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¿De la milicia a la cautela?Christus en la encrucijada española (1936-1939)


From Militia to Caution? Christus at the Spanish Crossroads (1936-1939)

Rodrigo Ruiz Velasco Barba*

* Universidad Panamericana, Instituto de Humanidades, Ciudad de México. México. rruizv@up.edu.mx, https://orcid.org/0000-0002-8050-6970



Resumen

En un marco de tensión acumulada entre la Iglesia católica y el Estado mexicano, la Guerra Civil española colocó al clero mexicano ante una encrucijada. Este artículo muestra las posturas que en Christus, revista al servicio del episcopado mexicano, fueron expresadas respecto al conflicto peninsular. Puede apreciarse desde el comienzo una clara simpatía hacia la rebelión cívico militar. Asimismo, este escrito pretende reflejar los motivos de tal posicionamiento y el porqué de algunos cambios en su tesitura entre 1936 y 1939. La visión que Christus proyectaba respecto a la lucha en España permite acaso vislumbrar, con el correr de los años, que el discurso católico militante tuvo que contenerse en algún grado, quizá para no comprometer la conciliación entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno del general Lázaro Cárdenas.



Abstract

Amid accumulated tensions between the Catholic Church and the Mexican state, the Spanish Civil War placed the Mexican clergy at a crossroads. This article presents the positions expressed in Christus, a magazine serving the Mexican episcopate, regarding the peninsular conflict. A clear sympathy for the civil and military rebellion was evident from the beginning. Additionally, this paper aims to reflect the motives behind this stance and the reasons for changes in its position between 1936 and 1939. The vision projected by Christus regarding the struggle in Spain suggests that, as the years went by, the militant Catholic discourse had to be contained to some degree, perhaps to avoid compromising the reconciliation of the ecclesiastical hierarchy with General Lázaro Cárdenas’s government.

Recepción: 21.03.24 / Aceptación: 10.05.24

biblio07.Sep.24; 7(2)

Palabras clave: Catolicismo mexicano, prensa católica, Guerra Civil española, hispanismo, conflicto Iglesia-Estado.
Keywords: Mexican Catholicism, Catholic press, Spanish Civil War, hispanism, Church-State conflict.

Se puede decir que si los obispos fueron cautelosos, en su fuero interno, debieron sentir, como los laicos, que el bando nacionalista era el suyo, que compartían la identificación de la jerarquía española a la “cruzada” de Franco; si los amigos de mis enemigos son mis enemigos, los republicanos españoles, apoyados por el gobierno cardenista, tenían que ser los enemigos de la Iglesia mexicana, como lo eran de la Iglesia española.
Jean Meyer1
Os envío como ovejas en medio de los lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.
Evangelio según San Mateo 10:16

Introducción

Desde que en julio de 1936 se produjo en España una rebelión cívico-militar contra el gobierno republicano del Frente Popular, diose un conflicto destinado a atraer las miradas de buena parte del mundo. No sólo atrajo los ojos curiosos y vigilantes de prensa e intelectuales en los cinco continentes, sino que también suscitó, como es bien sabido, la intervención armada de organizaciones internacionales y regímenes extranjeros. Tanto la sociedad como el ejército y las organizaciones políticas españolas se dividieron en pie de lucha. Los gobiernos de Italia, Alemania y Portugal apoyaron la sublevación liderada por el general Francisco Franco2 y, por otro lado, organizaciones revolucionarias de carácter internacional, junto con los gobiernos de México y la entonces Unión Soviética, favorecieron la dirección del frente-populista encabezado por Manuel Azaña.3

A primera vista, puede causar alguna extrañeza que uno de tantos gobiernos mexicanos, históricamente poco o nada afectos a las aventuras exteriores, más bien de tiempo acá firmes defensores de la política de no intervención, bajo la Doctrina Estrada, hubieran proporcionado, sin renunciar a ese mismo argumentario, el apoyo político, militar y propagandístico que estaba dentro de sus posibilidades brindar a un gobierno al otro lado del Atlántico. La historia de las relaciones entre España y México, conflictiva, con sus vaivenes, abría entonces un capítulo muy particular.4 En la historiografía y la cultura escrita, los motivos de este apoyo al frente-populista usualmente oscilan entre la afinidad ideológica y las apelaciones a una defensa romántica de la justicia y del derecho internacional.5 Una explicación alternativa aduce que Cárdenas habría ayudado al gobierno republicano del Frente Popular para frenar a la local oposición de derecha en ascenso, haciéndola caer en el descrédito dentro de una batalla cultural donde fuera identificada con los sublevados en España. Es decir, como epígono del “fascismo” en combate contra la “democracia”. Así, al defender al gobierno republicano español, Cárdenas también habría protegido y apuntalado a su propio régimen.6

Se puede deducir que, en efecto, en México no hubo consenso sobre la cuestión española. El gobierno cardenista, aliados y organizaciones de masas en su órbita, esto es, principalmente el Partido Nacional Revolucionario (a partir de 1938, Partido de la Revolución Mexicana), la Confederación de Trabajadores de México, la Confederación Nacional Campesina o el Partido Comunista Mexicano defendieron una postura favorable al Frente Popular español. A contracorriente, los movimientos opositores, tanto los de la llamada “derecha secular” como la “derecha religiosa”,7 tendieron a manifestar su simpatía por los insurrectos. Esto atañe a organizaciones en la estela de la Acción Revolucionaria Mexicanista, la Confederación de la Clase Media, la Unión Nacional Sinarquista e incluso a grupos preparatorios de lo que posteriormente cuajaría en el Partido Acción Nacional, fundado en 1939.8

El historiador José Fuentes Mares en su día aseveró que “en México la guerra polarizó pasiones como si la sangre brotara de un mismo cuerpo herido; como si los brazos que allá se levantaban amenazantes, con la palma abierta o el puño cerrado, agitaran aquí las conciencias adormecidas”, a tal punto que “durante largos tres años fue México el escenario ultramarino de la guerra, como si el conflicto nos volviera españoles de pronto, depositarios de responsabilidades compartidas”.9 Este juicio no provenía únicamente de la erudición del escritor chihuahuense, sino de sus vivos recuerdos de juventud.10 Un claro reflejo de la polarización que sufrieron la sociedad y las fuerzas políticas mexicanas con relación a la Guerra Civil española, lo podemos apreciar en la prensa y en los posicionamientos de los llamados intelectuales.11 Como es natural, los rotativos dependientes del Gobierno o de sus aliados coyunturales fueron plataformas de noticias y opiniones favorables al Frente Popular. Cabe aquí considerar, principalmente, a El Nacional, El Popular y La Voz de México, publicaciones que mantuvieron sin fisuras una línea editorial proclive al gobierno republicano de Madrid, luego trasladado a Valencia.12

Sin embargo, los periódicos que no estaban subordinados a la política gubernamental pusieron en circulación discursos contrapuestos sobre la Guerra Civil española, incluso, en algunos casos, fueron unívocamente partidarios del alzamiento.13 Piénsese, entre los primeros, en los diarios capitalinos Excelsior y El Universal, o en la revista Hoy, de los primos tabasqueños Regino Hernández Llergo y José Pagés Llergo. Otros se identificaron apasionadamente con los insurgentes, cabe remembrar las revistas Sinarquismo y Lectura, esta última de Jesús Guisa y Azevedo,14 o el semanario La Reacción (?) fundado por Aquiles Elorduy. Un público atento fue fiel testigo de la confrontación que, a propósito de la contienda española, ocupó amplios espacios en la prensa mexicana, la cual, en ocasiones, alcanzó un alto grado de agresividad y violencia verbal. Los paladines que entonces subieron a la palestra se hallaban entre lo más granado de la cultura mexicana, o comenzaban su tránsito hacia los lauros y la fama. Como mera ilustración, una selección a dos columnas podría incluir a personajes como Daniel Cosío Villegas, Vicente Lombardo Toledano, Octavio Paz, Carlos Pellicer, Alfonso Reyes y Diego Rivera, del lado frentepopulista, en tanto que Federico Gamboa, Jesús Guisa y Azevedo, Alfonso Junco, Gerardo Murillo, Carlos Pereyra y José Vasconcelos figurarían en la orilla opuesta.15 En las últimas décadas, creo, se ha ido desenterrando de a poco este antes soterrado episodio en la historia de las ideas.16

Uno de los aspectos que prometen una mayor trascendencia y cuyo estudio ha sido todavía insuficiente es el de la Iglesia católica en México, y me refiero tanto al clero y su jerarquía como a los seglares. No hace demasiado tiempo, el célebre historiador Jean Meyer había detectado esta laguna.17 En cambio, mucha tinta ha corrido en relación con el conflicto entre la Roca y el Leviatán, la Iglesia y el Estado en este país. Esa tensión, eje de nuestra historia, proporciona el marco general sin el que es imposible comprender las actitudes eclesiásticas entre 1936 y 1939. En el primer tramo del siglo XX, la Revolución mexicana desencadenó el periodo de colisión máxima por el proceso de secularización, cuando los preceptos anticlericales de la Constitución de 1917 fueron reglamentados y llevados al terreno de su aplicación concreta por las autoridades civiles -federales, estatales y municipales-, con el impulso decisivo del gobierno encabezado por el sonorense Plutarco Elías Calles. La persecución religiosa que desde entonces alcanzó renovado brío tuvo como consecuencia la conocida guerra cristera, que inició en 1926 y culminó con los llamados arreglos de junio de 1929.18 Este conflicto religioso tampoco puede abocetarse si se obvia que el episcopado se halló fracturado en cuanto a la forma de encarar el desafío gubernamental. Frente a los intransigentes -ora fueran favorecedores de la resistencia a ultranza y pacífica, ora de la vía armada-, la línea de los prelados partidarios de un acomodo prevaleció a la postre, con el concurso de la National Catholic Welfare Conference de Estados Unidos y con la venia romana, conduciendo a un modus vivendi (o moriendi para otros) sin garantías sólidas para el desenvolvimiento de la Iglesia católica, de su misión espiritual y social. Tal fue el contexto de los años 30, una década donde entre los mismos prelados que fueron artífices de los arreglos existió, por lapsos, la impresión de que la situación de la Iglesia católica era incluso peor que en 1926.19

