ―todavía entre 1905-1906 publicó crítica literaria en el periódico El Progreso Latino― y murió, de alguna forma, para las historias literarias, que lo transparentaron.

En la vieja polémica por el pacto de lectura autobiográfico, mucha tinta ha corrido en torno al estatuto ficcional. Aunque deseo subrayar el funcionamiento pragmático de este tipo de textos, emitidos y recibidos como de no-ficción aunque partícipes de muchos ingredientes que definen las ficciones, mi intención en las páginas anteriores fue mostrar el artilugio con que los memorialistas traman anécdotas que resultan juego de espejos; los objetos-fetiche y los relatos frente a la muerte sirven a los narradores para una mise en abyme de sus propios proyectos narrativos. Peza recurre al tono sentimental que otorgue fuerza testimonial; por el contrario, Ceballos antepone la ironía y el humor como estrategia distanciadora con el fin de obtener un efecto igualmente veritativo. Ambos acuden a uno de los rasgos inherentes a los géneros autobiográficos: “la imprescindible necesidad, para su recta interpretación, de datos verificables fuera del texto, los cuales forman parte de las expectativas y del contexto de recepción del lector”.66 Es ahí donde Ricoeur descubre uno de los puntos de tensión entre el yo singular que enuncia sus recuerdos y la memoria colectiva.

Las miniaturas que tensan las posibilidades prosopopéyicas de la narrativa autobiográfica triunfan al rescatar del olvido y de la muerte, por medio de la palabra, las personas, los lugares y las anécdotas de otros tiempos y, tal vez inconscientemente, funcionan como metadiscursos del proyecto narrativo que consigue restaurar la vida mortal y devolver al lector presente personajes que deambularon por la Ciudad de México del siglo XIX.


Notas al pie
1

Paul Ricoeur, La memoria, la historia y el olvido, trad. de Agustín Neira (Madrid: Trotta, 2003), 23.

2

Ibid., 25.

3

Ibid., 20.

4

Juan de Dios Peza, Benito Juárez. La Reforma. La Intevención Francesa. El triunfo de la República. Memorias de Juan de Dios Peza. Epopeyas de mi patria (México: Ballescá y Cía., sucesores, 1904).

5

Considerado un hito en la historia de la crítica literaria en México, en 1888, Manuel Puga y Acal, con la firma Brummel, publicó en varias entregas unos artículos periodísticos de crítica literaria de la obra de Salvador Díaz Mirón, Manuel Gutiérrez Nájera y Juan de Dios Peza. Este último respondió con furia e insultos a su crítico, lo cual generó una polémica que le acarreó un descrédito permanente. El crítico jalisciense reunió de inmediato los artículos en Los poetas mexicanos contemporáneos (México: Ireneo Paz, 1888).

6

Víctor Manuel Carrillo López, “Juan de Dios Peza en El Mundo Ilustrado: una hemerografía”, Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, segunda época, núm. 6 (1992): 99.

7

Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico y otros estudios, trad. de Ana Torrent (Madrid: Megazul-Endymion, 1994), 51.

8

Paul de Man, “La autobiografía como desfiguración”, en La autobiografía y sus problemas teóricos, coord. por Ángel G. Loureiro (Barcelona: Suplementos Anthropos, 1991), 118.

9

Peza, “El tío Tonchi (de El Mundo. Semanario Ilustrado). De la gaveta íntima”, en Memorias: reliquias y retratos (París: Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1900), 2.

10

Ibid.

11

Ibid., 1.

12

Ibid., 3-4.

13

Considerando la mise en abyme como “todo enclave que tiene por referente la totalidad que le sirve de marco”, Marie-Claire Figueroa, Ecos, reflejos y rompecabezas. La mise en abyme en literatura (Oaxaca de Juárez, Oaxaca: Almadía, 2007), 17.

14

Ibid.

15

Peza, “El tío Tonchi…”, 5.

16

Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana (Madrid: Imprenta de los señores Hernando y compañía, 1889), t. 3, 859.

17

En la portada del original de 1900, Memorias aparece en tipografía más grande y sin coma, y en letra pequeña, en el segundo renglón, reliquias y retratos, acomodo visual que refuerza la idea expuesta.

18

Abraham A. Moles, “Objeto y comunicación”, en Los objetos, trad. de Silvia Delpy (Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1974), 17. Esa doble articulación, en el marco de un sistema de objetos, puede ejemplificarse como la función en sentido clásico de un vaso (hecho para beber) que corresponde al sentido denotativo, y el sistema estético o connotativo que relaciona al vaso con el campo emocional o sensorial que agrega caracteres ornamentales, emocionales, ostentatorios (17-18).

19

Peza, “Una reliquia”, en Memorias: reliquias y retratos..., 6.

