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La correcta proporción de la novedad y lo clásico. La crítica literaria de José María Roa Bárcena en el periódico católico La Cruz


The Right Proportion of the Novelty and the Classic. The Literary Criticism of José María Roa Bárcena in the Catholic Newspaper La Cruz

Fernando A. Morales Orozco*

* El Colegio de San Luis, Programa de Estudios Literarios, San Luis Potosí. México, fernando.morales@colsan.edu.mx, https://orcid.org/0000-0001-5078-0760



Resumen

El artículo aborda la crítica literaria y el pensamiento conservador en México durante el siglo XIX, y centra su análisis en la crítica literaria de José María Roa Bárcena. Se discute la relación entre conservadores, catolicismo y literatura, así como la crítica a las obras contemporáneas en comparación con las clásicas, una cuestión que comparte la pluma de Roa Bárcena con otros críticos asociados a otras corrientes ideológicas. Se destaca la sensibilidad conservadora en la producción cultural decimonónica, la crítica de las novelas románticas francesas y la visión del liberalismo como una enfermedad, además de resaltar la propuesta de Roa Bárcena de adaptar textos antiguos a los sentidos modernos sin perder su mensaje moral, abogando por un cambio medido y necesario en la literatura mexicana.



Abstract

This article addresses literary criticism and conservative thought in 19th century Mexico, focusing its analysis on the literary criticism of José María Roa Bárcena. It discusses the relationship between conservatives, Catholicism, and literature, as well as criticism of contemporary compared to classical works, a theme that Roa Bárcena shared with other critics associated with different ideologies. The conservative sensibility in 19th century cultural production, the critique of French romance novels, and the view of liberalism as a disease are also topics highlighted in this paper. Additionally, Roa Bárcena's proposal to adapt old texts to the modern sensibilities without losing their moral message is emphasized, advocating for a measured and necessary change in Mexican literature.

Recepción: 19.04.24 / Aceptación: 10.06.24

biblio07.Sep.24; 7(2)

Palabras clave: José María Bárcena, prensa católica, conservadurismo, crítica literaria, La Cruz.
Keywords: José María Bárcena, Catholic press, conservatism, literary critcism, La Cruz.

Introducción

Mochos, reaccionarios, retrógradas son algunos adjetivos que han acompañado a los pensadores conservadores en México desde mediados del siglo XIX. Reynaldo Sordo explica: “En la historiografía mexicana sobre el siglo XIX ha habido dos errores fundamentales que han impedido comprender qué es el conservadurismo: su identificación automática con la reacción y las fuerzas más oscuras heredadas de la dominación española y el pensar que el conservadurismo y los conservadores fueron fenómenos inmutables que no cambiaron con el tiempo ni con las circunstancias históricas”.1 Si bien es cierto que desde 1977 Edmundo O’Gorman intuía la necesidad de entender “el problema de identidad de la nueva nación concebido como el de una disyuntiva entre seguir siendo como ya se era por herencia del pasado colonial, o llegar a ser, por imitación, como Estados Unidos [el cual] se trata de una disyuntiva entre dos imposibilidades”,2 es quizá hasta los últimos años del siglo XX cuando los estudios sobre el conservadurismo tomaron una dirección distinta a la historiografía mexicana oficial, que ensalzó los movimientos de independencia y mitificó el liberalismo triunfante desde el Porfiriato.3

Esta necesidad de revisar el complejo pensamiento decimonónico más allá de la dicotomía simplista entre liberales y conservadores4 puede rastrearse desde los estudios de Moisés González Navarro5 y echa raíz con los trabajos coordinados por Humberto Morales y William Fowler en el libro El conservadurismo mexicano en el siglo XIX (1810-1910) o en las reflexiones vertidas en el volumen Los rostros del conservadurismo, coordinado por Renée de la Torre, Marta Eugenia García Ugarte y Juan Manuel Ramírez Sáiz en 2005. Más adelante se publicó el compendio Conservadurismo y derechas en la historia de México, coordinado por Érika Pani y publicado en 2009; y ya más cercano a estos tiempos -además de que expande el campo de análisis a los estudios hispanoamericanos- encontramos Sensibilidades conservadoras, libro editado por Kari Soriano en 2021. De esta última publicación deseo retomar el concepto que da nombre al libro para guiar el análisis que presentaré a continuación. Soriano y Andrea Castro sostienen que:

La noción de sensibilidades conservadoras nos sirve, así, a modo de invitación a examinar cómo se expresaban los valores conservadores en la producción cultural decimonónica […] nos ayuda a mantener el foco en las expresiones estéticas del conservadurismo, en lugar de a priori enfocarnos sobre escritores particulares y sus declaradas o supuestas afiliaciones políticas [estudiar esta sensibilidad] descubre las complejidades de la intrincada red de relaciones entre ideologías que no siempre se encuentran en trincheras opuestas.6

De nueva cuenta, desde la historiografía, la prensa decimonónica que denominamos conservadora ha sido enjuiciada críticamente a partir de los años 90 con los trabajos de Érika Pani y Guadalupe Gómez Aguado,7 por citar algunas investigaciones. De estos primeros embates se deduce que “la relación entre los conservadores y el catolicismo era más compleja: no está subordinado el sentimiento nacional al religioso, sino que estaban estrechamente ligados uno al otro. Los conservadores identificaban al catolicismo con la mexicanidad […]. La religión representaba una parte íntegra -sino es que central- de su proyecto de nación”.8 Es hasta hace poco menos de 10 años que proliferaron los análisis interdisciplinarios sobre tales publicaciones periódicas apreciadas como el campo de expresión directa para las sensibilidades conservadoras. Un estudio considerado piedra de toque lo encontramos en “The Conservative Paradigm” de José Ramón Ruisánchez, para quien: “The conservative paradigm offers a curated version of literary production involving a variety of strategies that involve not only preservation, but also the excision, effacement, and subordination of that which is not deemed valuable or precious. In this dual operation, the popular is superseded and appears, if at all, as residual barbarism”.9

Por su parte, Ty West centra sus estudios en tres periódicos de tendencia conservadora y en las nuevas tecnologías en el campo de la imprenta;10 Sergio Gutiérrez Negrón se ocupa del periódico La Cruz, motivo por el cual será citado constantemente en el presente estudio;11 Miguel Hernández Fuentes aborda conceptos como progreso, espíritu de siglo, tradición y revolución en las publicaciones conservadoras de entre 1848 y 1867;12 Íñigo Fernández Fernández revisa las 11 entregas sobre ciencia política publicadas por José Joaquín Pesado en el mismo periódico;13 Pamela Vicenteño Bravo explora la ejemplaridad de La quinta modelo, novela publicada por entregas en el semanario La Cruz,14 y actualmente coordina el proyecto de edición crítica de las obras completas de José María Roa Bárcena en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Es muy probable que se me escapen algunas otras publicaciones de los últimos años, lo cual lamento. El presente artículo es una pequeña contribución al creciente número de investigaciones dedicadas al estudio de la prensa católica de mediados de siglo XIX en México. Mi objeto de estudio serán los textos de Roa Bárcena publicados en La Cruz, en los cuales se hace referencia a aquello que podríamos denominar crítica literaria.