Pese a que durante los años 30 siguieron dándose brotes de guerrilla cristera -la llamada “segunda”, o “albérchiga”-, fueron menos relevantes y numerosos que los de la década anterior. A ello contribuyó que la postura episcopal fuera, de manera más consistente, condenatoria de tales alzamientos, y también a que fueran irguiéndose otras formas de intransigencia católica que pregonaban maneras de resistencia distintas de la inmediata vía armada, como la sociedad secreta llamada Legiones, de Manuel Romo de Alba -de la que surgiría luego el movimiento sinarquista-,20 o la misma Acción Católica que, bajo el control de los obispos, se enfocaba en el terreno social y abandonaba toda posibilidad de violencia, a la vez que una abierta política partidista de tipo confesional. En el proceso de enfriamiento de la persecución religiosa y desmontaje de la beligerancia católica mexicana, la Iglesia católica en Estados Unidos -a través de la Nation Catholic Welfare Conference, cuyo secretario era el sacerdote paulista John Burke- desempeñó un importante papel, entre otras cosas consiguiendo la intervención, como protesta indirecta, de la Casa Blanca, que por aquellos días alojaba al presidente Franklin Delano Roosevelt.21 Tal fue el contexto donde comenzó a darse una distensión paulatina en las relaciones Iglesia-Estado, bien entrado el segundo lustro de los años 30. A la sazón, comenzaba a perfilarse el llamado modus vivendi que no se había cristalizado en 1929, pero que finalmente llegaría hacia 1938. En este contexto sucedió la Guerra Civil española, y las interrogantes que formulamos tienen que ver con las reacciones mexicanas: ¿cuáles fueron en México las actitudes de obispos, clero y laicos ante la Guerra Civil española?, ¿a qué motivos o argumentos apelaron para justificar su postura? Para ayudar a encontrar una respuesta fueron consultados los ejemplares de Christus entre 1935 y 1939.

Señas de Christus

Nació en diciembre de 1935 como una revista mensual -según la carta bendición a los editores, extendida por quien a la sazón fuera el arzobispo de Michoacán y delegado apostólico de México, Leopoldo Ruiz y Flores- “dedicada exclusivamente al Clero de la República”. El propósito fue proveer “instrucción en todos los ramos propios del eclesiástico” y animar “el estudio o el recuerdo de tantos puntos interesantes para la propia santificación, para el fructuoso ejercicio del ministerio y para común edificación”. Después de los arreglos de 1929, en México era necesario cerrar filas en torno a las bases doctrinales y pastorales en consonancia con las orientaciones vaticanas, preservando la unidad de los católicos mexicanos. Esto exigía, entre otras cosas, no cuestionar dichos acuerdos y contribuir a que la Acción Católica -“la participación de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia”, como la definiera el sumo pontífice Pío XI- sirviera de ariete en la estrategia eclesiástica, en tensión con las fuerzas secularizadoras dueñas del poder estatal y capaces de disputar a la Iglesia el campo social.22 El prelado citado -hombre clave en los mencionados arreglos- sintetizó en bella frase el propósito al que debería servir Christus: “La santidad nos hará dignos del martirio, la ciencia nos hará dignos del apostolado; la época en que vivimos pide mártires apóstoles”.23

Refrendando lo anterior, según uno de los colaboradores asiduos de Christus, el propósito de la revista fue “ayudar en cuanto esté en su mano a la cultura de nuestro clero”.24 Una acción congruente con lo que, al cabo de muy poco tiempo, declarase el propio Pío XI en su encíclica Firmissimam constantiam -desde luego publicada en la revista-, quien anotó como medios prioritarios para la restauración cristiana en México “la santidad de los sacerdotes” y “una formación de los seglares tan apta y cuidadosa que los haga capaces de cooperar fructuosamente al apostolado jerárquico”.25

Dado que el destinatario de Christus fue fundamentalmente el clero mexicano, resulta pertinente ofrecer alguna cifra de los sacerdotes católicos con esa nacionalidad a la fecha de aparición de sus primeros números. El historiador Roberto Blancarte recoge el dato ofrecido por el mismo episcopado mexicano en carta a sus hermanos de diversas naciones, de donde se sigue que en toda la república mexicana sólo había 197 sotanas autorizadas por el Gobierno.26 En cambio, Jean Meyer refiere que en 1936, meses más tarde, eran 305 los sacerdotes que podían ejercer dentro de la legalidad en el país.27 Cabe suponer que los hubiera al margen de los registros oficiales, y habría que añadir a los que se encontraban en el extranjero, junto con los que se hallaban preparándose para serlo en seminarios como el de Montezuma, Estados Unidos.28 Por otro lado, entre los radicados en las diversas diócesis, hay noticia de suscripción plena, como es el caso de Colima.29 Un editorial al tercer año de andadura de Christus señalaba que era la “Revista Oficial de diez y siete Diócesis y general de toda la República”.30

El historiador Guillermo Zermeño observó en su momento que Christus fue un “órgano oficial del Episcopado Nacional” -se presentaba, agrego yo, con la bendición del Venerable Comité Episcopal del Episcopado Mexicano- y que su redacción y administración estuvieron fundamentalmente en las manos de jesuitas e integrados en “la Obra de la Buena Prensa”, dirigida por el padre José Antonio Romero.31 Como lema de esta publicación periódica, se leía en su cubierta: “Omnia et in omnibus Christus”. A la sazón, figuró como director de la revista monseñor Gregorio Aguilar,32 y como jefe de redacción el presbítero Luis Flores Ramos. El editor gerente fue Alfonso González Quiroz. Las oficinas de la redacción y administración se hallaban en la calle Donceles, número 93, en la Librería Guadalupana del centro de Ciudad de México, entonces Distrito Federal.33 Con todo, según se sigue de lo anunciado por la misma revista, su eco traspasó las fronteras nacionales, por lo que recibió elogios de los episcopados del resto de Hispanoamérica.34

Colaboradores consuetudinarios fueron, entre otros muchos, Francisco Arriba, Rafael Dávila Vilchis, Ignacio López, Eduardo Iglesias, Rafael Plancarte Igartúa, José González Brown, Vicente González, O. S. B., Jesús García Gutiérrez, Ezequiel de la Isla, Juan Ortega Uhink, Guillermo Prieto-Yeme, José Antonio Romero, Joaquín Sáenz y Arriaga, Héctor Secondo y Miguel Socorro. Entre otros más esporádicos aparecieron también escritores connotados como Ángel María Garibay, Alfonso Junco, Octaviano Márquez, Gabriel Méndez Plancarte y los jesuitas José Bravo Ugarte, Jaime Castiello, Mariano Cuevas, Daniel Olmedo y Enrique Torriella. En la estructura de la revista se distinguieron, de forma variable, secciones como Curia Romana, Documentos Diocesanos, Documentación Civil, Liturgia, Acética, Catequesis, Casuística, Consultas, Predicación, Acción Católica, Dogmática, Información. Por el Extranjero, Sociología, Estudios Históricos y, como postre, Bibliografía, con las reseñas de libros.35

Al fundarse la revista, se publicaban declaraciones de la jerarquía eclesiástica que denunciaban el estado de persecución que sufría la Iglesia en México,36 y se pedía al mandatario, dentro de la legalidad, la derogación de “las leyes contrarias a la libertad religiosa”.37 Al iniciar el segundo lustro de los años 30, ya bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, la persecución religiosa en su versión radical todavía se hallaba presente en la república mexicana, especialmente en algunas regiones. En Chihuahua, por ejemplo, el obispo protestaba contra un decreto del congreso estatal que, en abril de 1936, limitaba a uno el número de sacerdotes autorizados para toda la entidad;38 luego, en julio de 1937, una Instrucción Pastoral alzaba la voz contra un nuevo decreto de la Legislatura del Estado que fijaba en cinco los sacerdotes autorizados para ejercer su ministerio, en una diócesis de 245,000 kilómetros cuadrados y con aproximadamente 600,000 habitantes de los cuales 98% se estimaba que fueran católicos.39 La confrontación con el Estado y las ideologías revolucionarias era bien visible en aspectos como la educación. Eran años en que arreciaba la indignación por la educación sexual y socialista, por lo cual en Christus se dejaba ver, en palabras del arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, “la amargura que todo corazón tiene que sentir al contemplar a la niñez mexicana en manos de maestros ateos”.40 Asimismo, puede advertirse en sus páginas la intención de influir en la clase trabajadora, con la propuesta de la doctrina social católica como sana respuesta al sindicalismo revolucionario.41

