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Umbrales de lo postsecular: ilustraciones de portada y narrativa española contemporánea


Postsecular Portals: Cover Illustrations and Contemporary Spanish Narratives

Daniel García Donoso*

* The Catholic University of America, Washington, Columbia. United States of America. garciadonoso@cua.edu, https://orcid.org/0000-0003-0741-9528



Resumen

Este artículo propone un acercamiento intermedial a la configuración simbólica de lo postsecular, atendiendo al espacio de cruce entre el texto propiamente literario (novela-texto) y el texto visual de la ilustración de portada (novela-libro). En la medida en que existe una literatura postsecular en el contexto español, nos interesa adentrarnos en el análisis de cómo las imágenes que ilustran dichas publicaciones interactúan, por un lado, con ese mismo concepto de lo postsecular en la configuración de una imagen autónoma y, por otro, con un texto con el que la imagen establece una relación de interpretación mutua. Este análisis revela la función de estas representaciones visuales como portales de paso al complejo diálogo que existe entre temas religiosos y narrativas contemporáneas, y entre éstos y la cultura visual del momento. El análisis versará sobre tres obras narrativas publicadas en España desde finales del siglo XX hasta la actualidad, que tienen un particular encaje en la reflexión sobre lo religioso en el momento contemporáneo postsecular: El hereje (1998) de Miguel Delibes, Crematorio (2007) de Rafael Chirbes y Pasión del dios que quiso ser hombre (2014) de Rafael Argullol.



Abstract

This article proposes an intermedial approach to the symbolic configuration of the postsecular, focusing on the intersection between the literary text (novel-as-text) and the visual text of the cover illustration (novel-as-book). Given the existence of a postsecular literature within the Spanish context, we are interested in delving into the analysis of how the images illustrating such publications interact, on the one hand, with the concept of the postsecular itself in forming an autonomous image, and on the other, with the text, establishing a relationship of mutual interpretation. This analysis reveals the role of these visual representations as portals to the complex dialogue between religious themes and contemporary narratives, and between these and the visual culture of the period. This study emphasizes three narrative works published in Spain from the late 20th century to the present, which have a particular place in reflection on the religious in the contemporary postsecular times: Miguel Delibes’s El hereje (1998), Rafael Chirbes’s Crematorio (2007), and Rafael Argullol’s Pasión del dios que quiso ser hombre (2014).

Recepción: 15.04.24 / Aceptación: 27.05.24

biblio07.Sep.24; 7(2)

Palabras clave: Postsecular, ilustración de portada, Miguel Delibes, Rafael Chirbes, Rafael Argullol.
Keywords: Postsecular, cover illustrations, Miguel Delibes, Rafael Chirbes, Rafael Argullol.

Introducción

Desde que Jürgen Habermas popularizó el término a mediados de la década del 2000, lo postsecular se ha convertido en una categoría analítica firmemente asentada en el ámbito de los estudios literarios cuando termina el primer cuarto del siglo XXI. La bibliografía sobre lo postsecular en la literatura es cada vez más amplia y los debates en torno a su relevancia han transitado la sinuosa ruta que va desde la tímida recepción de un concepto exógeno, surgido de la reflexión filosófica de corte sociológico, al relativo entusiasmo sobre la aplicabilidad de un estimulante concepto interdisciplinar, y desde la crítica sistemática que lo impugna hasta el análisis que lo rehabilita.

Lo postsecular ha sido tratado y discutido extensamente en múltiples ámbitos de las humanidades y las ciencias sociales, aunque ha encontrado en la literatura comparada un particular campo abonado, tanto para su elaboración teórica como para su aplicación práctica.1 Esto es especialmente manifiesto en el contexto anglosajón, donde el avanzado estado de desarrollo de los estudios postseculares acentúa la falta de aplicación de este marco conceptual en otros contextos, lo cual provoca un problema de diversidad que hace que el concepto “postsecular”, desde una visión hegemónica de los estudios anglosajones, corra el riesgo de ofrecer resultados sesgados, descontextualizados y poco rigurosos en su adaptación a otros ámbitos.2

En los estudios académicos del ámbito hispánico, el marco conceptual de lo postsecular no ha resultado tan pródigo, pero publicaciones y proyectos recientes han permitido acompasar en cierta medida los intereses del hispanismo con el ritmo precursor del comparatismo norteamericano y angloeuropeo, a la vez que ofrecer visiones distintas -algunas complementarias, otras opuestas- a las de éste.3 Dentro del interés creciente de los estudios literarios hispánicos por lo postsecular, el presente trabajo propone un acercamiento intermedial a este concepto en la literatura española, atendiendo al espacio de cruce entre el texto propiamente literario y el texto visual de la imagen o ilustración de portada.4 Varios especialistas como Rafael Ruiz Andrés, William Viestenz o Ana Fernández-Cebrián5 ya han profundizado en la pertinencia de lo postsecular para entender parte de la producción literaria reciente en España, subrayando la insuficiencia patente en marcos dualistas que interrogan la literatura -tanto desde postulados secularistas como de revival religioso (la literatura como reflejo de la decadencia de lo religioso vs. reflejo de un retorno de lo religioso)- y advirtiendo contra actitudes celebratorias de una pluralidad como fin último, sin contemplar sus aspectos problemáticos. En el presente artículo trazamos una continuidad de este planteamiento crítico de lo postsecular, y focalizamos nuestra indagación en la manera de visualizar a través de la literatura los procesos de trasvase, desfase, solapamiento, hibridez, inclusión y exclusión que caracterizan al conjunto siempre cambiante de relaciones entre lo secular y lo religioso.

Por tanto, nos interesa adentrarnos en el análisis de las interacciones de las imágenes que ilustran las portadas de dichas publicaciones en dos aspectos: por un lado, el concepto de lo postsecular en la configuración de una imagen autónoma cuya existencia es independiente tanto del texto que ilustra como de la imagen original de la que pueda proceder, lo cual supondría pensar la portada como expresión artística en sí misma; y, por otro, un texto con el que la imagen establece una relación de interpretación mutua.6 Mientras profundizamos en el análisis de ilustraciones de portada en el ámbito de los estudios postseculares, se vuelve evidente que estas representaciones visuales hacen de portales de paso a la compleja interacción que existe entre temas religiosos y narrativas contemporáneas, y entre éstos y la cultura visual del momento. Por razones de extensión, aquí nos detendremos únicamente en el análisis de tres obras publicadas en España desde finales del siglo XX hasta la actualidad, que tienen un particular encaje en la reflexión sobre lo religioso en el momento contemporáneo postsecular: El hereje (1998) de Miguel Delibes, Crematorio (2007) de Rafael Chirbes y Pasión del dios que quiso ser hombre (2014) de Rafael Argullol.