José María Roa Bárcena en La Cruz y su relación con otros críticos literarios

Con apenas 26 años de edad, José María Roa Bárcena ya había transitado las filas de los periódicos de su natal Veracruz. Cuando arribó a Ciudad de México, en 1853, se integró a los colaboradores del periódico El Universal, editado por Rafael de Rafael. Tras la desaparición de este diario, al tiempo que triunfa la revolución de Ayutla, la cual depone al gobierno de Antonio López de Santa Anna y desata la Reforma Religiosa, Roa Bárcena y José Joaquín Pesado, entre otros miembros del recientemente creado partido conservador, se embarcaron en la formulación de un nuevo proyecto periodístico que llevaría por título La Cruz. Periódico Exclusivamente Religioso Establecido ex profeso para Difundir las Doctrinas Ortodoxas y Vindicarlas de los Errores Dominantes.15 Con periodicidad semanal, este impreso estuvo activo por siete tomos hasta el 29 de julio de 1858. “Su lema era fides, fidelitas (fe, fidelidad) y salió de las prensas de José María Andrade y Felipe Escalante”.16 La publicación tuvo buena aceptación y desde las primeras entregas -explica José Bravo Ugarte- los costos de la suscripción fueron suficientes para pagar la producción del semanario.17 Sergio Gutiérrez Negrón señala:

Desde su primer número, publicado el 1 de noviembre de 1855, al último, del 29 de julio de 1858, el semanario La Cruz. Periódico Exclusivamente Religioso se presentó como el defensor del catolicismo mexicano y como el bastión que resistiría a los liberales y sus intentos de cimentar la separación entre Iglesia y Estado. Los editores del semanario conservador -el más importante de su época- vieron su batalla dividida en cuatro frentes, los cuales correspondieron a las cuatro secciones de la publicación: uno doctrinario, en el que presentar las doctrinas más pertinentes de la Iglesia católica; uno controversial, en el que debatir los “errores” promovidos por los “jacobinos”; uno estético, en el que compartir “pequeñas composiciones de amena literatura del género literario”, y, finalmente, uno calendario, a partir del cual informar sobre los eventos pertinentes del año religioso. A pesar de esta distribución aparentemente jerárquica, durante el primer año de publicación -un año en el que se intensificó la polarización política de México lo suficiente como para justificar el surgimiento de la publicación- la tercera de estas unidades, llamada “Variedades”, muy pronto hizo metástasis y, en ocasiones, inclusive, llegó a ocupar dos tercios de sus páginas.18

A lo largo de la vida del semanario, el joven José María Roa Bárcena publicó distintos textos en el apartado de Variedades. Entre dichas notas se encuentran algunas agrupadas bajo los títulos de “Bibliografía” y “Estudios literarios”. Una más que será objeto de análisis para este texto es aquella titulada “Educación de la mujer. Cartas sobre la novela de Alejandro Dumas, intitulada ‘La boca del infierno’”. Aquí abordaré los textos mencionados con el fin de proponer un acercamiento a la labor de Roa Bárcena como crítico literario, combatiente del Romanticismo y defensor de la misión didáctica que, pensaba, debía cumplir cualquier escritor mexicano para con la patria convulsa.

De modo particular, me interesa centrarme en los comentarios críticos que el autor veracruzano redactó acerca de las letras francesas en folletines, un género en boga que influyó fuertemente en la forma de construir literatura en nuestro país durante buena parte del siglo XIX, aunque no dejaré de lado algunas otras “Variedades” en las que destaca la sensibilidad conservadora al momento de erigir una especie de canon literario enraizado en la producción áurea española. En ambos es posible rastrear dicha sensibilidad conservadora, pues defienden ciertos géneros literarios consagrados (por ejemplo, la poesía o el teatro del Siglo de Oro), en contraste con las formas emergentes de la narrativa moderna, en este caso, la novela de folletín. Asimismo, me parece importante resaltar cómo en estas “Variedades” se encuentra un rechazo hacia lo que ahora conocemos como literatura romántica, el cual está presente también en los estudios literarios de otros críticos; lo anterior implica la existencia de un espíritu en común para los bandos políticamente contrapuestos. Así, rastrear estas nociones confirmaría la propuesta de Andrea Castro:

La expresión de la sensibilidad conservadora se aglutinaría así en torno a un deseo de cuidar y mantener el statu quo y podría tomar la forma de una predilección por ciertos géneros o estilos literarios (la leyenda, la poesía neoclásica), de ciertas escrituras de la historia a través de la ficción, de una preservación y un control de lo popular o de una distancia por parte del yo poético o narrativo hacia la exultación romántica, un modo de controlar lo que amenaza con desbocarse.19

Es en estos textos de Roa Bárcena en los que posiblemente podemos encontrar una crítica literaria preceptista que continúa la labor iniciada por José María Heredia y el conde de la Cortina, escritores que, a juicio de varios estudiosos, como Fernando Ibarra, por citar un ejemplo, son los primeros críticos literarios del México decimonónico, los cuales forman parte de una tradición crítica cuyos orígenes se extienden hasta finales del siglo XVIII y que enjuician las bellas letras con “una tendencia más bien pedagógica que censora frente a la literatura, es decir, se criticaba con la convicción de que la opinión informada debería mantener un perfil de utilidad para la nación civilizada al igual que la literatura criticada”.20

En la primera mitad del siglo XIX, concretamente con la aparición de la Academia de Letrán en 1836, es el momento en el que podemos situar la emergencia del romanticismo mexicano, una estética que en ciertos sentidos asimila varios de los elementos de las corrientes europeas, pero en otros casos rechaza de forma contundente la modernidad y el individualismo, elementos centrales para comprender las manifestaciones románticas canónicas europeas. Al decir de Celia Miranda Cárabes:

Coincidiendo con la emancipación de la mayor parte de los países hispanoamericanos, la corriente romántica se introduce en América durante el primer tercio del siglo XIX. La tónica idealista del romanticismo, su anhelo de libertad e independencia hicieron posible que esta corriente se asimilase naturalmente a las aspiraciones del hombre americano que, en su momento, pugnaba por el fortalecimiento de su autonomía política y cultural. La literatura de este periodo, conocida como “primer romanticismo”, denota en toda Iberoamérica, el influjo del pensamiento romántico europeo. Los escritores criollos reflejan en su obra, principalmente en la poesía lírica, y con mayor o menor fortuna de un país a otro, sus vínculos con la nueva escuela […]. En este momento, “primer romanticismo”, que podemos situar cronológicamente de la fundación de la Academia de Letrán -1836- a la del Liceo Hidalgo -1849-, se observa el desarrollo de las ideas, gustos y temas que el romanticismo había impuesto en las nuevas metrópolis culturales y que entre nosotros había tenido hasta entonces esa fortuna, ya que abundan los textos en los que si bien podemos espigar uno que otro original, generalmente se pone de manifiesto la nula contribución en los temas, el usual empleo de imágenes comunes o desusadas y poco felices y la franca imitación de modelos.21

Recupero estas últimas líneas: “nula contribución”, “imágenes comunes” y “franca imitación de modelos”. Comparar la literatura romántica mexicana con las manifestaciones europeas resulta una batalla perdida desde sus inicios, puesto que la nota imperante de los movimientos del Viejo Continente es la rebelión individual y la exaltación de los sentidos y los sentimientos por encima de la razón. Al respecto, me parece, existe una autorregulación por parte de los escritores mexicanos, una tendencia a mantener las formas literarias establecidas y consagradas. Esta defensa del statu quo, o sensibilidad conservadora, la podemos apreciar incluso en la manera en la que son admirados los primeros maestros de la Academia de Letrán. Guillermo Prieto los describe así: “El señor Quintana [Roo] fue un monumento de gloria patria y un astro de primera magnitud en nuestra literatura naciente”;22 o qué decir del maestro Carpio que “aspiraba a producir por sí, se transportaba a su ideal propio, y entonces, en vuelo atrevido, recorría las civilizaciones antiguas, y las revivía al soplo de su maravillosa erudición”,23 y sobre el maestro Pesado, el cual “Elegía los asuntos de sus composiciones, los estudiaba y los maduraba con toda conciencia […] tenía gallarda letra y sus manuscritos podían parar de sus manos a la imprenta sin corrección alguna”.24 Así, pareciera que, aun a la distancia temporal que existe entre los recuerdos de Prieto -que abarcan de 1828 a 1840- y la publicación de sus Memorias, más que un rechazo y una ruptura con las formas poéticas clásicas y dieciochescas, existe una continuidad. Sigo en ello nuevamente a Miranda Cárabes:

En México, sin embargo, no hay una lucha enconada entre clásicos y románticos. Las dos corrientes estéticas se observan con atención y polemizan sin acritud. Y aunque el romanticismo con todo su bagaje de innovaciones y excelentes modelos, no logra aquí, a diferencia de otros países hispanoamericanos, grandes figuras, sí inclina a la literatura hacia un cambio de señalada trascendencia.25