Es bien palpable en los contenidos de la revista su refutación y condena sistemática del socialismo y del comunismo.42 En ella se publicó la encíclica Divinis Redemptoris, donde el comunismo fue reprobado sin paliativos por el pontífice al llamarle “intrínsecamente perverso”.43 En sus páginas tuvo espacio una Carta Pastoral Colectiva de enero de 1936, encabezada con la firma de Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia y delegado apostólico, donde se establecía que “ningún católico puede ser socialista” si con esto se entiende el desconocimiento de los derechos de Dios y su Iglesia, así como el derecho natural.44 Inclusive, en Christus había espacio para las voces de obispos como José de Jesús Manríquez y Zárate de Huejutla -cuya obstinada intransigencia (a la sazón seguía apoyando la resistencia armada desde el exilio) había ido a contracorriente de la moderación impuesta y dominante-, para quien en México (mayo de 1936) estaba vigente un sistema “antisocial, que amenaza acabar completamente con nuestra antigua propiedad y sumergirnos en un caos insondable de todos los infortunios”. Dicho estado de cosas, contemporáneo del cardenismo, no era otro que el comunismo, que, según esta publicación, “es odio a Dios, enemigo de la propiedad privada y jurado adversario de la familia”. Alertaba el prelado a las naciones latinas del sur sobre que, en México, “Moscú ha asentado su inmunda planta en tierra de Colón” y era necesario, so pena de ser los próximos en caer, sacudirse la anterior indiferencia y auxiliar a su “hermano mayor”.45

En una hoja anexa a un ejemplar de Christus se promocionaba, en ese sentido, el libro El socialismo, del mismo prelado, con una frase que sintetizaba el porqué: “para conocerlo a fondo, para defenderse de él, para poderlo combatir, para salvar a nuestra Patria…”.46 Es sugerente que los escritos de los obispos más irreductibles y favorecedores de la defensa armada, postergados por la postura conciliadora, continuaban siendo publicados, promovidos y en ocasiones explícitamente aprobados por Christus en algún aspecto, sobre todo cuando se trataba del anticomunismo. El comunismo, para lo que se esgrimía como ejemplo a la Unión Soviética, era considerado un enemigo de la religión, de la familia y de la propiedad. Por tanto, se advertía que ningún católico podía pertenecer al Partido Comunista ni simpatizar con su programa.47 No era para menos. En Christus se ofrecieron balances respecto a la persecución religiosa en Rusia, con estadísticas que reflejaban una drástica disminución del clero católico.48

La idea de que México era presa del comunismo moscovita durante el sexenio cardenista parece haber sido también secundada por autores extranjeros que fueron publicados en Christus. Así puede verse en un artículo firmado por el jesuita Sebastián Tromp, profesor de Teología en la Universidad Gregoriana, acogido en la revista como artículo editorial: “También hay razón para preguntar, si en los dominios de México, y en algunos de España, el gobierno que llaman legítimo es realmente el régimen de la nación misma y no más propiamente un instrumento de la república soviética”.49 Nótese que España acompañaba a México como objetivo comunista, en consonancia con las preocupaciones del papa, que con Rusia completaba un triángulo capaz de saltar todas las alarmas.

El anticomunismo recurrente en Christus no significa que hubiere aceptación acrítica del capitalismo liberal. Siguiendo las enseñanzas del papa Pío XI, también el “capitalismo caduco” era denunciado y condenado por sus “injusticias sociales, la explotación infame de los trabajadores, la concentración de los valores industriales y financieros en las manos de unos cuantos, la especulación inmoral, los abusos de las grandes Compañías y capitales sociales, las crueldades inhumanas de la presente economía”.50 Sin embargo, es posible entrever que, al lado de las críticas al comunismo, el señalamiento de los errores del capitalismo quedaron relegados a segundo plano durante este periodo.

Es conveniente también reparar en que los escritores de Christus echaron mano de todo cuanto pudieron aprovechar en su campaña anticomunista. En una reseña del jesuita Jesús García Gutiérrez, la crítica antibolchevique que hiciera Joseph Goebbels -ministro de propaganda nazi- fue recogida favorablemente al vislumbrar la contradicción entre teoría y práctica del comunismo soviético.51 Sin embargo, a mi juicio, sería llevar demasiado lejos este dato si lo tradujéramos como una implícita conformidad con la ideología nacionalsocialista. Sobre este tema, Roberto Blancarte ha comentado que los católicos no tuvieron un juicio unánime hacia el nazismo y que, incluso en Christus, para lo cual cita un artículo de 1940, circularon escritos más o menos benevolentes hacia ese movimiento e ideología.52 Si me sujeto a lo publicado en esta revista, desde su aparición hasta 1939, el nacionalsocialismo alemán resultó con frecuencia objetado y censurado. En sus páginas fue publicada la encíclica Mit brennender Sorge (1937), donde el pontífice Pío XI advirtió sobre algunos errores principales en la ideología de Hitler.53 En Christus se citaron las palabras de Eugenio Pacelli, ya como el papa Pío XII, del 3 de mayo de 1938, cuando Hitler era recibido en Roma: “Cosas tristes, tristísimas acontecen lejos y cerca de nosotros. Y entre ellas vemos que no ha parecido fuera de lugar ni intempestivo enarbolar en Roma, el mismo día de la Santa Cruz, otra cruz que no es la de Jesucristo”.54 Clara alusión a la esvástica.

La información sobre asuntos extranjeros que proporcionaba la revista, a través de redactores como el jesuita Héctor Secondo, parece subrayar una política vaticana autónoma que se deslindaba de Hitler y Mussolini.55 Asimismo, Christus compartió con sus lectores el aviso lanzado por la Congregación de Seminarios y Universidades en la forma de un documento emanado del Instituto Católico de París, cuyo rector entonces era el cardenal Alfred Baudrillart. En cualquier caso, la prevención iba principalmente dirigida contra los postulados racistas del nazismo.56 En esta misma dirección, la revista dio a conocer, íntegra en dos partes, la Carta Pastoral del Episcopado Alemán, reunido en Fulda el 19 de agosto de 1938, de donde no se seguía sino la contradicción entre el Estado nacionalsocialista y la Iglesia católica en Alemania: de un lado estaba “el Dios de la raza” y del otro “el Dios de los cristianos”.57 En torno a la figura concreta de Adolfo Hitler, el sacerdote Miguel Socorro admitía que “no se puede negar el genio”, pero se le consideraba por aquellos tiempos “cegado por el éxito” y, de seguir por ese sendero, destinado al fracaso por su soberbia.58 Como ha reflejado el historiador John Lukacs, la creencia en ciertas dotes de Hitler no era un juicio inusual en aquella época, “la lista de personas […] es larga” e incluye escritores y artistas “incuestionablemente contrarias al totalitarismo” como Jules Romain, en 1934, o André Gide, en 1940.59

Así como el comunismo y el nazismo eran rebatidos, resultaba alabado “el sistema democrático corporativista” que se había erigido en Portugal de la mano de Antonio de Oliveira Salazar, el cual, de acuerdo con el jesuita inglés Michael Kenny, traducido por Bernardo Samperi, habría traído “paz, orden y prosperidad cristianos” en una “pacífica y bienhechora revolución” muy “digna de ser conocida”.60 En esta línea, el jesuita Héctor Secondo describía una república portuguesa que en 1911 se hallaba al borde del colapso, lastrada por la masonería, que había logrado recuperarse gracias “a la energía de un católico, el señor Oliveira Salazar”. El deseo final de Secondo no arrojaba dudas sobre lo que, a su entender, podía significar la experiencia portuguesa para otra república donde la masonería ejercía una notabilísima influencia, como era la mexicana: “¡Que Dios conceda a nuestra Patria un Salazar!”.61

En relación con la política mexicana y la situación pedregosa atravesada por la Iglesia, es claro que en Christus se aceptaron los arreglos de 1929, impuestos por los partidarios del posibilismo y la conciliación. En este tenor, es sugerente que los acuerdos fueran defendidos, al tiempo que se reconocía el acierto y la prudencia de los prelados participantes. Pese a que, como se ha manifestado, en Christus mantuvieron cierta presencia los obispos que, en la orilla contraria, destacaron por su intransigencia e inclusive por su apoyo al movimiento armado de los cristeros, en sus páginas se dejaba ver su oposición a la reanudación de la violencia antigubernamental. En abono de estas observaciones pueden considerarse las circulares emitidas por varias diócesis, donde se puede leer que un libro como La guerra sintética de Jorge Gram, seudónimo del sacerdote David G. Ramírez, fue no sólo desaconsejado, sino terminantemente prohibido.62

Estalla la Guerra Civil española

La relación de Christus con la Guerra Civil española es casi coincidente con el cambio en el primado dentro de la jerarquía mexicana. Todavía en el mes de julio de 1936 se publicaban las circulares de distintas diócesis, relativas a las honras fúnebres por el eterno descanso del arzobispo de México, Pascual Díaz y Barreto, “nuestro Padre y Pastor inolvidable”, cuyo deceso había ocurrido apenas el 19 de mayo. Provisionalmente, la vacante de la Arquidiócesis de México fue ocupada por Maximino Ruiz y Flores, hasta la exaltación del obispo auxiliar de Michoacán, Luis María Martínez y Rodríguez.