Respecto a la cuestión de la intermedialidad que subyace al análisis que aquí se plantea, Michael Meyer ha observado con agudeza que el análisis intermedial de narrativas de ficción tiende a oscilar entre el examen de la evocación narrativa (ecfrástica) de imágenes dentro del texto y el de discursos multimodales propios de ficciones que, además de texto, incluyen en sus páginas materiales visuales de diversa índole. Sin embargo, suele quedar fuera de estas consideraciones el diálogo que se produce entre representación verbal e ilustración visual de portada en el contexto editorial del libro físico tradicional, desperdiciando la oportunidad de comprobar la relación de mutua interdependencia que existe entre estos dos elementos, entendidos como dispositivos marco.7 Meyer se refiere específicamente a los elementos verbales que comparten el espacio paratextual de la portada y la contraportada con componentes iconográficos, pero en ningún momento se piensa que hablar de la relación dinámica entre imagen de portada (paratexto) y cuerpo del texto (intratexto) suponga la abolición de un régimen intermedial de significación entre ambas partes. Por tanto, un análisis intermedial atenderá al diálogo que mantienen estos campos significativos en tensión hacia la creación de un proceso significativo múltiple, con la colaboración del lector, en el que interesa centrarse en el tratamiento crítico que se hace de la cuestión religiosa.

Antes de proceder a desgranar más pormenorizadamente el marco de análisis, debemos aclarar que el corpus de obras analizadas en el presente trabajo proviene exclusivamente del ámbito de la narrativa. Por un lado, aquí nos movemos dentro de la concepción de la novela no sólo como manifestación estética a través de un texto (la “novela-texto” como género narrativo), sino además como expresión bibliográfica o tipográfica (la “novela-libro” como género editorial), esto es, una praxis que comprende en el tiempo “unas marcas ο modalidades editoriales que pueden caracterizar al género para el lector/comprador ο usuario”.8 Por otra parte, tal delimitación también está motivada por el hecho de que lo postsecular ha sido empleado mayormente dentro del estudio de obras narrativas por causas, tanto literarias como históricas, relacionadas con la naturaleza de lo secular. Afirma Susanna Lee que lo secular es una idea y una impresión que se ha articulado con particular singularidad en la forma de la novela, creando una afinidad entre secularización y novela que propicia, al mismo tiempo, que la noción de secularismo no pueda entenderse si no es en estrecha asociación con el tipo de ordenamiento discursivo que produce la estructura narrativa:

El deseo de vivir en un mundo ordenado y el deseo de determinar el orden de ese mundo chocan estruendosamente y garantizan así la naturaleza paradójica de lo que entendemos como secularismo. […] Estos extremos, estas crisis, se leen mejor a través del género narrativo y, más especialmente, a través de la relación narrador-personaje. En esa relación, observamos cómo determinados individuos ven el mundo que les rodea, cómo entienden su rol en sus propios destinos, así como la forma de tratarse mutuamente, y sobre la base de qué axiomas espirituales.9

El secularismo como estructura y estrategia narrativas hace que lo postsecular adquiera formas visibles y analizables con singular profundidad en el orden de la narración y de las relaciones entre personajes, y de éstos con el narrador, como veremos en nuestro posterior análisis.

Asimismo, debe mencionarse que este trabajo no pretende ser una contribución a la historia de la edición en España, pues para ello haría falta un corpus mucho más extenso, y un marco metodológico de análisis que permita la identificación de rasgos sistemáticos, así como tendencias y procesos evolutivos en el tiempo. Se trata más bien de un primer intento de estudio de un conjunto limitado de portadas de novelas analizables desde un interés por la persistencia de lo religioso en el momento contemporáneo y la reflexión crítica de ciertos apriorismos emanados de las tesis secularizadoras de la modernidad. No obstante, entendemos que el encaje de un estudio de estas características dentro de la historia de la edición literaria en España no carecería de atractivo y, dadas las características de las portadas que veremos en nuestro análisis, podría ser útil su engarce con el estudio de periodos históricos concretos, por ejemplo, la historia de las prensas católicas desde la España franquista o el estudio del diseño gráfico en el mundo editorial del siglo XXI.10

Portadas de libros, portales postseculares

Como marco de análisis, es obligatorio que nos detengamos a esbozar una serie de reflexiones a propósito de los significados que están en juego a la hora de plantear un trabajo de estas características. En primer lugar, acercarse a un libro por su portada no es quedarse en su superficie, sino penetrar en uno de los espacios porosos y dinámicos que constituyen su entramado paratextual. Como recuerda Gérard Genette sobre la noción de paratexto, “[m]ás que de un límite o de una frontera cerrada, se trata aquí de un umbral […] que ofrece a quien sea la posibilidad de entrar o retroceder. ‘Zona indecisa’ entre el adentro y el afuera, sin un límite riguroso ni hacia el interior (el texto) ni hacia el exterior (el discurso del mundo sobre el texto), límite”.11

Dentro de los distintos tipos de paratexto que establece Genette, la ilustración de portada sería un “peritexto”, por tratarse de un elemento que rodea de manera cercana al texto y su pluralidad de significados. Curiosamente, la duración de dicho peritexto es limitada, pues nuevas ediciones o reediciones suelen cambiar la imagen de la portada original por otra, para renovar la estética, atraer a un público lector distinto del de ediciones anteriores o llamar la atención sobre aspectos del texto que habían quedado silenciados en cubiertas anteriores. A diferencia de muchos de los peritextos, la imagen de portada es de naturaleza icónica y abre un espacio de negociación entre la instancia autorial, la instancia editorial y la instancia lectora; más aún, se trata de un elemento significativo que se codifica a través de la iconografía y la imagen, y no de lo textual propiamente dicho, sin ser tampoco meramente decorativo.12

Por tanto, hablamos de un componente paratextual diseñado especialmente para que el libro alcance a su lector ideal y atraiga a aquel que aún no conoce al autor o la obra. Atendiendo al estatus pragmático de la portada, ésta depende en su mayor parte, si no exclusivamente, del editor, por lo que conforma el peritexto editorial. Aunque hay casos de autores que diseñaron sus propias portadas -J. R. R. Tolkien en The Hobbit, Antoine de Saint-Exupery en Le Petit Prince o Miguel Delibes en El camino (edición norteamericana)-, el diseño de portada suele dejarse en manos de los equipos de diseño gráfico que, o bien encargan una imagen ad hoc para la obra o acuden a un vasto archivo de imágenes existentes para que, con o sin modificaciones, la elegida pase a formar parte de la órbita significativa del texto.

Aunque no podemos detenernos aquí a tratar estos elementos en extenso, sí cabe al menos mencionar que, en cuanto que elemento peritextual, el espacio de la portada revela al libro como algo material y, como tal, obliga a pensarlo como un objeto (bien cultural, bien de consumo) situado en un espacio concreto (biblioteca, librería, anaquel doméstico) que condiciona su naturaleza; además, su origen material también lo identifica como objeto artístico situado en la historia, por lo cual debe siempre atenderse a los condicionantes que tienen que ver con la historia de tal arte y, de este modo, con cómo una determinada portada habla en perspectiva diacrónica con el pasado que explica su presente (géneros y subgéneros gráficos, etc.). Por último, y sin perder de vista la relación de subordinación que mantiene la portada con el texto literario en sí, hablar sobre las ilustraciones en ella implica tomar en consideración este espacio peritextual como un lugar de cruce entre la pretendida aspiración de permanencia del discurso artístico y la efímera urgencia del discurso publicitario (portada como escaparate de un producto, búsqueda de un caladero de lectores).

