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“Liberales y conservadores en México y España, siglos XIX y XX”


“Liberals and Conservatives in Mexico and Spain, 19th and 20th Centuries”

Ángel Miquel*

* Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Facultad de Artes, Cuernavaca, México angelmiquelrendon@yahoo.es

Escenarios de cultura entre dos siglos. España y México, 1880-1920. Cano Andaluz A, Suárez Cortina M, Trejo Estrada E, eds. México: Universidad Nacional Autónoma de México / Universidad de Cantabria, 2018, 479 pp. ISBN: 978-607-30-0845-7

Recepción: 05.03.19 / Aceptación: 20.03.19


Palabras clave: Historia comparada, periodo de entresiglos, relaciones México-España, liberalismo, conservadurismo.
Keywords: Comparative history, turn of the century, Mexico-Spain relations, liberalism, conservatism.

Constituye la cuarta entrega de un fructífero proyecto binacional orientado hacia la exploración de expresiones en las que, como apuntan los editores, fueron ganando espacio “las formas a que dio lugar el pensamiento liberal en la política, en la economía, en la esfera social” y otras áreas (p. 7). El concepto “pensamiento liberal” se utiliza en un sentido amplio, tomándolo de una obra del historiador español Manuel Suárez: “aquel pensamiento político que antepone la realización del ideal moral a cuanto exija la utilidad de una porción humana, sea ésta una casta, una clase o una nación” (ibid.). Se sobreentiende, desde luego, que el liberalismo enfrentó otras fuerzas, llámense conservadoras, tradicionalistas o eclesiásticas que, en ciertos casos, retrasaron o incluso cancelaron la implantación de sus principios. Por eso este libro proporciona, en una de sus principales dimensiones, un mosaico de imágenes de los conflictos entre esas dos visiones del mundo, políticas, sociales y culturales.

Los tres volúmenes previos de este grupo de estudiosos se publicaron bajo los títulos de Cultura liberal, México y España. 1860-1930 (2010), Cuestión religiosa. España y México en la época liberal (2012) y Élites en México y España. Estudios sobre política y cultura (2015). Este cuarto volumen, editado por Aurora Cano Andaluz, Manuel Suárez Cortina y Evelia Trejo Estrada, se enfoca en el periodo 1880-1920 para sondear cómo las manifestaciones que son el centro de interés del Seminario ocurrieron en una etapa percibida como de crisis, ya que durante las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX tuvieron lugar, en España y México, procesos de gran calado que transformaron cualitativamente grandes zonas de las vidas colectivas de ambos países y también -algo a lo que se presta particular atención en distintos textos del libro- a sus relaciones culturales recíprocas. Esos procesos fueron, fundamentalmente, la guerra entre España y Cuba en 1898 y la Revolución mexicana iniciada en 1910.

Escenarios de cultura entre dos siglos está integrado por dos secciones. La primera, “Economía, política y sociedad”, comprende seis ensayos; la segunda, “Letras, historia y cine”, ocho.

Haciendo uso de gran cantidad de datos estadísticos, Andrés Hoyo Aparicio realiza un ejercicio comparativo entre las economías de España y México para concluir, entre otras cosas, que los dos países tuvieron un desempeño menor respecto a los estándares marcados por Gran Bretaña y Estados Unidos, sobre todo por carecer de instituciones sólidas que garantizaran continuidad en los esfuerzos por organizar la economía para buscar el crecimiento y el bienestar. En este sentido el autor recuerda que, en el periodo de 55 años transcurrido entre la Independencia y el Porfiriato, la presidencia en México cambió de manos 75 veces, mientras que entre 1833 y 1868 se sucedieron en España 57 gobiernos, “de los cuales la mayoría no logró durar más de un año” (p. 29). Esta inconstante participación del poder público en la construcción de economías sólidas se manifestó, naturalmente, a fin de siglo, pero en el caso de México tuvo el agravante que el barón Alejandro de Humboldt, en su visita al país casi 100 años antes, describió así: “México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa, en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población”. Afirmación que al autor del ensayo extiende señalando que, a finales del Porfiriato, 835 familias poseían 95% de las tierras útiles (p. 44). Resulta convincente esta demostración cuantitativa tanto de la inoperancia institucional como del despojo a que sometieron a México sus rapaces élites, lo cual explica, en al menos una de sus principales aristas, el atraso social que esas lacras originarias produjeron en uno y otro sitio durante la etapa estudiada.

Como una derivación lógica de esa inoperancia general de los dos Estados, los sistemas electorales también dejaron mucho que desear. Aurora Garrido Marín estudia los casos de las elecciones de diputados para los respectivos Congresos entre 1875 y 1923 en el caso de España, y entre 1876 y 1910 para México, llegando a la conclusión de que importaron menos los votos y la representación de los ciudadanos que la perpetuación de las camarillas de poder, que utilizaron en las elecciones mecanismos tramposos como “la injerencia gubernamental a través del control de la administración, la legislación electoral, el pacto entre el poder central y los poderes locales y el clientelismo político” (p. 80). Con la única diferencia de que si en España eran dos grupos de posturas encontradas los que alternaban triunfos electorales, en México se los adjudicaba siempre uno, el de los liberales.