Reitero: más que una ruptura con los modelos neoclásicos, el primer romanticismo mexicano intentará reestablecer el orden entre el individuo y la sociedad, el cual había sido roto durante los años de la guerra independentista. A este respecto, concuerdo con la tesis de Schmidt-Welle:

La asociación de la libertad con el orden que establecen los criollos a partir de la Independencia significa para el proceso literario la condenación de toda rebelión individual tan frecuente en el romanticismo europeo […]. En este sentido, el romanticismo social -no el estético- funciona como legitimación para el criollo en su afán de no identificar la libertad con el desbordamiento de las masas populares. Por esto, en cuanto al contenido de las novelas del liberalismo mexicano “se trata de novelas tímidamente reformistas, en las que no tienen lugar las pasiones desbordadas ni la crítica de las instituciones vigentes”.26

Así, es posible afirmar que la sensibilidad conservadora, aquella defensora del statu quo de la tradición, está presente durante las décadas de 1830 y 1840 en la forma en que se escribe literatura mexicana. Críticos como José María Heredia, por ejemplo, sostienen la importancia de conocer el arte poética de Horacio o las preceptivas de Boileau, en el caso de escribir poesía.27 Para el cubano afincado en México, “El ‘gran debate’ en aquel momento se enfocaba en la aceptación de los cánones europeos clásicos a consecuencia de la dominación española o, mediante algún malabar ‘epistemológico’, en la participación de esos cánones prescindiendo de España”.28

Por otro lado, y nuevamente de acuerdo con Fernando Ibarra, al acercarnos al Examen crítico del conde de la Cortina encontramos que el autor de origen español manifiesta la necesidad de tomar como modelos válidos aquellos producidos por los poetas europeos, puesto que la nación mexicana es joven y carece de manifestaciones propias que deban ser tomadas como canon: “Europa debe ser la guía porque está a la vanguardia en el estudio de las humanidades. Hay hombres que se han formado en Europa. Entonces, esos hombres deben ser la guía”.29 Sin embargo, y en una atmósfera que Ibarra considera plenamente independentista, el conde de la Cortina sostiene que toda producción poética debería ajustarse a los preceptos gramaticales emitidos por la Real Academia, puesto que un descuido lingüístico empobrecería la comprensión del mensaje expresado.30

Traigo a cuento estas mínimas reflexiones porque considero que la búsqueda de la originalidad en las producciones poéticas mexicanas de inicios del siglo es duramente enjuiciada por dos críticos, empeñados en mostrar los errores cometidos por los jóvenes poetas al momento de importar términos de la lengua francesa. Si en 1837 la inquietud de que no existan voces fuertes en la poesía mexicana está presente en las palabras de Heredia y del conde de la Cortina, no es de extrañar que hacia los años 50 Roa Bárcena piense en términos semejantes la necesidad de solidificar el quehacer literario, además de enunciar los problemas presentes en la poesía mexicana de esa primera mitad del siglo XIX.

A la invasión progresiva del materialismo en las sociedades modernas, hay que añadir, respecto de nuestra República y contrayéndonos a tal indiferencia, los efectos de nuestras multiplicadas y continuas discordias, que han apagado el entusiasmo por todo aquello que es grande y hermoso. Dijérase que las bellas artes son flores que no consiguen abrirse bajo la pesada atmósfera que nos circunda. El Lope de Vega del siglo actual, el cantor de Granada, José Zorrilla, viene a México creyendo hallar nuevas e inagotables inspiraciones, y, en vez de cantar, como lo había hecho siempre, permanece callado, a semejanza de los pájaros en tiempo de muda. Es inconcuso que la época actual en nuestro país no se muestra propicia a la poesía, y que los últimos fuegos del antiguo entusiasmo han muerto bajo el aluvión de malos versos que nos ha inundado de algún tiempo a esta parte.
No sucedía tal cosa en la época brillante que siguió a la independencia de México. Entonces había esperanzas y entusiasmo en todos los pechos: entonces había menos observancia de las reglas prosódicas, y más belleza y abundancia de sentimientos e ideas: entonces había menos versos e indudablemente más poesía: entonces el poeta no era un furibundo rimador capaz de asolear a sus lectores.31

Del fragmento anterior resalto la mención de la presencia en México de José Zorrilla, la cual funciona como una analogía con el aserto que defendía Ibarra y que fue enunciado páginas arriba: son los hombres de letras educados en Europa los que debían guiar la literatura en lengua española. Sin embargo, me parece doblemente interesante que sea Roa Bárcena quien exalta la belleza y la abundancia de sentimientos por encima del seguimiento a las preceptivas y a la prosodia, lo cual demuestra una compleja relación de continuidad y ruptura entre las formas clásicas de escribir poesía y las modernas.32 Con todo, a Roa le importa sobremanera justificar la presencia de Zorrilla en estas tierras como una forma de reconocimiento o una carta de maduración de la poesía mexicana, madurez que no se ha alcanzado en ese momento. Este lamento de Roa es doblemente crudo, puesto que atribuye la esterilidad de las letras mexicanas a los múltiples enfrentamientos en los que se vio envuelta la nación mexicana durante ese periodo.

Me parece necesario hacer una reserva aquí. Para Roa, Zorrilla es un modelo de escritor, aunque no necesariamente está de acuerdo con sus argumentos políticos. Zorrilla eventualmente se decanta por una posición más cercana al liberalismo. Al respecto, el veracruzano escribe en otra de sus intervenciones en el periódico La Cruz:

Indicamos al comenzar estas líneas que algunos de los asertos del señor Zorrilla eran opuestos a nuestras ideas. Efectivamente, él indica que la reforma liberal que se va consumando en el país será favorable a su literatura, y nosotros opinamos con Goethe que nada es más nocivo al adelantamiento de las artes y las letras que las agitaciones políticas. No nos crea nuestro huésped reñidos con las ventajas de una libertad justa y racional, ni con el verdadero progreso; sepa, sí, que en política tenemos la dicha o la desgracia de no alimentarnos con teorías, y que para nosotros las palabras, por bellas que sean, jamás compensan el malestar real de una sociedad ni encubren su infortunio.33

Me detengo para demostrar que Roa (y quizá con él, los miembros del partido conservador) está a favor de la idea de progreso, pero en contra de la agitación y, por tanto, de la reforma radical. Lo que a simple vista es una respuesta entre hombres de letras contiene un manifiesto en defensa del cambio a una velocidad apropiada. En este sentido, me apoyo en Conrado Hernández, quien asegura:

Las tendencias conservadoras surgieron (y cobraron su sentido ideológico) en oposición a los excesos de la Revolución Francesa, no contra la idea misma de cambio o progreso. Con el tiempo, el conservadurismo se expresó como una oposición o práctica variable en su contenido y difícilmente reductible, porque “no es un paradigma coherente de pensamiento, sino que su unidad le viene dada por lo que critica”. Pero la función de conservar sólo cobra sentido ante el peligro del transgresor: la ortodoxia sólo se pone en marcha y alcanza sentido pleno frente a una heterodoxia. Por eso es raro que los términos se vuelvan intercambiables cuando la política conservadora toma la apariencia de revolucionaria, especialmente en la pretensión de restaurar un orden.34

Respecto a la novela, encontraríamos algunos otros juicios críticos como los de Heredia, nuevamente, o los de Isidro Rafael Gondra, quien rechaza toda marca de individualismo en la literatura. Reviso de forma somera algunos fragmentos de estas críticas. En primer lugar, en su “Ensayo sobre la novela”, Heredia enuncia “los recursos de la elocuencia, la belleza de la dicción, el brillo de las paradojas, el talento descriptivo, el ardor de las pasiones y la fuerza del raciocinio”,35 elementos detectados en las novelas de Jean Jacques Rousseau, como si fueran herramientas que pueden alterar la función primera de ese género literario. Según el crítico, Rousseau es capaz de disfrazar los vicios reales, con lo cual altera la percepción de los lectores; por ello, lo considera un testigo subjetivo y a sus novelas, carentes de utilidad:

Muy apasionado para ser observador imparcial, no dio a sus héroes la vida real y el lenguaje propio que Richardson había prestado a los suyos. Julia y St. Preux, Clara y Eduardo hablaron la lengua de Juan Jacobo: idioma audaz, brillante, lleno de vehemencia y grandeza, modelo casi inimitable, pero cuya hermosura oratoria era por sí misma un absurdo, y no convenía con la forma epistolar escogida por el filósofo.36

De acuerdo con Heredia, la novela moderna debía ser la voz que todo testigo imparcial tendría que utilizar para “discutir muchos puntos de moral, de religión y de política”.37 Así pues, la imitación mimética de la vida real debería dejar de lado los vicios y los errores, pues no resultan tópicos propios para el fin moralizante de estos textos. Algo semejante sucede con “Moral. La lectura de novelas”, publicado por Isidro Gondra en el Semanario de las Señoritas Mexicanas en 1841; este texto nos presenta a una práctica lectora: Cecilia, de 15 años, quien se acerca a lo que Gondra considera “esos libros tan fatales a la inocencia”.38 La muchacha lee e imagina ser la protagonista de aquellas novelas peligrosas, en este caso, la Nueva Heloísa de Rousseau, lo cual, en conjunto con su imaginación desbordada y su alma impresionable, termina por ofuscarle la razón y causarle hastío de la vida cotidiana. Hacia el final de la historia narrada por Gondra, Cecilia cae presa del “sueño de la muerte”. La intervención de una buena amiga y de un médico, así como la prohibición de estas peligrosas lecturas, hacen que la inocente joven recupere la salud. El episodio se cierra con un discurso de advertencia sobre el peligro de leer romances cuyo efecto resulta más o menos terrible en todas las jóvenes, pero que, en general:

No dejan de ejercer siempre una funesta influencia. Esa clase de novelas cautivando el corazón extinguen en sus lectores el fuego de la piedad, y una vez que el corazón comienza a pervertirse, se necesitan gracias especiales para detenerlo en el camino de la perdición; porque como las pasiones no dejan raciocinar, es indispensable dominarlas enteramente, para no vernos subyugados por ellas. El remedio único es abstenerse de la lectura de malos libros.39

Del rechazo al individualismo y la correcta proporción. Algunas ideas en la crítica de Roa Bárcena

Este rechazo a las letras que ahora consideramos románticas aparecerá particularmente en la crítica literaria de un escritor que poco a poco irá consiguiendo su lugar en la historia de la literatura mexicana. Un joven José María Roa Bárcena, veracruzano de nacimiento, arribó a Ciudad de México en 1853 y entabló amistad con José Joaquín Pesado. Ambos autores colaboraron en la dirección del periódico conservador La Cruz, “desde el cual se polemizaba con los escritores liberales de El Siglo XIX”.40 Durante los siguientes años, Roa Bárcena publicaría en este diario una serie de textos sobre las manifestaciones literarias impresas, tanto en la capital como en su natal Veracruz. Decía al inicio de esta investigación que me interesa poner en este banquillo al jarocho, quien tuvo a bien criticar el éxito de las novelas francesas. Según los preceptistas de los ejemplos citados, el peligro, advierte Roa Bárcena, está constituido por varios elementos presentes en las narraciones, así como en el público al que éstas llegan.

Veamos, por ejemplo, el inicio de “Educación de la mujer. Cartas sobre la novela de Alejandro Dumas titulada ‘La boca del infierno’”. Cabe resaltar que empieza con una carta dirigida a Roa Bárcena, la cual es remitida por un desconocido (con el seudónimo de Antenor), quien reconoce tener confianza en el joven veracruzano, “aunque en política, moral y religión profesáis opiniones muy diversas de las mías y que han sido siempre un muro entre los dos”.41 Independientemente de afiliar a su emisor como liberal, en el campo de la educación femenina y en la guía que los padres deben ejercer sobre sus hijas, la sensibilidad conservadora está presente en ambos interlocutores. La respuesta de Roa Bárcena continúa este rechazo hacia las novelas modernas en términos muy semejantes a los antes expuestos por Isidro Gondra:

Voy a contestaros en el acto. Es cierto que la imaginación suele ser en las mujeres, como en todas las organizaciones privilegiadas, mucho más poderosa que la razón, y este es o debe ser un motivo más de cuidado al tratarse de formar su carácter. Ya sabéis que en literatura no estoy reñido con la novela, y conozco, sin embargo, y confieso que los peores enemigos de las mujeres son las novelas. Si las jóvenes son insensibles y de escasa imaginación, se vuelven bachilleras con tal género de lectura; si son ricas de imaginación y de sentimiento, se vuelven románticas y esta es una de las peores fases descubiertas a la demencia. […] hay muy escaso número de novelas verdaderamente buenas, y todavía más escaso criterio al poner libros de esta clase en manos de las mujeres.42

Me parece importante recalcar que, en esta crítica, Roa fija la atención en el tono más que en la temática de las novelas de Dumas. Al respecto, establece una comparación entre Memorias de un médico y los cuentos del Decamerón de Bocaccio. El veracruzano afirma que el cinismo de los cuentos florentinos funciona como un antídoto para curar la enfermedad producida en el espíritu por la lectura de estos relatos y que, por el contrario:

las segundas [haciendo referencia a La boca del diablo y las Memorias, están] escritas en estilo que, sin duda por ironía, se llama decente, pasan de mano en mano entre el bello sexo, le enseñan cosas que no debe saber en opinión de nosotros los hombres de la vieja escuela, y le inculcan ideas y le despiertan sentimientos que más tarde constituyen la desventura y la deshonra de las familias.43

Igual que a Gondra, a Roa Bárcena le preocupa el efecto nocivo ejercido por la lectura de dichos textos en las mentes de las jóvenes mexicanas y su efecto futuro en la destrucción del modelo tradicional de la familia.

Sin embargo, considero que hay un punto que da una nota distinta a esta sensibilidad conservadora: para Roa Bárcena es necesario criticar duramente la novela de Dumas pues, a su juicio, emite una imagen distorsionada de lo bueno y lo bello. Pero esta crítica sostiene más allá de un criterio estético y roza los límites de lo teológico.44 Me explico: según Roa Bárcena, la gran falta de las novelas de Alejandro Dumas, particularmente de La boca del diablo, es su retrato del:

género humano plegado a la voluntad del destino, de la fatalidad. En esta obra desaparece Dios, desaparece su Providencia, desaparece el libre albedrío de la criatura humana. El hombre no es sino juguete de las circunstancias, dócil instrumento del más fuerte de sus semejantes, un autómata […] Samuel Gelb es el protagonista de la obra: voluntad superior, espíritu indomable, dispone de la ciencia, de la fortuna y de la palabra; es árbitro del destino de cuantos le rodean; ante él las criaturas humanas son las figuras de un juego de ajedrez sobre el tablero del mundo.45

Me parece importante detenerme en la desaparición de la Providencia, enunciada en el párrafo citado, y contrastarla con la explicación que de la Providencia se formula en el texto “La cuestión religiosa”, publicado en el mismo periódico:

Siendo la verdad, el poder y el bien, [Dios] esencialmente posee el derecho de ser creído, esperado y amado. Mas para que este triple derecho pasase de la posibilidad a la existencia, era necesario que hubiese otros seres fuera de Dios; y como tales no podían existir sin él, resulta que la más estrecha filosofía nos arrastra de Dios a sus obras. Dios que todo lo saca de la nada; Dios que todo lo conserva: he aquí las dos ideas fundamentales que resumen la acción exterior de la Divinidad. La Omnipotencia, pues, brilla en la creación, la Providencia en la conservación de los seres […]. La conservación de los seres viene a refluir toda en beneficio del hombre: luego el hombre resume en sí la acción maravillosa y benigna de la Providencia.46