Las portadas obligan a contemplar el texto literario como objeto material visual, esto es, un medio visual tal y como pueden serlo la televisión, el cine y otros medios de la cultura publicitaria, con unas características propias. Y es que, a diferencia de otras interacciones texto-imagen, las portadas suelen formar parte de colecciones con un prediseño en el que el nivel de intervención del autor está limitado y su diseño se halla altamente reglamentado por otros criterios extratextuales (actualización de colección, modas gráficas, énfasis en formas abstractas o figurativas, etc.).

No obstante, la portada en cuanto manifestación artística tiene una doble dimensión: por un lado es una obra de arte autónoma, esto es, se presenta a un público amplio como manifestación artística en sí misma; por otro, es un ejercicio metadiscursivo doble que se erige, primero, en traducción visual y comentario interpretativo del texto literario cuya portada ilustra (supone la selección o extracción de algún elemento de aquél que tenga particular relieve y sobre el que se invita al lector a pensar, a medida que se adentre plenamente en el ámbito del texto literario) y, segundo, se constituye en imagen que puede ser a su vez interpretada a través del argumento, creando así productivas sinergias entre texto e imagen.

Dicho esto, y para centrar más nuestro análisis, hablar sobre las portadas de libros en el contexto más específico de la representación de lo religioso en una época postsecular implica tener en cuenta cuestiones relacionadas con la presencia pública de lo religioso como objeto artístico. “La religión y el arte no existen en espacios recónditos y aislados de estudios de arte y casas privadas de coleccionistas”, dice la especialista Lieke Wijnia. “Más bien, la dinámica entre religión y arte consiste en una variedad de formas, manifestaciones y encuentros en ámbitos tanto privados como públicos”, una dinámica en la que resulta clave la noción de situacionalidad [situatedness], tanto del arte como de lo religioso en la expresión artística, para entender las coordenadas comunicativas en que se produce el acto del habla que realiza una portada literaria.13 El contexto en que se produce el encuentro con la portada de un libro está más cerca del espacio institucional de la biblioteca y del museo, o el espacio económico de la librería o el kiosco, que del espacio íntimo de la oración, la introspección espiritual o la comunión de un conjunto de fieles con la divinidad.

Debemos reflexionar, además, sobre cómo la modernidad modula la interpretación y la representación de motivos abiertamente religiosos en un espacio secular o no religioso, como en el caso de la portada literaria. Alena Alexandrova recuerda que, desde la modernidad, los regímenes de visibilidad de motivos religiosos, especialmente cristianos, en ámbitos seculares como el museo o la galería de arte, interpelan al espectador de una manera oblicua o incluso refractaria, esto es, le indican que su contenido no debe interpretarse necesariamente como religioso en el sentido confesional, e incluso llegan a invitar a pensarlo como algo antirreligioso. Por ello, con cierta frecuencia la crítica ha rechazado la presencia de estos motivos en la producción artística contemporánea como algo excesivamente histórico, erudito o, simplemente, de mal gusto o kitsch, y no como un símbolo de anhelo o perfección espiritual.14

En el ámbito literario, la novela moderna según el adagio de Georg Lukács es “la épica del mundo abandonado por los dioses” y, por tanto, procura evitar una rápida asociación con visiones teístas: sólo el género histórico puede permitirse la representación más o menos directa de estos motivos y, por lo demás, la referencia más o menos explícita a tales elementos religiosos se hace desde un sentido antropológico, antes que desde uno confesional.

Las tres obras que aquí nos ocupan obedecen cada una a lógicas formales distintas, encajándose en subgéneros narrativos diferentes: El hereje es una novela histórica concebida dentro de una personalísima y extensa obra narrativa en la que el anhelo de erudición histórica no va en detrimento de la profundización psicológica de los personajes principales ni la ambición formal y estética; Crematorio es una obra encuadrada en lo que luego vino a llamarse “novela de la crisis” (por un criterio temático e histórico de publicación), en la que se mezclan la experimentación formal y la novela meta-artística; y Pasión del dios que quiso ser hombre es más bien un ensayo que se aproxima a la novela filosófica. A pesar de su diferente clasificación genérica, estas tres novelas comparten con el pensamiento crítico de finales del siglo XX y principios del XXI un marco de reflexión sobre el hecho religioso en el contexto de la postmodernidad. Este ámbito de ideas compartido está especialmente relacionado con la percepción de un retorno de lo religioso al espacio público secular y la necesidad de considerar desde varios ángulos las consecuencias de ese fenómeno, advirtiendo del problema que suponen posturas celebratorias e irreflexivas.

Se trata de un momento histórico en que se discute la importancia de definir qué significa la adopción de una postura postsecular. Arie L. Molendijk afirma que este concepto “representa el intento de entender la posición y el papel de la religión en la modernidad tardía de tal modo que se supere la idea de que el término ‘religión’ designa en esencia un fenómeno premoderno destinado a desaparecer con el tiempo”.15 Esta definición, correcta aunque escueta, se refiere a la necesidad de entender el complejo entramado de relaciones que caracterizan al binomio secular-sagrado en el momento contemporáneo, y que Eduardo Mendieta y Jonathan VanAntwerpen -vía Habermas- han precisado, identificando en lo postsecular una postura “que tiene en cuenta la persistente vitalidad general de la religión al tiempo que subraya la importancia de ‘traducir’ los contenidos éticos de las tradiciones religiosas para incorporarlos a una perspectiva filosófica ‘postmetafísica’”. Desde esta perspectiva, el lenguaje religioso y sus prácticas deben ser clave para cimentar la ética de ciudadanías multiculturales, con base en el respeto mutuo y la solidaridad. Pero para que eso sea posible, recuerdan Mendieta y VanAntwerpen la afirmación de Habermas, el “‘potencial capital semántico de las tradiciones religiosas’ […] hay que traducirlas a un idioma secular y a un ‘lenguaje universalmente accesible’, tarea que recae no sólo sobre los ciudadanos creyentes, sino sobre todos los ciudadanos -creyentes o no creyentes- implicados en el uso público de la razón”.16 Veamos a continuación en qué medida se produce esta “traducción” al lenguaje intermedial que se realiza en el encuentro de la novela-texto (con su narrativa, sus personajes, etc.) con la novela-libro (con su portada).

Miguel Delibes, El hereje

La novela de Miguel Delibes El hereje (1998) adelanta, en cierto modo, el ánimo postsecular dentro de la literatura española, en primer lugar, porque se concibe y publica en ese contexto de inquietudes compartidas al que aludíamos arriba. La novela manifiesta una conciencia crítica de la naturaleza teleológica y necesaria que la tesis secularista se arroga para sí, y defiende que un conocimiento en profundidad de las pulsiones religiosas en el pasado es fundamental para entender el presente. A su vez, esta novela confronta, a través del lenguaje secular, un episodio de la historia religiosa española que saca a flote la necesidad de desmontar las tentaciones propias de los monopolios de creencia, de distinguir claramente la fe del conocimiento y de construir sociedades mejores a partir de la tolerancia y el respeto a la diferencia.