Algo de lo que sí funcionó en esa época, según muestra Leonor Ludlow en otro ensayo, fueron las asociaciones que, desde los años 60 del siglo XIX y hasta la Revolución mexicana, permitieron el financiamiento de empresas comerciales pequeñas o medianas, como las tiendas de abarrotes. Primero con el establecimiento de servicios de giros internacionales por casas de préstamo y luego con la instauración del Banco Hispanoamericano con sucursales en España, México, Cuba y Argentina, los capitales peninsulares se pusieron al servicio de los connacionales emigrados para crear un comercio eficiente y continuo de las mercancías (aceite, aguardiente, pescados salados, dulces, tabaco, conservas), tradicionalmente importadas por la antigua colonia y vendidas en las tiendas regenteadas por cántabros, asturianos y vascos.

En otros textos Manuel Suárez Cortina y Ángeles Barrio Alonso describen y analizan el amplio registro de posiciones que, en los dos países, debatieron la pertinencia o no de que la Iglesia católica conservara su fuerza política, yendo desde las posturas radicales de los anarquistas, que sostenían que aquélla debía erradicarse por completo de la vida social, hasta las de los políticos moderados y naturalmente las propias fuerzas católicas, que abogaban por su permanencia en política a través de partidos y otros medios. Los ensayos hacen ver que en México el anticlericalismo fue más exitoso que en España, alcanzando de hecho a plasmarse en la Constitución de 1917, con entre otros los siguientes principios, enumerados por Suárez Cortina: “El no reconocimiento jurídico de las iglesias, la prohibición de posesión de bienes, las limitaciones al culto fuera de los templos, la imposibilidad de constituir partidos políticos con referencias religiosas y la prohibición a los ministros de culto a participar en actividades políticas” (p. 179). Esto contrastó con lo ocurrido en España, donde la corriente jacobina tuvo durante esos años y en este punto menor trascendencia, probablemente por enfrentar a organizaciones eclesiásticas más poderosas.

La segunda sección de Escenarios de cultura entre dos siglos también contiene ensayos en los que se manifiestan otras relaciones del pensamiento liberal con el conservador.

Pablo Mora muestra, por ejemplo, que la antología de poetas hispano-americanos preparada por Marcelino Menéndez Pelayo a raíz de la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento de América en 1892 estuvo “vinculada, sobre todo, a autores y aspectos hispanos, acaso de un casticismo conservador”; sin embargo, ubica esa obra en una dimensión más vasta, a través de la cual el ensayista santanderino habría reivindicado la tradición de la cultura impresa, los trabajos bibliográficos y otros asuntos que permanecieron ocultos “durante el siglo XIX bajo el cerco republicano y la cultura liberal” (p. 237). En otras palabras, una obra de aliento hispanista revelaba y recuperaba matices culturales ignorados por los liberales.

Otra empresa que podría considerarse marcada por el espíritu del hispanismo es rescatada por Lilia Vieyra Sánchez, quien da cuenta de la aparición, en el diario El Correo Español publicado en México, de una novela de folletín destinada a estimular el ánimo de los connacionales a raíz de la pérdida de Cuba y otras colonias en la crisis de 1898. En efecto, la aparición de Los guerrilleros de 1808 de Enrique Rodríguez Solís bien puede ser vista, y así lo señala la autora, como “una lección para nutrir el nacionalismo de los peninsulares residentes en México” (p. 252); lección obviamente emparentada con otras empresas hispanistas aunque, en este caso, el nacionalismo infundido tuviera tintes liberales, porque la historia narrada por la novela tenía que ver con la lucha de los guerrilleros peninsulares contra los invasores franceses.

La trayectoria intelectual de un mexicano que vivió durante el último periodo de su vida en España, el poeta y periodista Luis G. Urbina, es recreada por Miguel Ángel Castro teniendo como punto de enfoque tres colecciones de crónicas que el escritor mexicano recopiló y publicó en ese país. Urbina pertenecía a una generación, la del Romanticismo tardío empalmada con la del Modernismo, que defendió de distintas formas la unidad cultural entre los practicantes de la lengua castellana. Esto se manifestó, entre otros campos, en el editorial, y Castro contribuye, como los dos articulistas previos, a dar cuenta de algunas de las relaciones que posibilitaron el lanzamiento de obras intelectual y comercialmente atractivas en los dos países: en este caso los tres libros de crónicas organizados y publicados en Madrid por el mexicano Urbina, y en los anteriores la novela nacionalista de Rodríguez Solís aparecida por entregas en un diario que se publicaba en México, así como la antología de poetas hispano-americanos hecha por Menéndez Pelayo y publicada en Madrid.

Una de las conclusiones posibles de la lectura de estos y otros ensayos recogidos en la obra, es que las pequeñas empresas económicas y culturales de este tipo fueron quizá las manifestaciones virtuosas comunes más definidas ocurridas en la etapa que se considera. Esas empresas demuestran que existían vínculos concretos en las dos sociedades que creaban un ambiente y un mercado comunes. Podrían pensarse otras áreas, como las de la religión, los toros, el teatro, en las que también funcionaron virtuosamente esos vínculos.