Más allá de la factura y la calidad de la escritura dumasiana, la crítica de Roa Bárcena se centra en el peligro latente que existe ante la desaparición de Dios, otro tópico romántico explorado en la novela europea del periodo. En este sentido, el autor intenta defender la religión, pues es la única arma para combatir la convulsa modernización-secularización-ruptura percibida en las letras francesas y su funesta influencia en los lectores mexicanos. Considera que ante la desaparición de la Providencia divina corre peligro la conservación y el futuro de México. En este tenor, coincido con el aserto de Ty West cuando analiza el liberalismo como una enfermedad, según la visión conservadora:

Los colaboradores de la revista [La Cruz] (Pesado y Roa Bárcena) establecen, repiensan y cuestionan los postulados del conservadurismo en términos del futuro y la modernidad. Por ejemplo, al sugerirse como expertos en la diagnosis de una enfermedad nueva (el liberalismo), los conservadores se posicionan como partidarios de una modernidad que vaya más allá de una simple definición de la relación entre cuerpo e ideas.47

La metáfora de la novela dumasiana como un cuerpo enfermo aparece en el examen crítico de Roa Bárcena, por ejemplo, en el siguiente fragmento: “Este es el esqueleto de la novela, y os parecerá repugnante, como todo esqueleto; pero lo que os parecerá raro es que, revistiéndolo de arterias y de carne, Alejandro Dumas haya conseguido hacerlo no sólo repugnante, sino asqueroso”.48 Así pues, si entendemos La boca del infierno como un cuerpo en putrefacción, éste produciría un efecto venenoso sobre las lectoras y, por metonimia, sobre la familia y el futuro de México, puesto que son aquellas quienes educarán a las nuevas generaciones.

Si la actividad lectora de la joven nación mexicana está en peligro con una serie de novelas en las cuales se exaltan las pasiones individuales, la aparición de otro tipo de textos como los folletines trae consigo un nuevo riesgo para las estructuras tradicionales. Sigo a Domingo Miliani para contextualizar este periodo denominado romántico social por Roger Picard (en 1947), época en la cual circulan los folletines en América Latina:

La generación nacida en plena guerra de Independencia, la que padecerá en su juventud los vaivenes de una política aún no conformada establemente, ha ido a Europa, se empapa en la cuestión social que ya ha producido levantamientos y conmociones fuertes, en Francia. El romanticismo ha llegado a su periodo de amplio contenido social conmiserativo; los políticos y filósofos europeos ven lo inoperante de las antiguas estructuras políticas y se apresuran a tejer módulos nuevos de carácter utópico, aptos a paliar la inminencia de los estallidos populares […]. El capitalismo se vuelve un monstruo esquivo en las manos de sus propios creadores y preconizadores […]. En todos los campos se nota la angustia y el insomnio motivados por la cuestión social. Es el instante del socialismo utópico.49

Por su parte, Laura Suárez de la Torre verifica la presencia en México de Los misterios de París, la novela de folletín por antonomasia a partir de 1844.50 La obra de Sue, como lo estudia dicha investigadora, contiene mensajes alienados al romanticismo utópico y al socialismo que muy pronto levantaron críticas en varios sentidos. En El Siglo Diez y Nueve, por ejemplo, se aplaude “la universal popularidad cada día más creciente, tanto de esta obra extraordinaria como de su autor; la general aprobación de profundos literatos y los reiterados pedidos que de ella hacen de todas partes los amantes de la literatura, son circunstancias muy suficientes para recomendar su lectura tan amena como moral”.51 Por supuesto, es necesario pensar en este aviso y recalcar su sentido publicitario, el cual, más que criticar o analizar la novela, la presenta como novedad digna de ser comprada. Pocos años después, Niceto de Zamacois se refiere a la moderna novela francesa como:

otra nueva mitología de seres falsos, donde a la clase más morigerada nos la presentan devorando al pueblo, ni más ni menos que como a Júpiter [sic] devorando a sus propios hijos.
Los autores que adulando al pueblo, para que éste los saque de la oscuridad, lamentan la miseria en que gime, exagerando su situación y obligándole a que rompa el dique del respeto a las únicas cosas sagradas que le pudieran contener en los justos límites del deber, son semejantes a aquellos imprudentes maestros que refieren a sus discípulos los vicios de sus padres, sin hacer mérito de sus virtudes, haciendo de ese modo que los hijos falten al respeto debido a quienes les dieron la vida, y que imiten sus debilidades, santificadas por la corrupción que la juzgan natural y generalizada.52

Y ya centrados en una crítica totalmente combatiente de la ideología socialista, baste mencionar esta nota recuperada por Laura Suárez de la Torre de las páginas de La Hesperia (el 22 de junio de 1850), publicación financiada por españoles que circulaba en nuestro país:

Eugenio Sue se ha hecho, quizás a pesar suyo, uno de los héroes del socialismo desde que escribió Los misterios de París; arrastró su fantasía a describir con la mayor prolijidad y exactitud la clase más baja e inmunda de la sociedad, con sus repugnantes colores y sus vicios más degradantes […] empero, tenga o no Mr. Eugene Sue convicciones e ideas liberales, no por esto ha dejado de ser, fuera de sus escritos, uno de los hombres más aristocráticos de la época actual. No ha dejado de ser el elegante dandy, que lleva en sus bolsillos napoleones perfumados […]. Con semejantes costumbres, cómo podrá avenirse ahora Mr. Eugenio Sue con la práctica de las teorías socialistas que tiene que propagar y defender.53

No es extraño entonces que la defensa de México contra las doctrinas socialistas sea un tema abordado por José María Roa Bárcena en La Cruz. En 1855 la novela de Sue sigue siendo un éxito editorial, lo que habla del “peligro” al que ha estado expuesto el público mexicano durante tanto tiempo. Dice el veracruzano:

No hace todavía diez años que las obras del escritor francés Eugenio Sue obtenían gran boga en México. Los misterios de París, El judío errante, La mujer del gran mundo, y Martín el expósito se disputaban la palma de la preferencia, no sólo entre los hombres sesudos y los jóvenes arrebatados, sino también entre la más noble y delicada mitad de nuestra raza, entre aquellas jóvenes educadas en los más severos principios de la virtud, y a quienes las madres encerraban, por decirlo así, en el invernáculo de su vigilancia.54

Vale la pena detenernos a pensar que los autores de las distintas publicaciones revisadas concuerdan con Roa Bárcena al “condenar” la circulación de obras literarias ahora conocidas como modelos del folletín decimonónico. A Roa, como a los críticos de las décadas anteriores, le preocupa la exposición de la sociedad mexicana a las pasiones. Dejemos que hable el veracruzano sobre los posibles daños de leer, por ejemplo, Los misterios de París:

Eugenio Sue pintaba vivamente las pasiones; pero no las pintaba en términos pulcros. Así, pues, la madre que no habría dejado en manos de su hija el Quijote, a causa de una o dos palabras que el transcurso del tiempo ha hecho mal sonantes, no tenía escrúpulo en darla a leer el estudio psicológico y altamente lascivo de la pasión de Jaime Ferrand hacia Cecilia. Luego, con el sistema de que no es bueno que las jóvenes sean del todo inocentes, muchas madres, al leer Los misterios de París decían que aquello era la relación exactísima de lo que pasa en la vida real, y que el conocimiento de esta última no podía dañar a sus hijas.55

Si para el veracruzano la exposición de pasiones ajenas a la moral y las buenas costumbres resulta un peligro, es doblemente peligrosa la doctrina socialista percibida en otra novela del escritor francés:

Eugenio Sue, en Martín el expósito supo introducir un curso completo de doctrinas socialistas y comunistas, ya iniciadas en Los misterios de París. Las madres por lo común, no entienden una jota en esta materia, y en cuanto a los admiradores de Sue, dijeron que este escritor no era socialista ni comunista, sino solamente filántropo. Entonces, todos aquellos que siempre gustan de pasar por liberales y filántropos aplaudieron encarnizadamente al autor de Martín el expósito.56

Y si la exposición a las pasiones y el acercamiento al socialismo son cuestiones duramente reprobadas por Roa Bárcena, la presencia de ataques en contra del catolicismo (y con ello, nuevamente, la desaparición de la visión providencial antes enunciada) es, igualmente, motivo para desaconsejar la lectura de los folletines franceses:

Llegamos al Judío errante, una de las obras más apasionadas y virulentas que se han publicado contra el catolicismo. En ella se atacan las doctrinas de la Iglesia, se diviniza la materia, se rehabilita el paganismo, se preconiza el suicidio, se infiltra el odio más profundo contra el sacerdocio católico, y todo esto, justo es confesarlo, con la maestría posible, con aquella verba, y no con la belleza de forma que todos concedemos a Eugenio Sue. No faltaron plumas ilustradas que señalaran el mal y que condenaran la obra; pero se les contestó que Sue no atacaba en El judío errante sino el fanatismo y a los jesuitas, y que ni uno ni otros constituían el catolicismo. Además, Sue, en su misma obra, hacía repetidas protestas de su ortodoxia, protestas que eran a la vez una irrisión para los espíritus pensadores, y un pérfido lazo para los espíritus superficiales, que son los más. Así pues, los pocos escritores que condenaron la obra fueron apellidados fanáticos y sostenedores de abusos, y El judío errante continuó circulando en manos de toda clase de gentes.57

Al parecer, estos textos son una especie de antesala para la publicación de La quinta modelo en las páginas de La Cruz. El ataque en contra del socialismo defendido en novelas como Los misterios de París es el tema central que sostiene el argumento de esta novela distópica, “a manera de ilustración de las consecuencias perniciosas del liberalismo llevado a la práctica”.58 Sin afán de entrar de lleno en la obra de nuestro autor, me parece importante hacer notar que esta ficción sirve para mostrar de lleno, es decir, con un ejemplo cercano y verificable en varios sentidos,59 el resquemor ante la introducción del socialismo en la ideología mexicana. Así lo ha señalado Pamela Vicenteño:

En específico, por los ataques que el francés hacía al catolicismo y al orden social en sus novelas. Para el mexicano, Sue era un hipócrita, pues agredía a los ricos y compadecía a los pobres, ostentando una falsa filantropía que combatía la caridad [...]. A fin de contrarrestar esa intromisión socialista en el campo intelectual mexicano, nuestro autor, en varias de sus obras narrativas de esa época, exaltó los valores como la caridad, la piedad o la compasión. Y en La quinta modelo, en específico, el narrador, a partir de su propia experiencia -y testimonio-, enseñará al público lector los resultados de la falta de valores morales.60

Entonces, si las letras contemporáneas a nuestro autor son peligrosas para la juventud mexicana, incluso aquellas que en el presente son consideradas íconos de la literatura romántica, ¿cuáles serían los textos literarios necesarios para construir un canon que funcione como un modelo para la naciente literatura mexicana, así como para educar a la nación? Retorno entonces a las “Variedades” de nuestro autor. En “Estudios literarios. Estrella”, columna aparecida en enero de 1858, podemos entender cómo se concretan las reflexiones de los escritos anteriores. Ahí, el veracruzano construye una narración en la cual las bellas letras se convierten en obras de una exposición. Como si fuera Dante, Roa Bárcena es guiado por dos alegorías, primero una joven bella y después un anciano; para él resulta inminente la aparición de una literatura “a la moda”: la muchacha en cuestión, la cual le presenta a Roa una serie de piezas de la exposición. Me parece imprescindible enfatizar las primeras dos líneas del texto referido, en las cuales Roa afirma cómo es que estas obras encandilan a primera vista:

mi bella introductora se apoderó de mi brazo y me condujo hacia los cuadros que por lo pronto me deslumbraron, lo confieso.
Algunos de ellos tenían escrito el título de la composición y el nombre de su autor: es imposible que recuerde todos los títulos y todos los nombres; citaré, sin embargo, al Rey monje por don Antonio García Gutiérrez, a Margarita de Borgoña por monsieur Alejandro Dumas, a Macías por don Mariano José de Larra, a Carlos II el hechizado por don Antonio Gil y Zárate, a Catalina Howard y Antony por monsieur Alejandro Dumas, a Angelo tirano de Padua por monsieur Víctor Hugo.
Los ropajes de todas estas figuras eran brillantes: las carnes frescas, el conjunto de los cuadros deslumbrador.
Me aproximé todavía más: al través de este conjunto, de esas carnes y de esos ropajes, buscaba el sentimiento, buscaba el corazón de los protagonistas, buscaba el corazón del artista, que se refleja en sus obras como el sol en la superficie del mar.61

Con esta alegoría el escritor censura la belleza frívola y la brillantez con la que se presentan títulos firmados por autores como Alejandro Dumas, Mariano José de Larra o Víctor Hugo. Resalta, por supuesto, que en la imagen, la juventud y la frescura son los adjetivos con los que se caracterizan dichas obras contemporáneas; lo que se ve fascinante a primera vista, sin embargo, está vacío de sentido y carente del espíritu del autor, su moral, su fin didáctico. A decir de Roa Bárcena, los cuadros de estas novelas y obras de teatro no retratan fielmente al hombre, a quien denomina la obra más admirable de la creación:

me pareció aún más, que estaba calumniada. ¿Aquellas figuras hablaban, se movían y obraban por impulso propio, o a impulso de la mano de un Ser incomprensible, que los artistas dieron en llamar el “Destino”? ¿El adulterio, el puñal y el veneno son las únicas formas visibles del sentimiento humano? ¿Son estos cuadros el espejo en que se refleja una sociedad corrompida? ¿Son las lecciones con que se la quiere corromper más de lo que está?62

La idea del hombre como juguete del destino es, nuevamente, producto de la desaparición de la Providencia divina, motivo por el cual Roa critica duramente estos textos. Luego, acude al tópico vanitas vanitatis, recurso muy barroco, por cierto, para mostrar que estos cuadros, es decir, las obras de moda a mediados del siglo XIX, no resistirían el paso de los años. El anciano, alegoría del Tiempo, saca un espejo oculto de entre sus ropajes y lo aplica a los cuadros. Al ver el reflejo, Roa se asombra, pues:

sus bellos colores habían desaparecido: todas las figuras eran repugnantes y deformes. Luego lo aplicó a la joven que me había acompañado, o sea la Moda. ¡Cuál fue mi estupor! Aquella joven no era sino una vieja coqueta de peluca, dientes postizos y lleno el cutis de afeite. Volví a otro lado el rostro para ocultar un gesto de horror involuntario, y ella hizo con sus hombros un movimiento de desprecio.63

A nuestro autor le interesa comparar los textos redactados por sus contemporáneos con las obras que él considera clásicas, atemporales, canónicas. En sus palabras:

[En compañía del Tiempo] Entramos en una sala enteramente diversa de la primera: tenía escasa luz, mucho polvo y ninguna concurrencia: poco a poco el viejo fue limpiando por medio de un lienzo húmedo, multitud de cuadros antiquísimos y colocando uno tras otro bajo la acción de la luz. ¡Qué figuras tan nobles, tan bellas, aparecieron sucesivamente a mis ojos! ¡Cómo sin esfuerzo alguno mi entendimiento comprendía el espíritu que había precedido a la formación de cada uno de estos cuadros! El tiempo que ha transcurrido desde que fueron ejecutados hasta la época actual, ha introducido tal variación en las fisonomías, en los trajes, en las actitudes, que el conjunto de muchas de esas obras nos parece monstruoso, quizá porque las examinamos a la luz del día de hoy, siendo así que deberían examinarse a la luz misma con que fueron pintadas; mas, prescindiendo de ese conjunto, lo repetiré: ¡Qué figuras tan nobles, tan bellas! Allá está Desdémona, más acá la dulce, la interesante, la desgraciada Ofelia.64