El hereje narra la vida de Cipriano Salcedo, un ficticio hereje vallisoletano de la primera mitad del siglo XVI, cuya conversión al luteranismo en el contexto europeo de la Reforma protestante le acaba costando la vida a manos de la Inquisición, en un siniestro auto de fe. Salcedo es, por un lado, un vehículo narrativo con el que se elabora un inmenso tapiz literario del destino funesto que sufrió el histórico grupo luterano de Valladolid; por otro, es una puerta abierta en forma de vida narrada a un problema de conciencia -y, sobre todo, de falta de libertad de la misma- que interpela al lector contemporáneo en unas coordenadas distintas a las del siglo en que se ubica la acción narrativa.

Con respecto a su portada, la ilustración más conocida de la novela es la de la primera edición en Ediciones Destino, una reproducción parcial del cuadro titulado Le Nouveau-né (El recién nacido), uno de los más célebres del pintor francés barroco Georges de La Tour (1593-1652).17 Dicho cuadro representa de frente a una mujer joven que observa apacible a un recién nacido, envuelto en fajos, que duerme plácidamente en su regazo. A la izquierda de la imagen, la figura de perfil de otra mujer de apariencia mayor contempla de cerca la escena de la primera con el niño, mientras sostiene con su mano izquierda un candil, única fuente de luz de la composición. Esta lámpara, aunque situada dentro del cuadro, queda oculta a ojos del espectador por la mano derecha de la segunda mujer, que está elevada a la altura del pecho y con la palma mirando hacia delante. Este gesto que hace como pantalla para proteger el candil de alguna corriente de aire (metáfora de la frágil vida que acaba de nacer) no sólo es la única muestra perceptible de dinamismo en una composición dominada por una serenidad imperturbable, sino que a su vez intensifica la visibilidad y el color de las zonas iluminadas para el espectador (Figura 1).


Figura 1. George de La Tour, Le Nouveau-Né.

No obstante, es de obligado comentario el hecho de que la mujer del candil fue eliminada de la ilustración de la primera edición de la novela de Delibes, lo que nos fuerza a considerar siempre la imagen de portada como entidad independiente del cuadro original (no en balde está a disposición inmediata del lector). Ahora bien, esta eliminación no es casual, sino que viene facilitada por la propia composición del cuadro: obsérvese el esmero con que La Tour traza una delgadísima línea que evita que las manos de esta mujer lleguen no ya a tocar, sino a rozar ni sobreponerse a la silueta de la madre que porta al bebé. Este pequeño pero fundamental detalle incrementa el carácter de sacralidad, en el sentido de “consagración” y “apartamiento”, de la mujer de la derecha, aspecto que aprovecha al máximo la portada de la primera edición cuando elimina a la de la izquierda. La técnica del cuadro -sobria y sencilla, con cierto hieratismo gótico, pero nunca exenta de realismo- destaca por el uso del fortísimo claroscuro que, en la penumbra de una estancia interior, produce el candil desde el centro de la composición, resaltando sobre todo el poderoso color rojo del vestido de la mujer que sostiene al bebé y la pulcra simplicidad de los blancos fajos que visten al recién nacido. En la imagen editada que ilustra la primera edición de la novela, donde el candil desaparece, el centro de la composición se desplaza hacia la figura del bebé y la fuente de luz pasa a un segundo plano, sin que ello afecte al estilo del conjunto resultante (Figura 2). Tanto en la composición original como en la portada, la atención al detalle no busca hipnotizar al espectador en la precisión del trazo y la fiel reproducción de la realidad material, sino que opera reforzando el poder de sugerencia y evocación en la escena representada, al tiempo que subraya el enigma de las identidades de los personajes y la relación entre ellos.


Figura 2. Portada de El hereje (Barcelona: Ediciones Destino, 1998).

Existen varias razones por las que puede juzgarse esta ilustración de portada particularmente adecuada para presentar la novela de Miguel Delibes. En primer lugar, es posible pensar en una correspondencia -buscada o no por los editores- entre el cuadro de La Tour, gracias a la luminosa intensidad del color rojo de la vestimenta de la figura femenina, y el conocido retrato de la mujer de Delibes, Ángeles de Castro, que pintó Eduardo García Benito con el título Señora de rojo y sirvió más adelante a Delibes para escribir Señora de rojo sobre fondo gris (1991) como homenaje póstumo a su mujer, fallecida en 1974. Además, el empleo de la obra de La Tour en la portada de la novela refuerza la sutil mezcla de precisión realista y misticismo poético que, de acuerdo con el mismo Delibes, define su propia técnica narrativa: “En mi realismo creo que hay un aura poética, mágica, que lo hace más tolerable y menos convencional”.18 La composición de La Tour oscila entre la representación mundana de una escena familiar de una madre con su hijo recién nacido -acompañada de una familiar o ayudante- y una referencia ambigua o enigmática al nacimiento de Cristo, en el que la Virgen María sostiene en su regazo al niño Jesús, poco después de nacer, en compañía de su madre santa Ana.

El crítico de arte Christopher Wright -quien considera este cuadro un “milagro”, dado el carácter excepcional que tiene dentro de toda la producción del pintor francés- se refiere a la incierta identificación religiosa de la escena (la cita es larga, pero iluminadora):

En este cuadro, y únicamente en este, La Tour penetra en un mundo completamente distinto. Se trata del mundo hierático medieval, de la escultura gótica, de la superstición de la imagen, pero con la excepción de que la parafernalia religiosa para el iletrado ha sido eliminada. […] La Tour se vuelve totalmente inescrutable. […] Desde un punto de vista intelectual, el cuadro evita revelar su significado. Asumir que son la Virgen y el Niño es razonable, pero no existe ningún símbolo religioso. La Tour se aleja de las aparatosas convenciones de su tiempo, cuando cada santo viste o agita el símbolo de su virtud o su método de martirio como un reclamo. En su lugar, La Tour crea un Nacimiento intemporal.19

Cuando Wright utiliza aquí el adjetivo intemporal (timeless en su original), en realidad apunta a un sentido mundano de la representación, su incardinación en unas coordenadas más propias de la inmanencia que de la trascendencia. En este sentido, también es sugerente otra interpretación de la pintura que atribuye el aura de sacralidad de la escena a la sola acción de la técnica del claroscuro:

este juego de claroscuros […], por sí solo, sacraliza la escena. Porque nada parece indicar que estos tres personajes correspondan a la representación de Santa Ana, la Virgen y el Niño. Ningún elemento de la decoración, ningún halo designa su carácter sagrado. ¿No se contenta La Tour con traducir este acontecimiento primitivo que es el nacimiento, que anima a los dos protagonistas a meditar sobre el misterio de la vida, sobre el destino del niño y, en un sentido más general, sobre el destino humano?20

La conexión entre este nacimiento pictórico con la trama de El hereje la hallamos en los primeros capítulos de la novela, donde se narra el difícil parto del protagonista Cipriano Salcedo, cuya madre, doña Catalina, fallece poco después. El bebé Cipriano queda al cuidado de una joven nodriza, Minervina Capa, quien, pasado el tiempo, se convertirá en la tutora oficiosa de Cipriano -a quien cría en una religiosidad sentimental y mundana- y, más adelante, en su amante, cuando inician una corta relación de tintes incestuosos que sume a Cipriano en un profundo complejo de culpa. Minervina será, además, quien cierre la novela con su declaración jurada ante un tribunal de la Santa Inquisición sobre Cipriano después de su ajusticiamiento. Es, pues, Minervina una figura central, aunque no protagonista, en la novela, que suscita diversos interrogantes por su ambigua educación entre lo sagrado y lo profano, que la novela abraza como antídoto discursivo frente al fanatismo represor del catolicismo oficial.