20

Ibid, 9.

21

Peza, “Papeles viejos. De mis ‘Memorias de treinta años’”, en Memorias: reliquias y retratos..., 10. En su famoso ensayo, Paul de Man explica la figura de la prosopopeya a partir de los Essays upon Epitaphs, y describe la pretensión de una restauración frente a la muerte que Wordsworth parece reivindicar con un sistema de metáforas y ficción en el itinerario por un camino de epitafios (Man, “La autobiografía…”, 115).

22

Peza, “Una reliquia…”, 11.

23

Ibid., 13.

24

Ibid.

25

Ibid., 10.

26

Peza, “El libro de carne. Histórico”, en Memorias, reliquias y retratos..., 104.

27

Ibid., 105.

28

Tablada se refiere al Decamerón ruelesco, libro que constaba de una serie de relatos de la índole de los Cuentos droláticos de Balzac, en el que colaboraron los redactores de la Revista Moderna y entregaron a Ruelas, quien los ilustró “con positiva verba pictórica sin restricciones de ninguna clase, en dibujos firmes y francos como aguafuertes de maestro y en pequeñas acuarelas, verdaderas miniaturas cuyo detallado realismo era uno de sus mayores atractivos para el interés muy especial que en ellas se buscaba”, José Juan Tablada, Las sombras largas (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993), 42. Cree Tablada que esa joya probablemente terminó en las llamas.

29

Peza, “El libro de hueso”, en Memorias, reliquias y retratos..., 107.

30

Ibid.

31

Ibid.

32

Ibid., 108.

33

Ibid., 111.

34

Ibid., 110.

35

Manuel Acuña, “Ante un cadáver”, en Obras de Manuel Acuña, pról. de Juan de Dios Peza (Barcelona: Maucci Hermanos, 1897), 115-116.

36

Ibid., 114.

37

Peza, “El libro de hueso…”, 111-112.

38

José María Pozuelo Yvancos, De la autobiografía. Teoría y estilos (Barcelona: Crítica, 2006), 44.

39

Ibid., 17.

40

Ibid., 30.

41

Victoriano Salado Álvarez, “Minucias biográficas de Nervo, el poeta de manos de santo”, La Prensa (San Antonio, Texas), 3 de enero de 1928, 3.

42

Víctor Palomo, “Juan de Dios Peza: el amigo que trastornó la verdad”, Espacio4, acceso el 14 de septiembre de 2017, http://www.espacio4.com/home/ver_articulo.php?id=1493.

43

Laura Scarano, “El sujeto autobiográfico y su diáspora: protocolos de lectura”, Orbis Tertius 2, núm. 4 (1997): 5.

44

Ciro B. Ceballos, “Balbino Dávalos”, en En Turania. Retratos literarios (1902) (México: UNAM, 2010), 17-18.

45

Ceballos, Panorama mexicano 1890-1910 (Memorias) (México: UNAM, 2006), 368.

46

Tablada, Las sombras…, 18.

47

Artemio de Valle-Arizpe, “Las cantinas”, en Calle vieja y calle nueva (México: Diana, 1997), 506.

48

Ceballos, Panorama…, 383-384 y 431.

49

Ceballos, “Advertencia”, en Panorama…, 33.

50

Ibid., 33.

51

Figueroa, Ecos…, 9-17.

52

Ceballos, Panorama…, 80-81.

53

Ibid., 81. Constanza Volante Jáuregui (de Gamboa) falleció el 8 de junio de 1890 a los 33 años. Se casó a los 20 años con José María Gamboa quien, en el momento de la defunción de Constanza, era miembro del Congreso de la Unión.

54

Man, “La autobiografía”…, 118.

55

Ceballos, Panorama…, 95.

56

Abraham A. Moles, “Objeto y comunicación”, en Los objetos, trad. de Silvia Delpy (Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1974), 9-10.

57

Jean Baudrillard, El sistema de los objetos, trad. de Francisco González Aramburu (México, Siglo XXI Editores, 2007), 83.

58

Ibid., 84.

59

Ibid., 86.

60

Ceballos, Panorama..., 430.

61

Ibid., 430.

62

José de Jesús Arenas Ruiz, “De la pluma al bisturí. Rescate, edición y estudio de la poesía de Antenor Lescano” (tesis de licenciatura, UNAM, 2009), 34-35.

63

Ceballos, Panorama…, 437-438.

64

Ibid., 438.

65

Rafael Olea Franco, “Fronteras de la autobiografía en México: Ulises criollo de José Vasconcelos”, en Intimidades: los géneros autobiográficos y la literatura, ed. de Antonio Cajero Vázquez (San Luis Potosí: El Colegio de San Luis, 2012), 51.

66

Ibid., 51.

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