Además de la comparación entre lo “de moda” y lo que resistió el paso del tiempo, me parece importante resaltar la mirada histórica presentada en los análisis literarios de Roa, pues, para el veracruzano, la recepción de obras consideradas clásicas se ha empantanado en su actualidad, al no ser comprendidas a cabalidad. Tal vez sin haberse dado cuenta está afirmando ciertas bases que ahora damos por sentadas para el estudio literario: la necesidad de comprender el texto en sus contextos. Una lectura de la literatura anterior con los ojos y los sentidos del presente, inevitablemente deteriora el mensaje original. Por ello es que resulta más fácil la lectura de los textos contemporáneos al público lector, quien comparte sentimientos, lengua y contextos afines. Ante lo inoperante de acercarse a un texto de otras épocas sin la conciencia histórica, la propuesta de Roa gira en otro sentido: para él quizá sea posible adaptar los textos antiguos a los sentidos modernos, sin que por eso se pierda el mensaje moral de aquellas obras consagradas:

He dicho que la mayor parte de las obras dramáticas antiguas nos parecen monstruosas en su conjunto, y consideradas así, estoy muy lejos de constituirme en defensor suyo. El transcurso del tiempo ha traído tal mudanza en los sentimientos, en las costumbres y hasta en el idioma de la sociedad, que hoy nuestro público se duerme si es puesta en escena la mejor pieza de Racine, de Alarcón o de Moreto, mientras el más insignificante vaudeville mantiene su atención despierta. Aquellas han caducado, preciso es confesarlo, y han caducado, no por falta de mérito, no porque las obras modernas las sean superiores, sino porque su época pasó; porque esas se adaptan más a los sentimientos, a las costumbres y hasta al lenguaje social de hoy; pero séame lícito preguntar si hay muchas figuras en el teatro moderno que puedan compararse en belleza moral a las que encierra el antiguo en sus empolvados volúmenes; séame lícito preguntar si nuestros autores dramáticos no deberían estudiar con detenimiento aquellas figuras, despojarlas de su antiguo ropaje y presentarlas en la escena bajo diverso aspecto, sí, pero siempre nobles y grandiosas; séame lícito preguntar por último, si la misión del teatro es la mejora de costumbres, y si la exageración de las virtudes de que hicimos mención al hablar de Lope no ejercerá más saludable influencia en las costumbres que la exageración de los crímenes, que es el carácter dominante del teatro moderno.65

Su propuesta consiste entonces en adjudicarle el sello de canónico a lo que ha resistido el juicio del tiempo, conformado por quienes en la actualidad son llamados sabios; a partir de esos modelos es posible construir un arte mexicano nuevo, que combine los rasgos más clásicos con lo novedoso en una proporción adecuada. Como tal, la crítica literaria de Roa Bárcena, al igual que la sensibilidad conservadora que hemos seguido a lo largo de estas páginas, nos muestra estos textos lejos de la percepción reaccionaria o ultramontana, términos en los cuales hemos entendido la prensa conservadora a los ojos del liberalismo triunfante. Nuestro autor aboga por el cambio, pero un cambio medido y necesario, libre de la violencia provocada por la revolución y el liberalismo más radical. En este sentido, coincido con Miguel Hernández Fuentes, quien asegura:

En otros términos, la tradición tenía que ocupar un lugar fundamental en la construcción del presente y del futuro. E incluso, lo que se puede encontrar aquí son los referentes explícitos sobre los cuales se construye la experiencia de la que se valían los escritores conservadores. En la experiencia sobre la marcha de la historia nacional confluían las lecciones positivas aportadas por otras naciones, los logros y realizaciones del pasado colonial, así como el desengaño experimentado recientemente con respecto a las “doctrinas revolucionarias” que habían mostrado su ineficacia.66

Conclusiones

A reserva de que este panorama sea demasiado general y que deje de lado muchos otros conceptos que presenta José María Roa Bárcena en sus estudios literarios publicados en La Cruz, me parece importante señalar las ideas -a mi juicio, centrales- en la producción crítica de dicha publicación: la primera de ellas es un rechazo al Romanticismo, ya sea de corte individualista, es decir, aquel que exalta las pasiones sobre la razón, la moral y las buenas costumbres, ya sea de corte socialista utópico, doctrina circulante entonces en Europa y en el continente americano.

Me interesa resaltar que este rechazo lo comparte con otros críticos, lo cual demuestra que no es solamente una apreciación conservadora. En este sentido, resulta importante cerrar esta primera reflexión con el manifiesto propio de Roa Bárcena; consideraba que el escritor mexicano debía cumplir con las siguientes premisas:

En nuestro concepto, para que la literatura mexicana progrese y llegue a tener un carácter nacional, es preciso ante todo que quienes se dedican a su cultivo se hagan cargo del estado social del país, y poniendo a un lado lo frívolo y lo superficial, impriman a sus obras un sello de verdadera utilidad. No queremos que los literatos se mezclen en la política; pero si deben ser indiferentes a tal o cual forma de gobierno, a tal o cual modificación administrativa, no deben serlo respecto de la conservación o extinción de los grandes e inmutables principios a que debe su existencia toda sociedad civilizada y cristiana.67

La segunda idea que atraviesa el pensamiento de José María Roa Bárcena versa sobre el problema de determinar cuál es la literatura universal y cómo es que dicha literatura canónica debería ser entendida, disfrutada y utilizada para ejercer una buena influencia, tanto en las costumbres del pueblo mexicano como en la forma en la que se deben crear las nuevas letras mexicanas. Como hemos visto, la función de la literatura como herramienta moralizante es una preocupación a la cual se adhieren ambos bandos, liberales y conservadores, aunque estén enfrentados en otras arenas, lo cual demuestra que la sensibilidad conservadora está presente en los críticos mexicanos, independientemente de cuál sea su filiación política. Por ello, revisar la prensa conservadora y contrastarla con la liberal nos permite atisbar que, por lo menos en el campo de la crítica literaria, existen más lazos en común de los que podríamos imaginar.


Notas al pie
3

Josefina Zoraida Vázquez explica las razones por las cuales este maniqueísmo se consolidó durante los últimos años del siglo XIX (de paso, apunta la visión falseada que había surgido durante el periodo decimonónico en los estudios históricos, políticos y económicos, la cual sobrevivió casi hasta el último tercio del siglo XX): “En el ámbito restringido de la historia política el diagnóstico no puede ser sino pesimista, pues esta época no sólo ha sido relegada, sino que [… al ser] utilizada como referencia para estudios de otros campos prevalece la interpretación del siglo XIX como un simple periodo de revoluciones y dictaduras; es decir, sigue arrastrando acusaciones que en su tiempo se le hicieron. Esta imagen, que fue útil para la historiografía oficial de los liberales triunfadores —las fuerzas del progreso—, para desacreditar a sus oponentes conservadores —las fuerzas de la reacción—, fue utilizada hábilmente para justificar la dictadura de Porfirio Díaz como necesaria para superar el caos que la había antecedido”, Josefina Zoraida Vázquez, “Un viejo tema: el federalismo y el centralismo”, Historia Mexicana 42, núm. 3 (enero-marzo de 1993): 622, https://www.jstor.org/stable/25138860.

4

Al respecto de esta visión maniquea, Reynaldo Sordo plantea el origen de esta falsa dicotomía en las cargas adjetivas con las que se identifica a los denominados conservadores en la América de los siglos XVIII y XIX: “El problema es que ser conservador en la sociedad americana ha sido una posición política desprestigiada y poco atractiva, en los siglos XVIII y XIX principalmente. Se asocia a la imagen de conservador los atributos de anticuado, retrógrado, fuera de época, insípido, cauto, espíritu mezquino, materialista, egoísta, insensible, negativo, antihumanista, antiintelectual y sobre todo conformista. Al defender el orden establecido y oponerse a las innovaciones el conservador se convierte en un ser conformista que niega los valores más altos de la vida. A pesar de esta imagen negativa que ha existido en la sociedad americana, y que podríamos hacer extensiva a la mexicana, los estudiosos descubren desde los orígenes de la república americana una persistente presencia del pensamiento conservador y del conservadurismo en la cultura norteamericana. Así, en los padres fundadores encontramos un grupo innovador, que crea algo nuevo, la república federal, con objetivos, ideas y medios conservadores. Desde un punto de vista humanístico hay un grave dilema en la filosofía de los Padres, que se deriva de su concepto del hombre. Ellos enseñaron que el hombre era una criatura de egoísmo rapaz, y sin embargo deseaban que fuera libre; libre en esencia, para competir, para dedicarse a una lucha arbitrada, para usar la propiedad como medio de obtener más propiedad”, Sordo Cedeño, “El pensamiento conservador del partido centralista…”, 140.