El carácter enigmático de este personaje se proyecta entonces de vuelta sobre la ilustración de portada, dotándola de nuevos significados. Ahora, la carátula de la novela muestra la imagen de una joven inexperta (nótese la tensión de los dedos de su mano derecha, con la que sostiene al niño) que parece recibir instrucciones de una mujer mayor sobre el cuidado del bebé. No obstante, es fundamental hacer mención al hecho de que esta mujer mayor no aparece en la primera edición de la novela (aunque sí en ediciones posteriores), por lo cual esa primera portada aísla a las figuras de la mujer joven y el bebé para reforzar el vínculo que une a los dos personajes en el texto. La “intemporalidad” del nacimiento a la que aludía Wright aparece reforzada por una ambigua estética postsecular de sacralidad profana y material que ya no sólo viene aportada por el claroscuro del cuadro, sino también por la propia diégesis del texto. La oscuridad del ambiente que rodea a los personajes de la obra de La Tour, junto a la sutil cautela que guía el único movimiento perceptible en la escena, transmite visualmente la idea de sigilo y precaución que rodea a los personajes de la novela de Delibes en su “alumbramiento” de una forma de entender el cristianismo, distinta a la ortodoxia impuesta por la Inquisición. Así describe el narrador la preparación para el primer conciliábulo en que participa Cipriano:

Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos. Las criadas debían de haberse acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido. Tampoco se movía Vicente en la habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras más inflamables como miedo y misterio.
Nadie fuera de ellos debía conocer la existencia de estas reuniones puesto que, en caso contrario, el brazo ejecutor del Santo Oficio caería implacable sobre el grupo.21

Para concluir, es fundamental subrayar aquí el énfasis que hace la novela en la idea de nacimiento a través de la coincidencia de la llegada al mundo de Cipriano con el inicio de la Reforma protestante, cuando Martín Lutero clava sus 95 tesis en la Iglesia de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517: “el hecho de que el pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma luterana no era precisamente un buen presagio”.22 La profunda batalla espiritual que libra el protagonista en su fuero interno en el contexto de otro conflicto, externo, que supone la persecución sufrida por los integrantes del círculo luterano de Valladolid, traduce la crítica de la novela a todo intento de sacralización del espacio por medio de monopolios de fe. Y, en definitiva, apela a un acercamiento del lector a la novela informado por una idea más compleja y problematizadora de lo secular con lo sagrado.

Rafael Chirbes, Crematorio

La segunda novela que nos interesa analizar aquí es Crematorio (2007), de Rafael Chirbes. Esta obra supuso todo un acontecimiento en el panorama literario español en el contexto que condujo a la gran recesión de 2008 y, desde entonces, se ha fijado en los listados de las mejores novelas en lengua española del presente siglo. Crematorio se construye a partir de los retratos del protagonista, el arquitecto convertido en constructor sin escrúpulos Rubén Bertomeu, y de los miembros de su entorno (familiares, amigos, empleados) que, a su vez, en conjunto componen un fresco en perspectiva histórica del desarrollo en España desde los años 60 del mundo de la construcción, la especulación inmobiliaria, el narcotráfico, y del arte y la cultura. Por encima de los retratos individuales de sus personajes, la ficticia ciudad costera de Misent ostenta el verdadero protagonismo en la trama y es la que aporta coherencia a la narración. Es una ciudad que, “en vez de analizarla los urbanistas, tendrán que analizarla los teólogos”, se dice en la novela, “que exige una lectura posmoderna del Apocalipsis, de la Divina Comedia” y cuya historia reciente “funciona como un viaje paródico, invertido: empieza en el paraíso y va bajando hasta tocar fondo”.23

Desde el punto de vista de lo postsecular, Crematorio ofrece una de las visiones más complejas de este fenómeno. Como señala con lucidez William Viestenz, en esta novela Chirbes no sólo cuestiona las bases de la mirada racionalista que dotan de coherencia a la comunidad humana en relación a sí misma “en un contexto de colapso ecológico, disrupción y corrupción política emergente y recesión económica”, sino que se detiene a examinar con atención el funcionamiento del entorno natural en la novela, que “adquiere la función de locus sagrado: espacio aparte que goza de inmunidad contra la explotación económica y que, al existir en cuanto excepción, confirma la regla del dominio humano sobre el mundo”.24 Una lógica inversa aplica al entorno construido en el contexto de la posmodernidad urbana, un espacio que ya no se reconoce en un pretérito estatus secular moderno, sino que está sometido “siempre ya” a una dinámica de contrarios, sacralización-profanación, por parte de la acción debilitante de un capitalismo de mercado inconmensurablemente sobrehumano.

La portada más reconocible de Crematorio -al igual que en El hereje de Delibes- es la de la primera edición, en este caso en Editorial Anagrama. Se trata de una reproducción parcial de la parte central del cuadro de la artista dadá alemana Hannah Höch titulado Roma (1925).25 Esta pintura al óleo imita las técnicas propias del fotomontaje que la misma Höch había contribuido a popularizar en un periodo histórico, la República de Weimar, de entusiasta experimentación vanguardista: fragmentarismo, reduplicación de siluetas en positivo-negativo, partes corporales desajustadas y ambigüedad sexual, ausencia de realismo, perspectiva quebrada y desajuste de escalas.26 La escena central del cuadro de Höch representa a dos figuras reconocidas: la actriz Asta Nielsen y el dictador Benito Mussolini. En ella, Nielsen dirige su mirada hacia Mussolini mientras, con un brazo pegado prostéticamente, apunta enérgicamente hacia fuera de la composición, en un gesto de expulsión de la ciudad eterna dirigido a quien, en octubre de 1922, había marchado sobre ella a la cabeza de un contingente de casi 30 mil fascistas, para tomar el poder por la fuerza. En su composición, Höch consigue transformar el proverbial gesto de bravuconería de Mussolini (mentón elevado) en una ridícula mueca de enfado infantil, al rotar su cara hacia abajo, parodia que se completa al colocar dicho rostro sobre un cuerpo femenino que muestra sin rubor las piernas, y sustituye el tradicional tocado militar del dictador por un bombín inglés à la Chaplin. El mordaz comentario antifascista está reforzado por la intensa mirada que tanto la figura de Nielsen como una segunda figura femenina, de imponentes dimensiones, dirigen a Mussolini para dejarlo reducido a mera figura guiñolesca (Figura 3).


Figura 3. Hannah Höch, Roma (1925).