En una de las primeras referencias que se pudieron leer en Chistus acerca de los acontecimientos que, desde julio de 1936, acaecieron en la península ibérica, se aseveró, en la sección Información. Por el Extranjero, que estaba en marcha una revolución social “so pretexto de aplastar el movimiento militar o fascista”. Llamaban la atención sobre las “huestes rojas” que estaban siendo armadas desde el poder y más tarde podrían con ese arsenal volverse contra el propio gobierno republicano, para llevar adelante su programa radical. En el trance, se afirmaba que España “se encuentra en este terrible dilema: o el fascismo, el único que puede restaurar actualmente el orden social en España, o el comunismo, con sus desastrosas consecuencias”. Ya desde entonces se decía que se estaba produciendo, bajo la batuta de anarquistas y comunistas, especialmente en Cataluña, una persecución religiosa que incluía el asesinato de “sacerdotes, monjas y capitalistas”, y que las milicias revolucionarias violentaban “los conventos, las iglesias y las residencias de los ricos que residen en esa región autónoma”.63

En un comienzo, pues, probablemente bajo el influjo de la prensa internacional, al parecer se colaba la versión de un levantamiento fascista, junto con la represión de una Iglesia católica en contubernio con los ricos. Fue el tema de la persecución religiosa el que más realce obtuvo desde un comienzo. Esto conllevó la denuncia de las milicias frente-populistas. El relato de los desmanes anticlericales fue hilvanándose progresivamente, con el paso de las primeras semanas del conflicto, en parte por las revelaciones de las agencias cablegráficas de noticias: “De día en día se van descubriendo mejor los atroces crímenes de los rojos y ultra-rojos contra los sacerdotes y religiosos”. Así, desde agosto se aseguraba que el obispo de Cuenca había sido ejecutado junto con varios seminaristas, y que el arzobispo de Valladolid, luego de caer cautivo, había logrado salvarse de la matanza, milagrosamente. El balance hasta entonces era, según se decía, que “seis han sido los prelados asesinados”.64

El jesuita Ignacio López, a cargo de redactar la misma sección, divisaba un “resurgimiento español” en el levantamiento de los “nacionalistas, diametralmente opuesto al terrorismo infernal que predomina” en las ciudades ocupadas por los frente-populistas. Para demostrar el espíritu del alzamiento, se citaba al periódico pamplonés El Pensamiento Navarro. El movimiento era, según se declaraba, contra la masonería, el socialismo y el liberalismo, y estaba bajo el amparo del arcángel San Miguel. Asimismo, se citaban, y acaso con implícita aprobación, los discursos del general Emilio Mola, protagonista del alzamiento cívico-militar, de donde se seguía que su movimiento tenía un carácter preventivo, ante una inminente revolución comunista. Eran recogidas las palabras de indignación, “como militar español y como católico”, del general Mola ante las destrucciones provocadas por los rojos en la Basílica de El Pilar. El ignaciano aseguraba que los sublevados ganarían la guerra, pero que acaso tomaría más tiempo del esperado. “Es una verdadera guerra de cruzada por la independencia espiritual de España”, decía convencido. Las simpatías estaban con los requetés, soldados del ejército regular y falangistas, cuya prensa también era recogida resaltando todo lo que hubiere en palabras y actos de talante religioso.65

Por la información publicada en números posteriores, podemos saber que las primeras reacciones de la Iglesia católica en México fueron tempranas. Así, por ejemplo, en Guadalajara el 21 de agosto, el arzobispo José Garibi Rivera emitió una circular recomendando a todos los fieles que “oren para obtener la paz de España, desgarrada actualmente por sangrienta contienda”, y en otra circular más tardía el mismo prelado profería como un deber de su rebaño ayudar a España con sus plegarias, “cuyos antepasados nos trajeron junto con la civilización y la cultura, la doctrina Salvadora de Cristo Nuestro Señor, por medio de sus abnegados misioneros”. Con este propósito, en todos los templos de su jurisdicción fueron celebrados triduos solemnes y misas votivas pro re gravi, en los días prestablecidos.66

En la arquidiócesis de Monterrey, el día 28 de agosto el arzobispo José Guadalupe Ortiz y López expidió otra circular en la que ordenaba a sus párrocos, “para rendir a España la gratitud que como católicos y como ciudadanos le debemos, con motivo de la guerra civil que se libra en aquella Nación”, celebrar misas pro pace, junto con el mayor número de comuniones y letanías de los santos.67 En la diócesis de Tacámbaro, con la firma de su obispo Manuel Pío López Estrada y fecha del 26 de agosto de 1936, se expidió la circular número 13, donde se reconocía que dados “los lazos que nos unían con la Madre Patria” era pertinente implorar “para ella los dones de la Misericordia Divina”. Además, se afirmaba que en el pasado la Iglesia en España había elevado sus oraciones en favor de la nación mexicana cuando ésta atravesaba tiempos difíciles, por lo que tocaba a la sazón “corresponder de igual manera, verificándose así entre nosotros la consoladora verdad de la Comunión de los Santos”. Para ello se emplazó en la diócesis, el próximo 8 de septiembre, “festividad de Covadonga, a implorar de Dios N. S. las gracias y bendiciones sobre España”.68

En Michoacán, el 28 de agosto de 1936, la circular número 7, tras recordar “los vínculos especiales que nos unen con España” y “el deber que tenemos de implorar a Dios el remedio de los males que aquejan a aquella gloriosa Nación”, ordenaba a los sacerdotes que alentaran a los fieles para que ofrecieran comuniones y sacrificios con esa intención. Asimismo, se convocaban “semanas de oración y penitencia por España”, con preces públicas y comunión general, junto con el establecimiento del 24 de septiembre como “consagrado a pedir por España, en la forma que los Párrocos y Vicarios Fijos lo crean más conveniente”. La circular estaba firmada por Luis María Martínez, entonces arzobispo titular de Mistia, y por el vicario general, Juan B.69 Otra circular, expedida en la diócesis de Tepic en octubre de 1936 por orden del obispo Anastasio Hurtado y Robles, recomendaba a la grey que, como prueba de gratitud orasen por España, máxime que en tiempos pretéritos, de persecución para la Iglesia en México, había sido su hermana española quien “brindó generosamente asilo y formación a muchos sacerdotes”.70 De modo semejante también se pronunció, solicitando oraciones “por la salvación de España”, desde la diócesis de Tulancingo, el obispo Luis María Altamirano y Bulnes.71 Avanzado el conflicto, en la diócesis de Tehuantepec se llegó a autorizar que las Congregaciones Marianas celebraran “actos de desagravios por los acontecimientos de España”, e incluso se aprobó, con la venia del obispo Jesús Villarreal y Fierro, la realización de una colecta, “en objetos de culto y moneda, para subvenir a las necesidades religiosas de la misma España”.72

Fue el arzobispo de Durango, José María González y Valencia, quien, parece ser, antes que nadie en cuanto a lo recogido en Christus, se explayó sobre los acontecimientos peninsulares en una “Carta Pastoral” exclusivamente dedicada al efecto. Debe tenerse en cuenta que este arzobispo había pertenecido al sector más intransigente y beligerante del episcopado mexicano durante la guerra cristera, donde expresó su apoyo a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa y a la lucha armada de los católicos que encabezaba, contra el gobierno de Plutarco Elías Calles; una actuación que fue postergada y desautorizada por las directivas vaticanas con vistas a los arreglos de 1929 y al modus vivendi. En la epístola, originalmente publicada el 8 de septiembre de 1936, el autor se condolía de que “aquella heroica, noble y católica nación se debate en una sangrienta lucha fratricida”. Para el prelado, el conflicto se debía a que “un número no pequeño de españoles, descarriados por falsas doctrinas” pretendían la destrucción del “grandioso edificio de la civilización cristiana”. La sublevación contra el gobierno representaba la defensa “de la patria de tan aviesos designios”. González y Valencia denunciaba los homicidios y tropelías que, decía, bajo las ideas de Carlos Marx, “los enemigos de Dios” perpetraban en España.

El arzobispo recurría en su prédica, como también se ha podido ver en las expresiones de otros prelados, a muchas ideas nodales del discurso hispanista y conservador. Los católicos en México no podían ser indiferentes ante lo que ocurría en España, pues era ésta “nuestra madre”, la que había legado su fe, lengua y cultura, y quien había engendrado su nacionalidad actual a través del dogma cristiano de la igualdad esencial del hombre. Por otro lado, España se había significado como baluarte en la defensa de la Iglesia, por lo que subsistía una deuda insoslayable con ella. A sus ojos, contra España actuaban males que no tenían calidad meramente local, sino mundial: la masonería, el judaísmo y el comunismo, que actuaban de modo semejante a la otrora gangrena del liberalismo y del protestantismo. Peligraban la propiedad, la familia, la patria y la Iglesia. González y Valencia consideraba obligación suya levantar la voz frente a tales iniquidades. Convocaba a la oración de su rebaño, para que los días de tribulación para España fueran abreviados. Dirigía palabras fraternas, de aliento y consuelo, para la Iglesia en España, donde “se están debatiendo quizá los destinos del mundo” y no por azares, sino porque “Dios Nuestro Señor ha escogido una vez más a su católica nación para ser la defensora de la fe y de la auténtica civilización”. Culminaba con la esperanza de que, finiquitado el conflicto, España pudiera aplicar los principios católicos que garantizaran la estabilidad política, social y económica, y se pusiera freno a las turbulencias desencadenadas por las disolventes ideologías. En este tenor, México debía tomar nota del “caso de España como una elocuente y aterradora lección objetiva de las consecuencias del pecado”.73

Las voces del papa y del cardenal Gomá en el álgido 1937

En Christus no podía faltar un seguimiento de la postura del papa Pío XI ante el conflicto. Se recogieron las palabras que dirigió en audiencia concedida a un número de religiosos y laicos españoles refugiados en Roma a mediados de septiembre. Dicho discurso fue tomado del periódico oficioso de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, donde se podía apreciar el pesar y congoja del pontífice por la guerra civil desencadenada, “siempre cosa tan tremenda e inhumana”, pero también la conmoción al ver la “magnífica reparación” ofrecida por la Iglesia perseguida, cuyo heroísmo y martirio era el primero en reconocer y alabar. Los desórdenes y matanzas eran atribuidos a una “preparación satánica” que había “vuelto a encender”, más viva, la “llama de odio y de más feroz persecución abiertamente confesada a la Iglesia y a la Religión Católica”, la que años antes había actuado en Rusia, China, México y Sudamérica. El papa se mostraba convencido de que el capítulo español aparecía como el más reciente eslabón de una cadena de subversiones que “amenazan las bases mismas de todo orden, de toda civilización y de toda cultura”.74 Si bien el mensaje papal parecía apuntar en sus denuncias, sin mencionarlo explícitamente, al bando frente-populista como fautor de aquellas injustas violencias contra la Iglesia, institución que era condenada como obstáculo al nuevo mundo a erigir por las ideologías revolucionarias, prevenía también sobre lo difícil y peligroso que era, para aquellos defensores y restauradores de “los derechos y el honor de Dios y de la Religión”, no caer en excesos injustificables y, asimismo, considerar lo importante que era no olvidarse de quienes entre ellos pudieran actuar con otras “intenciones no rectas e intereses egoístas”.75 El papa mostraba en ese pasaje unas reservas que no debieron agradar a todos los sublevados.