5

Para una historia sobre la emergencia del pensamiento conservador, sus orígenes e influencias, el protagonismo de Lucas Alamán en la escena mexicana de los años 30 del siglo XIX y su legado para la conformación del partido conservador en el medio siglo, puede leerse Moisés González Navarro, “Tipología del conservadurismo mexicano”, en La Revolución francesa en México (México: Colmex, 1991), 215-234, https://www.jstor.org/stable/j.ctv3dnpkv.16. Vale la pena detenerse a pensar cómo los ideales del conservadurismo fueron retomados, por lo menos en ciertos aspectos, en el proyecto positivista de Justo Sierra.

7

Me refiero a la tesis de maestría de Gómez Aguado titulada “Un proyecto de nación clerical: una lectura de La Cruz: periódico exclusivamente religioso” (2002). Por desgracia, no tuve acceso a dicha tesis, pero sí a varias otras de sus publicaciones, que están citadas en el cuerpo de este texto y en las notas. En el caso de Érika Pani, el artículo más antiguo del que tengo noticia será citado a continuación y es en el que aparece este deslinde necesario para tener en cuenta al momento de desarticular la visión maniquea del conflicto entre liberales y conservadores, el cual atañe justamente a la publicación de prensa periódica. De acuerdo con Pani los grupos conservadores tampoco son homogéneos, por lo cual no es posible entender estas publicaciones como si fueran la voz de toda una corriente ideológica: “La prensa mexicana del siglo XIX, además de reflejar las ‘actitudes vitales’ del momento, representa un órgano mediante el cual los grupos de interés difundían su posición. Aunque esos periódicos católicos no mostraban la opinión de todos los conservadores ni tampoco la de la Iglesia como institución, difundían la posición de un sector de la sociedad —incluido el sector más importante de la alta jerarquía eclesiástica— cuya actitud será un factor determinante tanto durante la guerra de Reforma como durante la intervención y el segundo imperio”, Érika Pani, “Una ventana sobre la sociedad decimonónica: los periódicos católicos, 1845-1857”, Secuencia, núm. 36 (septiembre-diciembre de 1996): 70-71. https://secuencia.mora.edu.mx/index.php/Secuencia/article/view/550. En este sentido, y en conjunto con la noción de sensibilidad conservadora, es posible plantear la mezcla poco homogénea de pensamientos que tradicionalmente se consideran tanto conservadores como liberales en las páginas de la prensa mexicana decimonónica.

15

Según Érika Pani, La Cruz y otros periódicos eran “supuestamente apolíticos. Informaban a los lectores acerca de las funciones religiosas en las distintas parroquias, del santoral, de las obligaciones y devociones semanales […]. Sin embargo, esta profesión de neutralidad política no significaba que los periódicos católicos se mantuvieran al margen de la esfera pública: al contrario, su móvil principal era el considerar que, en un país católico, la religión de ninguna manera podía encerrarse dentro de las iglesias y capillas, o dentro de la conciencia ‘privada’ de los individuos. La ‘religión verdadera’ debía ser eje y fundamento de toda vida social y política”, Érika Pani, “‘Para difundir las doctrinas ortodoxas y vindicarlas de los errores dominantes’: los periódicos católicos y conservadores en el siglo XIX”, en La República de las letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico. Publicaciones periódicas y otros impresos, t. 2, ed. de Belem Clark y Elisa Speckman (México: UNAM, 2005), 121.

32

Acudo a Octavio Paz y su tradición de la ruptura: “durante el último siglo y medio se han sucedido los cambios y las revoluciones estéticas, pero ¿cómo no advertir que esa sucesión de rupturas es asimismo una continuidad?”. Al respecto, el Nobel mexicano asegura que existe “un mismo principio [que] inspira a los románticos alemanes e ingleses, a los simbolistas franceses y a la vanguardia cosmopolita de la primera mitad del siglo XX”; y más adelante confirma “la persistencia de ciertas formas de pensar, ver y sentir” más que de influencias o coincidencias, Octavio Paz, Los hijos del limo, 3a. ed. (Barcelona: Seix Barral, 1981), 25. La crítica de Roa Bárcena, como veremos a lo largo de las siguientes páginas, sirve de ejemplo para entender esta persistencia de formas de pensar compartidas entre el autor veracruzano y los críticos contemporáneos.

44

Sobre esta visión vinculante de lo estético con lo divino ya ha escrito Sergio Gutiérrez Negrón, particularmente al referirse a un texto en el que Roa Bárcena habla acerca de una exposición de arte en la Academia de San Carlos: “Roa Bárcena desarrolla la relación directa que existe entre la autonomía relativa, la belleza de pensamiento y la divinidad. Lo que añade la teoría del arte implícita que este articula en su artículo es una comprensión del mundo en el que la experiencia estética —la belleza— está diseminada por voluntad de Dios como su celestial expresión. El arte figura, por consiguiente, como una destilación de la materia divina y el artista, como un tipo de médium. Es posible llamar a esta concepción de lo artístico, fundada sobre una belleza profunda que es siempre ya una belleza divina, como ‘aestesis teológica’”, Gutiérrez Negrón, “Estética, polémica y Dios…”, 368.

54

José María Roa Bárcena, “Una carta de Eugenio Sue”, La Cruz, t. 4, 26 de febrero de 1857: 303. El éxito editorial de la novela de Eugenio Sue es un tema que ocupa muchas páginas de la prensa conservadora en la década de 1840 en México. A juicio de Rodríguez Piña: “Para los conservadores católicos, el debate que dio lugar la publicación y difusión de Los misterios de París a partir de 1845, los encontró en una situación muy significativa, pues estaban definiendo su estrategia mediática contra la difusión de las ideas liberales entre la sociedad mexicana. Esta estrategia tenía como fin contrarrestar al liberalismo a través de la publicación de periódicos y revistas y difundir sus principios religiosos, acompañados de sus ideas en torno a la política, a la sociedad y, en fin, al proyecto cultural que encarnaban. Así, la novela-folletín de Eugenio Sue representó una oportunidad de discutir ese proyecto conservador en la convulsionada sociedad de mediados del siglo XIX”, Javier Rodríguez Piña, “Los conservadores-católicos mexicanos ante Los misterios de París de Eugenio Sue”, en Tras las huellas de Eugenio Sue. Lectura, circulación y apropiación de Los misterios de París. Siglo XIX, coord. y ed. de Laura Suárez de la Torre (México: Instituto Mora, 2015), 219.

57

Ibid., 303-304. Al respecto de esta lucha contra el socialismo, Pamela Vicenteño enuncia que La Cruz “Se sumaba a la misión establecida desde las Alocuciones inquisitoriales y otras letras apostólicas, posteriormente contempladas en la Quanta cura (1864) y en el Syllabus errorum por la máxima autoridad religiosa de la época: Pío IX. Entre la lista de errores mencionados en dichos documentos eclesiásticos se trató, entre otros, el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo absoluto y moderado, el indiferentismo, el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas, las sociedades clérigo-liberales, los errores de la sociedad civil, de la moral natural y cristiana, así como los errores sobre el matrimonio cristiano y los relativos al liberalismo”, Vicenteño Bravo, “¿Para qué hay revoluciones?...”, 123.

59

Pienso en un caso verificable: la descripción de Gaspar, el protagonista de La quinta modelo, la cual recuerda de múltiples maneras a Melchor Ocampo o, por ejemplo, la importación de ideas liberalistas desde Estados Unidos, tal como sucede con Gaspar, que evoca las asociaciones de mexicanos expatriados en Nueva York o en Nueva Orleans. Para mayor información sobre estos temas, véase el artículo de Vicenteño Bravo, “¿Para qué hay revoluciones?...”, 125.

Referencias
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