La tensa interacción entre los dos personajes y la forma estética de la composición conectan directamente con el texto de Chirbes. Formalmente, la visión fragmentada que genera la técnica del fotomontaje de Höch es paralela a la desordenada estructura de Crematorio, cuya imitación de una colección de retratos ofrece, colocados uno junto a otro, una visión de la historia española reciente a la manera de un caleidoscopio. Atendiendo a la escena principal del cuadro, la dinámica entre la actriz y el dictador tiene mucho que ver con el juego de reproches que se dirigen constantemente Rubén Bertomeu y su hija Silvia:

Silvia habla poco (nada de retórica) y entre susurros; y yo, que soy bastante duro de oído, sobre todo del oído izquierdo […], tengo que inclinar la cabeza para escuchar las impertinencias no siempre encubiertas que mi hija me dirige, y poner un gesto concentrado, lo cual me resulta particularmente humillante, porque, al inclinar la cabeza, es como si estuviera dándole la razón de antemano.27

Silvia, que trabaja como restauradora, expulsa a su padre del Edén del arte -algo sagrado-, pues ha dedicado su formación como arquitecto a una labor mundana que va destinada a la profanación del espacio urbano: “a Silvia siempre ha parecido darle un poquitín de asco lo que yo he hecho, demasiado ligado a formas rastreras de la economía”.28 Además, la estructura compositiva del texto podría decirse que establece interesantes sinergias con la lógica formal de la pintura de Höch. Aunque Mussolini quede reducido a guiñapo, no cabe duda de que su lugar central en el cuadro, al igual que en la portada, es indicativo de su identificación como figura dictatorial dominante, como también aspira a serlo la figura de Rubén en la estructura narrativa (Figura 4). Expulsar al Mussolini-Bertomeu del texto, entendido como paraíso, implica multiplicar su presencia profanadora por el mismo, entrando en un juego irresoluble de restauración del orden argumentativo.


Figura 4. Cubierta de Crematorio (Barcelona: Editorial Anagrama, 2007).

Es importante hacer mención de las siluetas reconocibles de la ciudad de Roma que aparecen en la obra de Höch, aunque éstas quedaran fuera de la ilustración de portada de la primera edición de Anagrama. Dichas imágenes se ubican en el borde de la composición, volteadas y disgregadas en una suerte de estilo arquitectónico geometrizante, al modo de Giorgio de Chirico, las cuales crean un segundo marco dentro del cuadro. Los elementos que caracterizan aquí a la capital italiana mezclan claramente el componente arqueológico del pasado imperial de la ciudad (restos de pórticos y columnatas), su estatus como centro de la cristiandad (la Basílica de San Pedro) y su creciente reconocimiento como ciudad de renovación, vanguardia y modernidad que, más tarde, se convertiría en campo de pruebas y referente de la arquitectura fascista (las líneas simples que dan forma a arcos, columnas, pedestales, basamentos y calles por las que circulan carruajes tradicionales y modernos automóviles).

Este encuadre de la composición, aunque permanezca fuera de la portada, es relevante para entender Crematorio, puesto que varias de las conversaciones sobre historia del arte y del urbanismo que aparecen en ella se refieren a Roma. Más concretamente, los personajes vuelven a esa ciudad para referirse a su especial configuración como espacio de choque entre lo mundano y lo sagrado, su delicado equilibrio entre lo interno y lo externo, que sirve a Rubén para elaborar lo que podríamos llamar su propia “teología del ladrillo”, discurso con el cual pretende redimir una “cultura del ladrillo” que él mismo instrumentalizó para enriquecerse:

Roma, el viejo avispero que Augusto llenó de ladrillos y mármol: que no se te olvide que el mármol era puro revestimiento, […] y, sin embargo, qué belleza es el ladrillo bien trabajado: resiste el tiempo más que la piedra, es más flexible, se deja moldear, late, y, lo que es aún más hermoso, lleva las huellas de las manos que lo colocaron, lleva incorporada su habilidad, su sabiduría, su alma, tiene alma. Como la carne humana, también el ladrillo está animado por un espíritu que lo habita, y es polvo que vuelve lentamente al polvo, arquitectura que se convierte en geología.29

Esta profunda reelaboración de los códigos de la historia, la teología y la construcción que lleva a cabo Chirbes en su novela, arroja sobre la ilustración de portada de Höch un sentido postsecular que pone en tensión varios significados de lo mundano y lo transcendente: las figuras seculares de la actriz (arte) y del dictador (política) transmutadas en una recreación de la escena sagrada de la expulsión del paraíso eterno; la pretendida secularización del Estado por el fascismo, que se torna en violenta sacralización de la política que integró a la Iglesia católica como aliada; y las sagradas ciencias de la anatomía y la arquitectura profanadas por la perspectiva deformadora del fotomontaje y el collage. Ubicada en la portada de la novela, la composición de Höch abunda en su condición de readymade dadaísta, susceptible de adquirir nuevos significados: en este caso, lo postsecular se construye en forma de advertencia -y la exhortación a expulsar- contra los intentos de una pretendida secularización que, en realidad, esconden nuevas formas de sacralización en la excepción capitalista.

Rafael Argullol, Pasión del dios que quiso ser hombre

Por último, analizaremos el interesante ejercicio intermedial que hace Rafael Argullol en Pasión del dios que quiso ser hombre (2014), un monodiálogo de ensayo-ficción en el cual el autor mezcla la reflexión filosófica y religiosa con la crítica de arte y el relato literario. Está dedicado a “los creyentes en dioses transitorios”, y es una narración híbrida en la que Argullol reafirma su rechazo a la ortodoxia cristiana y reivindica una experiencia personal de la fe, alejada del dogma religioso y que incorpore aquellas formas de “pensamiento sensible” que proporciona el arte,30 de tal forma que su acercamiento a lo sagrado, lo divino y lo transcendente se torna indisociable de aquello que no sólo se piensa, sino que se palpa y se vive.

Argullol plantea estructuralmente su texto a la manera de un díptico. La primera parte, titulada “Relato”, recrea la vida de Cristo según el Evangelio a través de una narración escrita en segunda persona y en presente. Comienza con la escena de la mujer pecadora que besa los pies de Jesús en casa de José de Arimatea y se retrotrae hasta la Anunciación, para trazar desde ahí un relato biográfico que progresa linealmente hasta la Pasión y Resurrección. La segunda parte, titulada “Confesión”, es un relato más breve en el que una primera persona -que se identifica con el autor- repasa su fascinación vital por la figura de Cristo, a la vez que afirma su aconfesionalidad. Tanto el “Relato” como la “Confesión” se caracterizan por contener múltiples referencias a obras -especialmente pictóricas- de la historia del arte occidental que representan la vida de Jesús, y que más adelante recoge en un apéndice titulado “La mentira de los artistas dice la verdad”, para que el lector pueda verlas a medida que avanza por el texto. De este modo, Pasión configura en su conjunto una reflexión sostenida sobre la forma en que el arte visual consigue dotar a lo representado de una dimensión e intensidad distintas a la del pensamiento desnudo de imagen de la teología: “El Cristo de los artistas, aunque continuamente inventado, tiene más verdad que el Cristo de los eruditos. […] A Dios, que no tiene sexo ni vísceras, se llega a través de los conceptos. La mentira de los artistas es más útil, en cambio, para aproximarse a Cristo”.31