En otro momento también se reprodujo el mensaje de Navidad de 1936, donde hubo alusiones a la contienda española. Para el sumo pontífice, lo que pasaba en la Península Ibérica “daba la nota triste” en medio del júbilo por la celebración religiosa. Las palabras de Pío XI atribuían el horror en España sobre todo a los “enemigos” tantas veces mencionados en el pasado, los que deseaban hacer en aquella patria un “supremo experimento de todas las fuerzas destructivas con que cuenta en todo el mundo y las cuales están bajo su mando”, antes de amenazar también a Europa y al “mundo entero”. El papa advertía que era necesario aplicar los remedios necesarios, los provistos por la doctrina cristiana, para evitar que esos “signos terroríficos” se extendieran más. Es evidente que el papa Ratti se refería a las fuerzas que enarbolaban las ideologías modernas, revolucionarias y secularizadoras como enemigas de la auténtica civilización, cuando acusaba a quienes intentan “borrar del corazón de la juventud, la fe en Cristo y en sus divinas revelaciones; todo el que trata de pintar la Iglesia de Cristo como enemigo del progreso nacional”.76 En un balance del primer año, podía deducirse que las palabras del pontífice, aun con las reservas formuladas, parecían inclinarse hacia lo que fue la línea editorial de Christus. En este tenor, lo publicado podía interpretarse como justificación y espaldarazo.

En 1937 aparecieron muchos textos relativos a los acontecimientos españoles. No, por cierto, relativos a las operaciones militares, los que fueron más bien marginales y, por tanto, no del mayor interés, pese a que la caída de la franja cantábrica por parte de los frente-populistas pudo ser decisiva. El redoble de textos alusivos quizá se explica porque fue en ese año cuando la Iglesia española decidió escribir al resto de los católicos del orbe para dar a conocer sus penalidades, comunicar su posición y pedir auxilio. En este contexto fueron dados a la imprenta una serie de artículos y noticias que dejaban ver, de manera más diáfana, el ángulo del conflicto español con el que casaba Christus. Bajo el seudónimo de Observador, en marzo de 1937, por ejemplo, un colaborador describía la situación de la zona frente-populista con tintes apocalípticos: “la República anarco-sindicalista de las siete cabezas” en camino de su desintegración. Sin embargo, las duras batallas en Andalucía presagiaban una lenta y difícil campaña de las fuerzas sublevadas, aunque, de acuerdo con el narrador, el triunfo lucía seguro para ellas. Franco contaba con superioridad militar y la situación internacional parecía halagüeña para los alzados, dado el apoyo de Alemania e Italia, y la inhibición de Francia y Reino Unido.77

Mi parecer es que la postura dominante en Christus respecto de la contienda fue condicionada por la propia jerarquía eclesiástica española. En esta publicación se recopiló un extenso artículo escrito por el cardenal de Toledo y primado de España, Isidro Gomá y Tomás, originalmente publicado en enero de 1937 por la revista El Santísimo Rosario de Guipúzcoa. En el propósito declarado de Gomá asomaba una necesaria clarificación ante la desinformación que, a sus ojos, impedía saber la verdad sobre la contienda. Para el purpurado, lo que ocurría en España no era una guerra civil ordinaria. Contrario a la visión que creía más superficial, se trataba de “una guerra de principios, de doctrinas”, o “de una civilización contra otra”. Era la lucha “del espíritu cristiano y español contra ese otro espíritu” fundido “en el molde del materialismo marxista”. El levantamiento cívico-militar se justificaba porque “la Religión y la Patria […] estaban en gravísimo peligro, llevadas al borde del abismo por una política totalmente en pugna con el sentir nacional y con nuestra historia”. A juicio de Gomá, la guerra en España era, más que ninguna otra cosa, una lucha religiosa. Sin negar otros aspectos, de obviarse este rasgo esencial la contienda “queda enervada” y, de hecho, sostenía que sin el “estímulo divino” que llevó a un numeroso sector de la población a tomar las armas, los alzados habrían fracasado en su empeño; por ello, la definía más como “una cruzada en pro de la religión católica”.78

Así como Gomá rechazaba que fuese una guerra civil ordinaria, también negaba que correspondiera a una lucha de clases. Para él, la lucha contra el comunismo no debía entenderse como pelea de los privilegiados contra los obreros y las clases trabajadoras. El verdadero sentido de la lucha era, según el cardenal, el de España en brega contra la Anti-España.79 Ésta era obra de “hombres sin Dios” y “contra Dios”, es decir, los revolucionarios comunistas que habían desarrollado, en la zona ocupada por ellos, una persecución religiosa sin precedentes. Asimismo, decía que “jamás se ha visto en la historia de ningún pueblo el cúmulo de horrores que ha presenciado España en estos cuatro meses”: millares de sacerdotes y monjas, además de 10 obispos, habían sido liquidados.80 Muchos templos y reliquias habían sido destruidos y profanados, la blasfemia y el sacrilegio proliferaban junto con la furia iconoclasta, con lesión también del patrimonio cultural y artístico de España tras la quema de bibliotecas y archivos.81 Denunciaba Gomá que en la obra destructiva no sólo había actuado un sector de la sociedad española, ganada por ideologías extranjeras, sino “gente advenediza de toda Europa”, movilizada por el internacionalismo comunista y, en última instancia, con hilos conducentes a Moscú. Y, ante la dramática experiencia española, animaba al resto del mundo, en especial “a los pueblos hermanos”, para que aprendieran en cabeza ajena y conjurasen a tiempo el peligro del comunismo recurriendo a Dios y lo que de Él dimana como “garantía de la justicia y del orden social”.82

El ascendiente de Gomá en Christus no sólo es patente en la muy ocasional reproducción de sus textos, sino en la evocación que hicieron de él otros colaboradores, particularmente algunos jesuitas -recordemos que la Compañía de Jesús fue expulsada de España en 1932 por el gobierno republicano-socialista-.83 Es el caso de Joaquín Sáenz y Arriaga, quien consagró varios de sus escritos a la prédica anticomunista.84 Para este religioso, la tragedia española no era “sino el primer acto de otra tragedia mundial, mucho más vasta y colosal, que ha de conmover, si Dios no lo remedia, a todos los pueblos de la tierra”. En su visión de los acontecimientos españoles, este sacerdote se apoyaba en la autoridad jerárquica del cardenal Gomá, si bien introducía un elemento acaso divergente cuando calificaba a los sublevados, con los que simpatizaba, como “fuerzas fascistas”. Para Sáenz y Arriaga, con la Iglesia como garante, no cabía esperar su derrota, dadas las promesas divinas, y entendía la lucha como la propia entre la “luz y las tinieblas, entre la justicia y la iniquidad”.85

En la pluma de otros colaboradores ignacianos, hubo espacio para una apología de los rebeldes que destacaba su sentido religioso. Aunque explícitamente esta narrativa se distanciaba de la exaltación fascista de la guerra, o de la que en su día externase un tradicionalista gnóstico como Giulio Evola, llegaba a sostenerse que “la guerra puede ser un resorte despertador en multitud de ocasiones, de un sentimiento y de una fe religiosa escondida en las profundidades del alma”. La guerra, al romper con “la monotonía de lo material”, era capaz de abrir paso a lo extraordinario, milagroso y sobrenatural. En esta faena podían echar mano de lo escrito por José María Pemán, uno de los grandes poetas partidarios del bando nacional, cuando expresaba que, con motivo de dicha contienda, España volvía a ser “Gólgota y Calvario”, derramando generosamente su sangre, “con la cruz a cuestas en funciones de redención histórica por amor a la humanidad”.86 De acuerdo con otro jesuita, el inglés Michael Kenny, el alzamiento español tenía un carácter nacionalista “contra los asesinos de la libertad cristiana”, pues allí donde lograban arrojar a sus contrapartes, restablecían la religión y las instituciones católicas en “la España libertada”. Y el sistema político que deseaban implantar los rebeldes tenía como ejemplo el salazarismo en Portugal, “una República Cristiana Corporativa”.87

Una sección de Christus donde también se evidenciaba el sentir de los colaboradores respecto al conflicto español fue Bibliografía. Libros y Juicios, en la cual, de forma inalterable, las obras que se comentaban mantuvieron la perspectiva favorable a la sublevación. Ahí se dio publicidad a las obras ¡Viva España! y En España ha amanecido, de los padres ignacianos Manuel Galiño Lugo y Ángel de Toledo, respectivamente. Las reseñas, laudatorias, corrieron a cuenta de Xavier Navarro y Jesús García Gutiérrez. Para el primero, entre las virtudes del libro comentado estaba descubrir “la furia satánica, personificada en el anárquico gobierno de Valencia”, junto con el “sublime hasta la excelsitud” del “espíritu cristiano” de los voluntarios franquistas.88 Para el segundo -historiador jesuita-, lo trascendental era que el libro reseñado probaba que la contienda no era una mera guerra civil, sino una “lucha de vida o muerte entre el poder de Dios y el de las tinieblas”.89 Todavía el año de 1937 concluyó con un artículo, bajo la firma del misterioso seudónimo de Elios, que pretendió desmontar las supuestas causas de la guerra de acuerdo con los partidarios del gobierno republicano del Frente Popular español. Esto es, donde lo material explicaba el estallido social, por el abandono en que se hallaban las clases humildes ante la indiferencia de los ricos y de la Iglesia católica. Las verdaderas causas, replicaba, más bien apuntaban a la masonería y a las organizaciones revolucionarias, junto con la contaminación sufrida por la propagación de modas culturales extranjeras.90

Matización necesaria

En un artículo anterior -que ya carga a cuestas algunos años-, sobre la base de que la postura del episcopado mexicano ante la Guerra Civil española debió estar condicionada por la meta de ganar espacios para la libertad religiosa y distender su relación con el gobierno nacional-revolucionario, a su vez aliado del gobierno republicano del Frente Popular español, yo mismo me sumaba a la tesis de que las voces de la jerarquía mexicana debieron verse en general contenidas por el temor a estropear tanto los avances logrados como las perspectivas de un futuro mejoramiento. Así parece indicarlo el silencio absoluto que la católica revista Ábside, de los sacerdotes Méndez Plancarte, mantuvo sobre el conflicto español entre julio de 1936 y abril de 1939.91 ¿Evadían un tema incómodo por inoportuno? En junio de 1937 se publicó la Carta colectiva del episcopado español a los obispos del mundo entero, donde prelados españoles encabezados por el cardenal Isidro Gomá y Tomás denunciaban a los cuatro vientos la persecución de la Iglesia en la zona dominada por el Frente Popular.