A la misma percepción abona el texto de Álvaro Matute, acerca de la representación del fin de siglo en las cinematografías española y mexicana. Claro que esta representación ocurrió, teñida de nostalgia, muchos años después de que ocurrieran los acontecimientos mostrados. Pero en las cintas de añoranza porfiriana hechas por Juan Bustillo Oro, Julio Bracho y otros realizadores (En tiempos de don Porfirio, México de mis recuerdos…), así como en las que recreaban la Belle Époque finisecular filmadas en España (El último cuplé, La violetera…), se ponían en escena, fundamentalmente, valores, costumbres y representaciones escénicas y musicales que eran parecidas, si no es que idénticas, en los dos países. Matute concluye por eso: “La contribución de estas películas es muy grande por lo que toca al imaginario. Tanto las figuras históricas como las creadas para la ambientación dan idea a los espectadores de cómo se vivía […] México y España comparten tiempos y costumbres” (p. 392).

Una última vertiente temática se muestra en este libro en cuatro ensayos que abordan diferentes aspectos de las reflexiones hechas por intelectuales acerca de México, España y su contexto internacional en el periodo estudiado. En el primero, Silvestre Villegas Revueltas examina El mito de Monroe, libro del historiador mexicano Carlos Pereyra publicado en Madrid en 1916, donde se relacionaba el fin del Imperio español por la guerra de Cuba con el ascenso de un nuevo poder, el de Estados Unidos, abanderado en la conocida “doctrina Monroe”; el autor concluye que Pereyra es uno de los exponentes de la corriente historiográfica opuesta “a los afanes de la cultura imperial norteamericana” (p. 315).

El segundo ensayo, de José Enrique Covarrubias, se centra en un libro del británico James Bryce, South America. Observations and Impressions, aparecido en 1912, que analiza las diferencias en desarrollo entre los cada vez más poderosos Estados Unidos y el conjunto latino de países del sur, ligados culturalmente pero que nunca alcanzaron, como expresa el autor, “un propósito de organización política común” (p. 327); la concepción de Bryce es comparada con la hecha un siglo antes por Humboldt, con lo que el autor da cuenta de las coincidencias entre dos observaciones de perspicaces intelectuales relativas a las ya claras diferencias entre la América sajona y de tradición protestante, con la América hispana y católica.

Rebeca Saavedra Arias amplía el enfoque para estudiar no a individuos u obras específicas, sino a las generaciones que vivieron el cambio de siglo: la del Ateneo de la Juventud en México (Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Julio Torri, Alfonso Reyes…) y la del 14 en España (José Ortega y Gasset, Américo Castro, Gregorio Marañón, Pere Bosch Gimpera…). Formados por acontecimientos sociales e influencias culturales parecidas, los dos grupos creyeron firmemente, escribe la autora, “que España e Hispanoamérica no sólo formaban parte de la misma comunidad cultural, sino que además compartían una identidad propia” (p. 352). Como muestran otros textos en la obra, la convicción de que esa identidad existía y había que cultivarla también se manifestó, entre otros, en los ámbitos de la literatura, la edición de publicaciones y el cine, pero Saavedra Arias encuentra que algunos integrantes de las generaciones de entre siglos, como Vasconcelos, la consideraron un factor tan importante que “les llevó a organizar todo tipo de actividades, a crear instituciones e, incluso, a abogar para que dicha comunidad cultural se transformase en una unión política” (ibid.).

Por último, Evelia Trejo Estrada hace un acercamiento a la historiografía española y mexicana de la época, estableciendo una diferencia entre la primera, afincada en una tradición europea y con exponentes muy reconocidos como Antonio Cánovas del Castillo, Rafael Altamira y Crevea y Marcelino Menéndez Pelayo, y la segunda: “sin Academia de la Historia y sin instituciones forjadas específicamente para tal labor” (p. 369), pero cuyos principales integrantes, Justo Sierra, Francisco Bulnes y Luis González Obregón, entre otros, pugnaron individualmente por crear un medio profesional que permitiera el desarrollo de la disciplina. A diferencia de otros ámbitos de la cultura, no pareció haber en el campo de la historiografía la conciencia o el propósito de un emprendimiento común -que tal vez comenzaría a materializarse, en la siguiente etapa, con la creación de la Academia Mexicana de la Historia, correspondiente a la Española, en 1919, y la aparición en 1920, en Madrid, de La obra de España en América, de Carlos Pereyra.

En suma, los 14 textos de Escenarios de cultura entre dos siglos. España y México, 1880-1920 constituyen un mosaico de interesantes acercamientos a problemas de muy distinto tipo, al igual que una muestra de las formas de análisis practicadas en diversas tradiciones académicas. El libro incluye una introducción de los editores, una abundante y actualizada bibliohemerografía, así como un índice onomástico que permite la búsqueda de vasos comunicantes entre los ensayos. Sobra decir que se trata de una publicación pulcramente editada por el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. No queda sino desear que el Seminario de Cultura Liberal siga produciendo obras tan sugerentes como ésta.

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