La primera parte de esta obra se caracteriza formalmente, como ya mencionamos, por el empleo de la segunda persona en la narración. Tradicionalmente empleada como vehículo expresivo de la experiencia de lo liminar -y, especialmente, de aquella experiencia límite de la muerte, como en Aura y La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, o, en buena medida, en Cinco horas con Mario, de Delibes-, ésta es también la razón de ser de la segunda persona narrativa en la obra de Argullol. Ahí, la enunciación girará en torno a la “monstruosidad [de] un dios metido en la piel de un hombre”, una existencia siempre escindida que demanda compasión y comprensión: “¿Acaso no veis que es un monstruo, el mayor que haya existido, y el destinado a sufrir más que ningún otro? Dejad, pues, que disfrute por un momento del consuelo de unas caricias”.32 Tras esta breve apelación a un “vosotros” lector, la segunda persona narrativa se centrará exclusivamente en dar forma a un protagonista-destinatario transcendente que coloca su mayor anhelo en la posibilidad de una vida y una muerte humanas, en dirección diametralmente opuesta al hombre que aspira a la eternidad: “Ella seca con su larga cabellera tus tobillos, aún húmedos por el agua tibia con que los ha lavado, y luego besa tus pies. ¡Qué escalofrío tan dulce te proporcionan esos besos!”.33 Al repasar la trayectoria vital de un “tú”, tras el cual aparecen siempre mezcladas la figura concreta del Jesucristo histórico y la de un dios abstracto, observamos que la narración consistentemente muestra las imágenes que los pintores de periodos tan distintos como la Edad Media, el Renacimiento, o el realismo decimonónico, han compuesto a partir de los Evangelios.

En la segunda parte del texto, “Confesión”, la narración en segunda persona se abandona en favor de una reflexión que privilegia la trayectoria biográfica del “yo” del autor para manifestar su aconfesionalidad:

No soy cristiano. Pero ya no soy anticristiano como lo fui durante un tiempo como reacción a una herencia espiritual y por la agradable sensación de sentirme no tanto un ateo, algo que nunca he sido, sino un pagano, un hijo de antiguos esplendores quizá únicamente imaginarios. Saturado por la educación cristiana, durante años el cristianismo me pareció un retroceso del espíritu respecto de sabidurías luminosas, como la griega. Después, ya menos excitado, entré en una etapa de indiferencia y finalmente en una, más justa, de respeto.34

Esa trayectoria vital conduce a la elaboración de una teoría sobre el encaje -o falta del mismo- entre lo religioso y lo sagrado (“[n]uestra relación con lo sagrado es demasiado profunda como para ser entregada al abrazo de una religión. […] las religiones tienden a ofrecer soluciones donde yo quiero preservar enigmas”).35 Argullol no se entrega a una actitud de nostalgia ni melancolía, tampoco se decanta por hacer consideraciones de lo social, lo público o lo colectivo desde una perspectiva política, sino que regresa al arte para realizar, en este caso, no una descripción detallada de cuadros concretos, sino para explicitar su teoría del encaje entre el arte religioso y lo sagrado en la época contemporánea.

En línea con lo expuesto a propósito del contenido del libro, la portada de la única edición publicada hasta la fecha (de la Editorial Acantilado, en 2014) muestra un detalle del cuadro Lamentación sobre Cristo muerto (ca. 1490), de Sandro Botticelli (Figura 5). En su conjunto, la composición de Botticelli retrata el dramático instante del Evangelio en que, con el cuerpo sin vida de su hijo colocado sobre su regazo, la Virgen María sufre un desvanecimiento y san Juan apóstol se apresura a sujetarla por detrás, impidiendo que se desmorone la pietà que conforman madre e hijo en el centro de esta escena evangélica. Las figuras de san Jerónimo y san Pablo a la izquierda, y san Pedro a la derecha, observan la escena con comedida compasión, mientras que son las tres Marías (María Magdalena, María de Cleofás y Salomé) quienes concentran el resto del contenido patetismo de la composición. De Magdalena dice el texto de Argullol, al que acompaña la imagen de Botticelli:

Se abraza a tu pecho y junta su cara con la tuya. Te besa los ojos, y luego las mejillas ensangrentadas, y luego los labios. Un beso largo y desesperado. Y tú, desde las sombras, tienes envidia de tu propio cadáver y piensas, sin poder sentirla, en la dulzura de aquellos besos, y en el precioso amasijo de sus cabellos dorados entrelazados con los tuyos, sucios y polvorientos. Todo lo que reúnen los cielos puede ser ofrecido por un solo momento como éste.36


Figura 5. Sandro Botticelli, Lamentación sobre Cristo muerto (ca. 1490).

La portada de Editorial Acantilado se concentra precisamente en este detalle del cuadro de Botticelli, en donde el rostro de María Magdalena, parcialmente cubierto por la cabeza caída hacia atrás del Cristo difunto en primer término, se aprieta frontalmente contra la mejilla derecha de éste. Las lágrimas de Magdalena están a punto de caer sobre el rostro de Jesús y en el gesto de su boca, entreabierta, sólo se pueden intuir en enigmática mezcla el beso en la sien del crucificado y el susurro de una dolorosa oración en su oído. La mortuoria palidez del rostro del difunto, acentuada por el velo transparente que cuelga de la cabeza de Magdalena y con el que rodea la cabeza de éste, contrasta con el rojo de los ojos hinchados, los labios, el cabello y, sobre todo, la túnica de ella (Figura 6).


Figura 6. Cubierta de Pasión del dios que quiso ser hombre (Madrid: Editorial Acantilado, 2014).

La intensa sensualidad trágica del momento retratado condensa magistralmente la tesis que defiende Argullol en su texto. Por un lado, la idea de una “suerte de mística invertida por la que un dios se precipita dolorosa y jovialmente hacia lo humano”37 está presente en la disposición diagonal y la dinámica cíclica que los rostros de María Magdalena (recto) y de Cristo (invertido) generan, en una forma de dualismo de términos opuestos pero complementarios, en el detalle del cuadro que ilustra la portada de la novela de Argullol. Por otra parte, la disposición de los rostros coloca a una misma altura los ojos de uno con la boca del otro (un alineamiento que, además, refuerzan la semejanza del tamaño y el trazo curvo de estas partes del cuerpo), evocando así el interesante diálogo conceptual de raíz neoplatónica entre lo visual y lo verbal, lo sensible y lo intelectivo, que ya adivinábamos en el gesto de la boca entreabierta de Magdalena (beso-oración).

De este modo, se vislumbra la reflexión a la que invita Argullol a lo largo de toda la obra: “Los artistas, mentirosos para los moralistas y nada fiables para los teólogos, me abrían una puerta de acceso diferente. Las imágenes, juzgadas por muchos idolátricas, curvaban los severos ángulos rectos de las palabras”.38 O, en otro momento: “Los artistas han captado la carne del sacrificio de un modo que las palabras, por mucho que se transmitieran con exactitud, no podían hacerlo”.39 Si Mendieta y VanAntwerpen, como veíamos, cifraban lo postsecular en la responsabilidad de traducir a “lenguaje universalmente accesible” todos aquellos elementos del discurso religioso que potencialmente podían llegar a ser considerados como verdad, para Argullol lo postsecular se juega en el ámbito de lo visual y la necesidad de lo sensible.