Si bien en dicho texto no se usaba el término “cruzada” y se daba pie a un análisis histórico más detallado sobre la situación de la Iglesia bajo los gobiernos de la República, constituía un valioso instrumento de propaganda a favor de la causa de los sublevados, que aparecía como la preferida por los obispos. Aunque no de todos, pues hubo cinco obispos que no añadieron su rúbrica al documento y hubo al menos dos de ellos, Francisco Vidal y Barraquer y Mateo Múgica, en abierta discrepancia.92 El impacto que tuvo en la opinión católica mundial esa misiva fue enorme. En México, el que la respuesta aquiescente del episcopado encabezado por Luis María Martínez tuviera una circulación muy limitada en el ámbito nacional parecía indicar que la Iglesia no deseaba hacer alarde de su posición. En cambio, me constaba que la carta en respuesta de los obispos mexicanos había tenido repercusión internacional y que ésta había sido conocida por la prensa cardenista, que la interpretó como un gesto de deslealtad.

La misiva en contestación de los prelados mexicanos tuvo difusión, con efectos propagandísticos, entre periódicos españoles partidarios de la rebelión, como el Heraldo de Aragón en octubre de 1937.93 Tras conocerse en México el asunto, con toda probabilidad por algún informante, un severísimo artículo editorial fue publicado el 14 de diciembre de 1937, en el rotativo oficioso El Nacional, contra el episcopado mexicano, con un título suficientemente elocuente de “Traición al pueblo de México”. Allí el periódico, dirigido a la sazón por Gilberto Bosques, reprochaba a los primeros un supuesto secretismo alrededor de su respuesta como prueba de su perfidia ante las instituciones del país, consideradas las únicas legítimas representantes de la nación: “¿cómo explicar que un documento profusamente reproducido en la prensa militarista de España, se haya preservado en México al margen de la publicidad, casi en sigilo?”.94

Según El Nacional, los prelados mexicanos expresaban en su misiva su simpatía y adhesión a quienes eran enemigos del gobierno republicano español y, por tanto, enemigos también del Gobierno de México, que era su aliado, usurpando funciones de soberanía exclusivas de sus instituciones. De esta guisa, la respuesta de la Iglesia católica en México a sus pares españoles implicaba una intolerable y gravísima intromisión en política. Tanto el Vaticano como la Iglesia española, aseveraba el editorial, prestaban su apoyo moral a los insurrectos, en contra de un gobierno democrático y legalmente constituido. Y los obispos mexicanos se sumaban al coro con una soflama “más cercan[a] a la proclama militante que al pésame por el dolor de España” y, para colmo, hablando en nombre del pueblo de México en su conjunto.95 A nadie debería escapársele que el citado editorial del periódico oficioso pudo tener como propósito intimidar a los obispos, disuadirles de adoptar un tono militante, si no querían un nuevo endurecimiento del anticlericalismo en el país. Este mensaje, en mi conjetura de entonces, ayudaba a explicar que la prensa católica y clerical, vinculada con la jerarquía, hubiera hecho mutis, a pesar de sus recónditas inclinaciones por la causa de los alzados.

Pero la reciente revisión de Christus me obliga a corregir mi juicio anterior o, al menos, a matizarlo. Además de lo expresado en esa revista durante casi todo el año 1937 -de donde ya se sigue, como se ha podido comprobar, una clara predilección por la rebelión desde el comienzo-, la revista publicó la “Carta Colectiva del Episcopado Español” en su número de noviembre de 193796 y un mes antes, en octubre, había dado a conocer la respuesta de los obispos mexicanos a ese documento, con el cardenal Gomá como destinatario. Esto implica que el episcopado mexicano no se guardó la carta ni evitó que saliese a la luz pública. Si bien es cierto, parece ser, que entonces sólo circuló en una revista reservada para un público selecto, esto es, principalmente destinada al clero mexicano.

En la citada epístola, los signatarios expresaban “la profunda pena que nos ha causado la sangrienta persecución que viene padeciendo desde hace un año en la gloriosa Iglesia de España, nuestra Madre Patria”. Aseguraban su identificación al saberse también víctimas de la persecución religiosa “desde hace muchos años”, aunque admitían que el seguimiento sufrido en España superaba cualquier punto de igualación con el de México. Asimismo, externaban sus deseos: “fundamentalmente esperamos para la Nación Española y para la Iglesia de España mejores días, confiando que al terminar la sangrienta guerra civil quedará abatido por completo el feroz monstruo del Comunismo, que tantos estragos ha causado en la pobre Rusia y en la heroica España”. Inclusive dejaban caer la idea de que el triunfo de los sublevados pudiera repercutir positivamente más allá de la península:

España, tierra de mártires, de santos, de guerreros y de conquistadores, resurgirá más pujante después de esta terrible prueba, y así como en otro tiempo la escogió Dios para traer la luz del Evangelio a nuestra Patria y a todo el continente Hispano-Americano, así confiamos que se servirá de ella para derramar por el mundo, en fecha no lejana, nuevos haces de la inextinguible luz del Evangelio que ha vivificado toda su Historia.

Esta contestación fue firmada el 27 de julio de 1937 por el arzobispo de México, Luis María Martínez, junto con los miembros del Comité Episcopal y otros prelados.97

Sin óbice de este hecho incontrovertible, parece razonable sostener que el efecto producido por el agresivo editorial de El Nacional en diciembre de 1937 pudo resultar disuasorio para la jerarquía eclesiástica y, por tanto, afectar la línea que hasta entonces perseguía Christus en torno a la guerra de España. Sopesando la encrucijada en la que se encontraba la jerarquía eclesiástica mexicana, podía ser considerado imprudente comprometer los progresos en la relación Iglesia-Estado mediante aquello que pudiera ser interpretado como apoyo franco a la Iglesia española y a los sublevados, quienes, en la consecución de una “cruzada” -así considerada por el cardenal Gomá y otros obispos-, luchaban contra las potencias del partido Fuerza Popular, esgrimiendo motivos mayormente religiosos. El panorama de la Iglesia en México que por esos días esbozaba Christus sugería ya una consistente mejoría.98 Y debe recordarse aquí el gran paso que, en ese sentido, conllevó que la Iglesia católica en México fuese solidaria con el gobierno cardenista cuando emprendió la expropiación petrolera -por decreto del presidente Cárdenas en marzo de 1938-.99 Este ánimo de conciliación y apaciguamiento es, por otro lado, lo que también puede explicar que en Christus no hubiera casi rastro de los movimientos civiles de resistencia católica durante esos años, ya fuera armada o pacífica, la de los cristeros de “la segunda”, de Legiones o el sinarquismo.100

Puede conjeturarse que editoriales como el citado texto de El Nacional persuadieron a los obispos mexicanos: era mejor bajar el nivel de beligerancia en la prensa bajo sus auspicios. Para quien hurga en lo publicado en Christus sobre la Guerra Civil española, es posible advertir que a partir de 1938 hubo un palpable abandono de la militancia a favor de los nacionales, aunque no de manera plena ni inmediata. De otra forma, sería difícil explicar que el ímpetu pronacional de los colaboradores de esta revista amainase justo cuando la campaña militar de los rebeldes en España entraba en su recta final. Su triunfo llegaría a consumarse el 1o. de abril de 1939. Esto se traduce en que la temperatura disminuyó cuando la exultación y el alborozo fueron más obvios y naturales. Significativamente, el acusador cañonazo de El Nacional no mereció ninguna respuesta en Christus.101

Del triunfo “nacional” y la moderación

A partir de 1938, el año de la postrera batalla del Ebro, las referencias a la Guerra Civil española declinaron en Christus, volviéndose más intermitentes. A partir de esa fecha no es tan raro encontrar números completos sin ninguna referencia al conflicto, aunque tal cambio no ocurrió de forma repentina. Todavía en enero de 1938 parecía que no se perdía la línea; ese mes hubo una nota sobre la trifulca sostenida en la heterogénea y ecléctica revista mexicana Hoy, en donde tres religiosos se enfrentaron por sus posturas respecto a dicho conflicto español. Durante esta controversia, el capuchino Salvador de Híjar y el (presentado como ex) franciscano Luis de Sarasola, partidarios del gobierno del Frente Popular, discutieron ardorosamente con el jesuita Julio Vértiz, notorio simpatizante de los sublevados. La disputa se reveló acalorada y no faltaron los epítetos.102