Conclusiones

Cabe resaltar el hecho de que las tres novelas seleccionadas recurren a la misma lógica de diseño: la reproducción total o en parte de una obra de arte pictórico. En aquellos cuadros donde la cuestión religiosa es más evidente, como el Lamento de Botticelli, el acotamiento de una escena concreta para la ilustración de cubierta vuelve más difusa su identificación con el episodio bíblico: para ilustrar la Pasión de Argullol se elimina toda referencia clara que permita una identificación automática de las figuras de Cristo o Magdalena. Se refuerzan los significados más mundanos de lo corporal y afectivo presentes en la escena (el rostro sin vida del primero, las lágrimas desconsoladas de la segunda) y se prescinde del resto de los participantes en el episodio. Sin embargo, este énfasis en lo íntimo y particular no necesariamente supone una secularización inmanentista de la imagen religiosa: la cubierta de la novela-libro funciona como interpelación a penetrar la novela-texto y entender en qué forma se concibe la “traducción”, que decía Habermas, del exclusivo significado religioso a la reflexión más amplia sobre la universalidad de la imagen.

Esto es parecido a lo que observamos en el caso de la obra de Delibes y el cuadro de La Tour, con la diferencia de que en la portada de El hereje la modulación secular del significado sagrado de la escena del Nacimiento parece existir ya en el ánimo mismo de la pintura. La puesta en valor del significado de lo misterioso se produce a través de la técnica del claroscuro, que adquiere un grado cualitativamente distinto al del mero juego de contrastes cromáticos y lumínicos. La descontextualización de la imagen parecería antitética a la de la condición de necesidad que tiene la detallada y documentada contextualización histórica en una novela como El hereje, pero el objetivo es precisamente trascender el ejercicio erudito para llamar la atención sobre el ejercicio ético.

Por último, la cubierta de Crematorio elimina toda referencia visual a la ciudad santa de Roma que hay en el cuadro original de Höch y se queda con una escena de fuerte significado y estética secular: el fotomontaje, la actriz y el dictador. Sin embargo, la potencia visual de la ilustración estriba en un acto sagrado, la expulsión del Edén. La conjunción de los significados seculares y sagrados en la imagen no sólo problematiza que pueda establecerse una clara separación entre ambas, sino que de algún modo constata que es sólo en este espacio híbrido donde se juega el significado de lo postsecular.


Notas al pie
1

Una extensa base de datos académica de bibliografía sobre el tema, que se actualiza periódicamente, puede encontrarse en “Postsecular Studies”, Literature and Religion. Resources for Academic Inquiry, acceso el 15 de agosto de 2024, https://literatureandreligion.org/postsecular-studies.html.

4

Por razones de precisión terminológica, cabe decir que empleamos aquí el término “portada” no en su segunda acepción según el Diccionario de la lengua española (“Primera plana de los libros impresos, en que figuran el título del libro, el nombre del autor y el lugar y año de la impresión”), sino en la cuarta: “Cubierta delantera de un libro o de cualquier otra publicación o escrito”.

9

Susanna Lee, A World Abandoned by God: Narrative and Secularism (Lewisburg: Bucknell University Press, 2006), 11-13. En el original: “The desire to live in an ordered world and the desire to determine the order of that world clash explosively and thus guarantee the paradoxical nature of what we understand as secularism. […] These extremes, these crises, can be best read through narrative and, more particularly, through the narrator-character relationship. Through that relationship, we see how individuals view the world around them, how they see their role in their own destinies, as well as how they treat each other, and on the basis of what spiritual axioms”. Son mías todas las traducciones al castellano de aquellas obras que aparecen citadas en la bibliografía en su original en inglés o francés.

13

Lieke Wijnia, Beyond the Return of Religion: Art and the Postsecular (Leiden: Brill, 2018), 4. En el original: “Religion and art do not exist in secluded, isolated spaces of artist studios and the private homes of collectors”, y “Instead, the dynamics between religion and art consist of a variety of forms, manifestations, and encounters in both private and public domains”, respectivamente.

17

Esta imagen fue empleada en la portada de varias de las traducciones de la novela a otros idiomas: portugués, O herege (Publicaçoes Dom Quixote, 2001); alemán, Der Ketzer: Roman (Fischer, 2000); inglés, The Heretic: A Novel of the Inquisition (The Overlook Press, 2006). Es también la usada en la edición definitiva de Austral en 2015, con una versión más amplia del cuadro original, en la que sí se ve parte de la mujer del candil. Otras impresiones más recientes emplean ilustraciones distintas, con aproximaciones a otros aspectos que encierra la novela: por un lado, el énfasis en el tapiz histórico-literario de la Valladolid del siglo XVI que hace el sencillo dibujo realista que ilustra la 10a. edición —aniversario— en Ediciones Destino; por otro, el acento en la violencia del auto de fe final que hacen tanto la edición de Austral, con prólogo de Javier Pérez Escohotado, a través del dibujo de unas llamas con formas geométricas en dos colores simples (rojo y blanco), como la edición en Destino publicada a raíz de la conmemoración del centenario del nacimiento del autor y con prólogo de Víctor del Árbol, con un diseño contemporáneo de lo que parece un cadalso o quemadero humeante, con manchas de sangre entre arcos de medio punto, en una combinación de tres colores (azul, rojo y crema).

19

Christopher Wright, Georges de La Tour (Oxford: Phaidon, 1977), 11. En el original: “In this one picture, and this alone, La Tour has entered another world. It is the hieratic world of the middle-ages, of Gothic sculpture, of the superstitious image, except that the paraphernalia of religion for the illiterate has been removed. […] La Tour has become totally inscrutable. […] From an intellectual point of view, the picture refuses to reveal its meaning. The assumption that it is the Virgin and the Child is reasonable, but no religious symbol is included. La Tour eschewed the clutter of his time, when every saint waved or wore advertisements of his virtue or method of martyrdom. Instead he created a timeless Nativity”.

20

Olivier Bonfait, Anne Reinbold y Béatrice Sarrazin, L’ABCdaire de Georges de La Tour (París: Flammarion, 1997), 92. En el original: “ce jeu de clair-obscur […], à lui seul, sacralise la scène. Car rien ne semble indiquer que ces trois personnages correspondent à la représentation de saint Anne, la Vierge et l’enfant. Aucun élément du décor, aucune auréole ne désignent leur caractère sacré. […] La Tour ne se contente-t-il pas de traduire cet événement primitif qu’est la naissance, qui incite les deux protagonistes à méditer sur le mystère de la vie, sur le destin de l’enfant et, dans un sens plus général, sur la destinée humaine?”.

25

Portadas subsiguientes se han centrado específicamente en retratar la cuestión relativa a la corrupción urbanística y el turismo, asuntos que, aunque son clave en Crematorio, no deben eclipsar la profundidad y complejidad del planteamiento tanto estético como político que hace Chirbes ahí.

32

Ibid., 7. El énfasis es mío.

38

Ibid., 48. El énfasis es mío.

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