Fue ese un episodio que permite apreciar ciertos disensos en el panorama clerical, pues revelaba la existencia de un incómodo número de clérigos que no sólo se distanciaba de los sublevados, sino que se prestaba a favorecer al gobierno republicano del Frente Popular. La corta recensión del debate en Christus corrió a cargo del presbítero Luis Flores Ramos, de manera que el autor no ofrecía dudas sobre cuál de los bandos había resultado vencedor: el jesuita Vértiz habría “desollado al lobo vestido con piel de oveja”.103

Entre las cuestiones más delicadas que, en la coyuntura de la Guerra Civil española, podían volver a flote, estaba la de la vieja interrogante sobre la licitud de la resistencia armada, que había sido desaconsejada y condenada por las máximas autoridades eclesiásticas mexicanas tras los arreglos de 1929. Desde luego, esa postura era condición indispensable en la tentativa de obtener menores restricciones legales para la Iglesia. Pero si en un clima de persecución religiosa por parte del Estado la continuación de la rebelión cristera había sido desaprobada en México por la jerarquía eclesiástica, ¿por qué en España podía ocurrir lo contrario, su aprobación? Aunque relegada en una esquina, una reseña elaborada por el historiador ignaciano Jesús García Gutiérrez es muy sugerente al respecto. Se trata del comentario a La guerra nacional española ante la moral y el derecho, del teólogo dominico fray Ignacio Menéndez Reigada, donde, según el sacerdote reseñista, se sostuvo la justicia, licitud, necesidad y obligatoriedad moral del alzamiento. García Gutiérrez no se opuso a esta tesis del fraile español, pero observó que “sería cuando menos poco prudente aplicarlo a nuestra patria y a nuestras circunstancias”, pues sería necesario

hacer con las opiniones de los autores lo que dicen las envolturas de las medicinas de patente: “Úsese por prescripción médica”, porque aunque la medicina de suyo es buena y bien aplicada sería útil y provechosa para el enfermo, aplicada por uno que no sea médico y no sepa tener en cuenta la constitución, el organismo, las complicaciones que acaso tenga la enfermedad, en una palabra, las circunstancias especiales del enfermo, puede resultar hasta mortal la medicina.104

En otras palabras, hay circunstancias donde el remedio puede resultar peor que la enfermedad. Así planteado, el dilema era resuelto subrayando que las circunstancias en México eran tan distintas de las de España que un método de resistencia podía ser adecuado en un caso y en otro no.105 En esta tónica, en Christus se dieron a conocer por entonces condenas explícitas a la violencia de los -así parece- pocos cristeros y ligueros que todavía se hallaban en pie de lucha a finales de los años 30 en algunos rincones de Michoacán, por parte del arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, quien señaló que “quienes tales cometen, no sólo pecan gravísimamente, sino que hacen muy mal en pretender justificar su conducta con el pretexto de defender su religión o sus derechos”.106

En adelante, pocas alusiones hubo a la Guerra Civil española. Las referencias fueron más bien aisladas, lo que, como dije antes, desentona con el desenlace de la contienda, triunfal para el bando que había sido depositario de sus preferencias. A punto de finalizar la guerra española y en un entorno que presagiaba la conflagración mundial, en febrero de 1939, el ignaciano José Cornaglia Rovey aseguraba con vehemencia que en el orbe se desarrollaba “una batalla política gigantesca”, acompañada de otra social. En ella intervenían ideologías tales como “el comunismo, el socialismo, el liberalismo, el supernacionalismo, con todas sus ramas, derivaciones y manifestaciones”, incluida la de Hitler, las que tienen frente a sí a la Iglesia católica como un obstáculo donde “se estrellan en el ‘Non Possumus’ infalible e inmortal”. La disyuntiva de la historia era, en el fondo, entre las ideologías y el catolicismo perenne e incólume. Ésta era, también, la interpretación adecuada para España que, según este sacerdote, había sido víctima del “soplo endemoniado de las estepas rusas”, lo cual había reavivado “las macabras barridas infernales” de 1917. Sin embargo, su acometida había resultado inútil: “barrieron sus templos, barrieron la vida temporal de millares de mártires, pero no pudieron barrer ni la fe, ni la Iglesia Católica en España”.107 Es de los pocos pasajes en Christus que pueden entenderse como un canto de victoria.

Llama mucho la atención que, al declararse oficialmente el triunfo de la rebelión y llegar a su fin la Guerra Civil española el 1o. de abril de 1939, en Christus no se dio rienda suelta a grandes muestras de júbilo, como sí que las hubo en otros órganos de la prensa, donde tuvieron tribunas tanto la llamada derecha secular como la derecha religiosa. Tales efusiones pudieron leerse en La Reacción (?), dirigida por Aquiles Elorduy. Lo mismo en la prensa católica como Lectura, la revista del filósofo salvaterrense Jesús Guisa y Azevedo, donde las hubo de modo apasionado y abundante. Lo mismo cabe decir de los periódicos y revistas que fueron heraldos del movimiento sinarquista. Pero nada semejante ocurrió en el medio del Comité Episcopal, y acaso precisamente por poseer esa condición comprometedora.

Entre las excepciones estuvo la publicación en Christus -con alguna mutilación accidental- de una voz eclesiásticamente autorizada. Me refiero a la del papa Pío XII en un mensaje radial al pueblo español, dado en castellano, tan sólo 15 días después de finiquitado el conflicto, el 16 de abril de 1939. El sumo pontífice comunicaba, “con inmenso gozo”, su felicitación por los dones “de la paz y de la victoria”. Cosas ambas, decía, que había esperado su predecesor en el trono de san Pedro. El desenlace del conflicto manifestaba un carácter providencial, “sobre la heroica España. La Nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica”, le acababa de demostrar “a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu”.

La experiencia de lo acontecido, a decir del papa Pacelli, había respondido a un experimento llevado a cabo por fuerzas disolventes, y de sus consecuencias destructivas se seguía una lección a escala planetaria. Para frenar esas fuerzas, el pueblo español “se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristianas”. Ese pueblo había sabido “resistir al empuje de los que engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo”.108 Huelga decir que, con las palabras del sumo pontífice, los redactores de Christus pudieron haberse sentido justificados en su posición política, favorable al alzamiento y opositora al Frente Popular español, al que de manera recurrente equipararon con la revolución comunista y anticristiana. Quizá precisamente por ello valiera la pena salir una vez más al coso y tocar el tema lioso. ¿O era indiscreto compartir la voz que se alzaba desde el monte de los vaticinios? Roma locuta…

Conclusiones. Alios vidi ventos aliasque procellas

Respecto a la Guerra Civil española, es diáfano que en Christus se acogió desde un principio un discurso favorable a la sublevación. Los argumentos para sostener dicha postura estuvieron mayormente relacionados con el anticomunismo y la persecución religiosa sufrida por los católicos en la zona bajo “control” del Frente Popular.

Según lo publicado en la revista, en España no acontecía una guerra civil como cualquier otra, sino una lucha eminentemente religiosa y expresada en términos binarios. Peleaba la civilización cristiana contra sus enemigos, soliviantados por las ideologías revolucionarias. Pesó en esta perspectiva la posición de la Iglesia española y, particularmente, la del arzobispo de Toledo y cardenal primado Isidro Gomá y Tomás. Otras autoridades religiosas en quienes, según parece, se creyeron confirmados los redactores de Christus fueron los pontífices Pío XI y Pío XII.

Al abordar la contienda española, era inevitable que el clero mexicano tuviera muy presente su propia experiencia conflictiva frente al Estado nacional-revolucionario. Es muy probable que el deseo de superar ese enfrentamiento y ganar espacios de libertad para la Iglesia en México haya influido en el ánimo de la dirección de Christus, la cual, quizá siguiendo orientaciones episcopales, a partir de 1938 redujo considerablemente sus alusiones a lo que acontecía en la península ibérica. Con toda probabilidad, se trata de una disminución de la narrativa beligerante en aras de un cálculo posibilista. Puede esperarse que, en el futuro, otros hallazgos documentales permitan verificar o descartar esta hipótesis.

Por lo pronto, lo publicado en la revista que nos ocupa sugiere que, a la hora de sortear las complicaciones, la revista heraldo de los obispos tuvo que bregar entre la milicia que brotaba de su tradición y la cautela que el embravecido mar aconsejaba a quienes buscaban la conciliación.


Notas al pie
2

En un principio, dicho levantamiento lo dirigiría el general José Sanjurjo Sacanell, quien falleció en Cascaes, Portugal, al estrellarse su avión cuando se desplazaba a Burgos, España, para tomar el mando central de la sublevación.

3

La bibliografía general respecto a la Guerra Civil española es sumamente extensa. No es el caso de traer a colación una lista prolija. Simplemente repárese en la obra de estudiosos como Julio Aróstegui, Burnett Bolloten, Juan Pablo Fusi, Edward Malefakis, Pío Moa, Enrique Moradiellos, Stanley Payne, Paul Preston, Hugh Thomas, Javier Tusell, Ramón Salas Larrazábal y Ángel Viñas, por mencionar algunos.

21

Meyer, Si se pueden llamar arreglos, 413 y ss. Véase el rol jugado por Estados Unidos y sus católicos, en la suerte de los movimientos de oposición católica intransigente en México, en Servando Ortoll, “Catholic Organizations in Mexico’s National Politics and International Diplomacy (1926-1942)” (tesis de doctorado, Columbia University, 1987).

22

Puede verse cómo en Christus se reprodujeron loas del Comité Episcopal a los artífices mexicanos de los arreglos, es decir, a los prelados como Ruiz y Flores, al anunciarse su renuncia a la delegación apostólica, resaltando su “clara visión, […] ecuanimidad, prudencia, apacibilidad, fineza y bondad extraordinaria […] lealtad y justicia con el Santo Padre”, con la esperanza de que el juicio de la historia les reconocería, “Dedicatoria”, Christus, núm. 23 (octubre de 1937): 865.

23

Leopoldo Ruiz y Flores, “Carta de Leopoldo Ruiz y Flores”, Christus, núm. 1 (diciembre de 1935): 4. Habría que añadir como destinatarios efectivos, desde luego, a quienes se preparaban para serlo, los seminaristas. Para el jesuita José Cornaglia, Christus era “unas hojas de papel material, vivificadas por la inteligencia, por el cariño, por la fe y la esperanza de los que escriben y de los que leen”, José Cornaglia Rovey, “Saludo a mis hermanos”, Christus, núm. 38 (enero de 1939): 1.

25

Pío XI, “Carta apostólica. Sobre la situación religiosa en México”, Christus, núm. 18 (mayo de 1937): 389. En la revista mexicana fue publicado también, a propósito de este escrito pontificio, entre otros, el siguiente comentario de un jesuita extranjero, profesor de Teología en la Universidad Gregoriana, en calidad de artículo editorial: Sebastián Tromp, “De los principios de la Acción Católica propuestos a los obispos mexicanos en la Encíclica Firmissimam Constantiam”, Christus, núm. 21 (agosto de 1937): 673-681.

28

En 1925, antes de la ley Calles, según las estimaciones de ese mismo historiador, había aproximadamente 4 mil sacerdotes en México, Meyer, La Cristiada, 1: 38, 49.

31

Guillermo Zermeño Padilla, “Entre el integrismo y el modernismo. Notas sobre los jesuitas, la Acción Católica y la revista Christus en la década de los treinta”, Umbral XXI, núm. 12 (1993): 39. El proyecto de la “Agencia de Publicaciones ‘Buena Prensa’”, al tiempo que se vinculaba con Christus, recomendaba otros semanarios y revistas como El Mensajero del Sagrado Corazón, Unión, Vida, Boletín de Congregaciones Marianas, La Cruz, Revista Católica, Cultura, Ábside y Lectura, por mencionar algunos.

32

Monseñor Gregorio Aguilar aparece, en los contenidos de la misma revista, también como secretario del entonces obispo de Tehuantepec, Miguel Darío Miranda, futuro cardenal y arzobispo de México.

33

La revista fue registrada como artículo de segunda clase en la Administración Central de Correos de México, el 3 de enero de 1936. El precio de la suscripción anual era de 5 pesos mexicanos, y los números sueltos se adquirían por 50 centavos. La publicidad inserta en la publicación era principalmente la oferta de libros y artículos religiosos, como los de la Antigua Cerería La Purísima; o velas La Moderna, la Fábrica Mexicana de Velas; el vino de uva para consagración El Troquel; los Mosaicos Lascuráin, la Fábrica de Mosaicos Tepeyac; la Marmolería Artística, S. A.; el Tónico Bayer, el estilógrafo Tiku y otros de servicios de profesionistas particulares.

35

La extensión general de los ejemplares solía acercarse al centenar de páginas, y medía 22 cm de largo por 15 de ancho.

59

Con Lukacs, es oportuno recordar una “aventurada” tesis de Joachim Fest, famoso biógrafo de Hitler, según la cual “si Hitler hubiera muerto repentinamente en 1938 hubiera sido —y quizá aún sería— considerado como uno de los más grandes alemanes de la historia”, John Lukacs, El Hitler de la Historia. Juicio a los biógrafos de Hitler (Madrid: Turner / FCE, 2003), 204 y 88.

61

Héctor Secondo, “Perfiles políticos: Oliveira Salazar”, Christus, núm. 32 (julio de 1938): 656. La historiadora María Luisa Aspe Armella recoge también este artículo y lo considera “una apología” de Salazar que, además, provenía de un padre seguidor “de un modelo fascista”; declaración discutible si conlleva la identificación de ese régimen portugués con el movimiento y la ideología fundada por Benito Mussolini, María Luisa Aspe Armella, La formación social y política de los católicos mexicanos (México: UI, 2008), 179.

62

Véase en Michoacán, el estado donde probablemente hubo mayor número de cristeros, la circular número 9, del 17 de septiembre de 1936, en “Michoacán”, Christus, núm. 12 (noviembre de 1936): 991, y “Zamora”, Christus, núm. 14 (enero de 1937): 19.

72

“Tehuantepec”, Christus, núm. 18 (mayo de 1937): 609. Junto a todas estas disposiciones episcopales, en la sección Información. Por la República, también se pueden espigar algunas otras referencias al conflicto peninsular en relación con la vida mexicana. Así, en diciembre de 1936 se apuntaba —con aires de denuncia o advertencia— que en Chihuahua la miliciana española Caridad Mercader (oriunda de Cuba, antes de su secesión) impartía, con la complicidad del gobierno estatal, una serie de actos propagandísticos en los teatros de la ciudad, donde agredía “furiosamente a la Iglesia Católica” y recababa fondos “para los rojos”. Se trataba de la madre de Ramón Mercader, el famoso asesino de León Trotsky en Coyoacán.

80

Años después, sería similar el juicio de un historiador imprescindible en el conocimiento de aquella persecución religiosa: “en toda la historia de la universal Iglesia no hay un solo precedente, ni siquiera en las persecuciones romanas, del sacrificio sangriento, en poco más de un semestre, de doce obispos, cuatro mil sacerdotes y más de dos mil religiosos”, Antonio Montero, Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939 (Madrid: BAC, 1961), xiii-xiv.

84

Joaquín Sáenz y Arriaga (1899-1976) era a la sazón sacerdote jesuita y director de la Congregación de Nuestra Señora de Guadalupe y San Ignacio de Loyola, establecida en la parroquia del Carmen en Torreón. Décadas más tarde fue expulsado de la Compañía de Jesús y, contrario a los cambios “vaticano-segundones”, fue la máxima figura religiosa del sedevacantismo en México. Al respecto véase Austreberto Martínez Villegas, “Joaquín Sáenz Arriaga”, en Diccionario de protagonistas del mundo católico en México. Siglo XX, coord. de María Gabriela Aguirre Cristiani et al. (México: UAM, 2021), 615-618.

92

Véase Fernando García de Cortázar, “La Iglesia y la guerra”, en La guerra de España, 1936-1939, ed. de Edward Malefakis (Madrid: Taurus, 1996), 527-528. Un estudio crítico sobre, entre otras cosas, la forma en que se gestó la carta colectiva y los medios opositores dentro del catolicismo italiano, se encuentra en Alfonso Botti, Con la tercera España. Luigi Sturzo, la Iglesia y la Guerra Civil española (Madrid: Alianza Editorial, 2020). En México también hubo un cuestionamiento de la carta colectiva escrita por una parte minoritaria del clero. Quizá la mejor muestra sea la que reflejó, en su día, un exiliado español: José María Gallegos Rocafull, La pequeña grey (México: UI / Editorial Jus, 2005).

98

Véase cómo desde Chihuahua se informa sobre “un ambiente de grande optimismo” por la reorganización de la diócesis, pese a las limitaciones legales; de hecho, se consideraba que “en general la situación religiosa ha mejorado notablemente”. En el mismo tenor, desde Tehuantepec se comunicaba que a partir de noviembre de 1937, en la región de los Tuxtlas se produce la reapertura de los templos y la reanudación del culto; Ramón Martínez y Rodríguez, “Por la República”, Christus, núm. 26 (enero de 1938): 61, 70. Si bien se reconocía como “poco honorable” la situación religiosa en la diócesis de Tepic, también se aceptaba un progreso —con la salvedad de las parroquias foráneas— “gracias a la prudencia” del obispo; Moisés Ugalde, “Por la República”, Christus, núm. 36 (noviembre de 1938): 1042.

100

Apenas se publicaron un par de fotos de la movilización católica que recobró el culto en el Tabasco antirreligioso legado por Tomás Garrido Canabal, en mayo de 1938. Naturalmente, sin que el lector pudiera deducir que se trataba de un movimiento organizado por la sociedad secreta Legiones; Salvador Abascal, La reconquista espiritual de Tabasco en 1938 (México: Tradición, 1985).

101

Colaboradores de Christus sí que contestaron con beligerancia al artículo de El Nacional, pero lo hicieron en otros medios, véase Guillermo Prieto Yeme, “Lo ajeno es ‘nuestro’”, Lectura, t. 1 (1o. de enero de 1938): 81.

104

Jesús García Gutiérrez, “España encadenada, de Gil Robles, y La guerra nacional española ante la moral y la justicia, de Ignacio Menéndez Reigada. O. P.”, Christus, núm. 27 (febrero de 1938): 173-174. Este mismo jesuita, García Gutiérrez, uno de los pilares de la revista y sobre todo de referencia obligada en temas históricos, al reseñar laudatoriamente la obra España anárquica, de su correligionario el padre Félix Restrepo, continuó mostrando su predilección por la insurgencia española cuando consideraba que la obra comentada era destructora de mitos sostenidos por la prensa en torno de la guerra en España, tergiversaciones que explicarían que “tal vez simpatizan con Azaña y tildan a Franco y a sus secuaces de rebeldes y traidores”, Jesús García Gutiérrez, “España anárquica, de Félix Restrepo, S. J.”, Christus, núm. 32 (julio de 1938): 669.

105

No deja de ser interesante leer que, de acuerdo con un estudioso italiano, los medios lícitos de defensa por parte de los mexicanos, de los que se hablaba en la encíclica Firmissimam constantiam del papa Pío XII, de 1937, fueron a menudo recibidos en España como una legitimación de la lucha armada que estaba en ejercicio por parte de los alzados, véase Valvo, La Cristiada, 315 y ss.

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