Circulación de imágenes y libros prohibidos en Chiapas. Una aproximación a través del juicio contra un arriero (1844)
Circulation of Forbidden Books and Images in Chiapas. An Approach through the Trial against a Muleteer (1844)
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Universidad Nacional Autónoma de México, Programa de Becas Posdoctorales, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, Ciudad de México. México. fbarcenas87@gmail.com. https://orcid.org/0000-0001-9331-2289
Resumen
Este artículo parte del interés por entender cómo circulaban los libros prohibidos en las regiones periféricas de México y en qué medida la literatura política en boga influyó en los sectores populares durante el siglo XIX. Se analiza el juicio contra un arriero de Tuxtla, Chiapas, en 1844, por poseer una caja de música con una imagen obscena en su interior y una montura con figuras de diablos, así como libros de Rousseau y Voltaire. Esta investigación demuestra que, para reconstruir el circuito del libro decimonónico, no basta con estudiar la trayectoria de los editores y libreros más destacados, sino que también es necesario examinar otro tipo de actores, como los arrieros, quienes, además de comerciar impresos en las zonas más alejadas del centro político y cultural del país, divulgaban oralmente las ideas polémicas de la época en lugares diversos como plazas, caminos, haciendas y comercios.
Abstract
This article stems from an interest in comprehending the circulation of forbidden books within the peripheral regions of Mexico and how political literature influenced the lower classes during the 19th century. This paper scrutinizes the trial against a muleteer from Tuxtla, Chiapas, who was charged in 1844 for possessing a music box containing an obscene image inside, and a saddle with devilish patterns, as well as books authored by Rousseau and Voltaire. This investigation posits that, to reconstruct the life cycle of the book in the 19th century, it is insufficient to examine the commercial trajectories of renowned publishers and booksellers, for other agents must be considered; muleteers serve as a prime example of such agents: besides trading printed media in peripheral regions, they also spread controversial ideas orally in a variety of public spaces such as squares, roads, haciendas and shops.
Recepción: 10.04.23 / Aceptación: 03.06.23
Palabras clave: Libros prohibidos, arrieros, imprenta, censura, Chiapas.
Keywords: Forbidden books, muleteers, printing press, censorship, Chiapas.
Introducción
La libertad de imprenta se consolidó como un derecho fundamental en México tras la consumación de la Independencia. Sin embargo, su ejercicio no fue ilimitado. De 1821 a 1855, los gobiernos imperial y republicano, sin excepción alguna, establecieron normas para la existencia de un régimen diferenciado en materia de libertad de imprenta. Por un lado se encontraba el sistema civil, el cual permitía la publicación de ideas políticas sin necesidad de censura previa, pero también determinaba que un impreso sería confiscado (y su editor castigado) si proponía destruir el catolicismo o las bases constitucionales del Estado, o bien si incitaba a desobedecer a las autoridades legítimas, ya fuera de manera directa o indirecta; asimismo, consideraba sanciones para quienes divulgaran contenidos obscenos. Y, por otro lado, estaba el régimen relacionado con la materia religiosa. A diferencia de los manuscritos políticos, los que versaban sobre religión debían obtener el permiso del clero mexicano para publicarse, de modo que eran sometidos a una censura previa ejercida por tribunales eclesiásticos llamados juntas de censura. Éstos estuvieron facultados para evaluar los libros, tanto nacionales como extranjeros, posiblemente impíos y para decidir cuáles debían prohibirse.
Los regímenes censorios no fueron exclusivos de la época colonial. En las primeras décadas de vida independiente, autoridades civiles y eclesiásticas vetaron numerosos folletos, periódicos y libros en conformidad con los procedimientos establecidos en la legislación, cuyas bases se inspiraban en las leyes gaditanas de la década de 1810. La producción y la lectura de impresos distaba mucho de gozar de una libertad total. Existía la censura eclesiástica y civil, aunque la legislación aplicable a cada una y las autoridades involucradas eran distintas. Bajo cualquier forma de gobierno y sin importar la orientación política de los grupos en el poder, monárquicos o republicanos, liberales moderados o radicales, se otorgó a los impresos “una función social -de construcción nacional, de ‘ilustración’ y de educación, de foro o plataforma doctrinal, de formación y a la vez de control de la opinión pública o del espíritu público-; concepciones ‘civilizatorias’ que se imponen sobre la libertad de imprenta como un derecho meramente individual”.1
Si el ejercicio de la libertad de imprenta implicaba una responsabilidad social, el Estado debía establecer medidas para que la colectividad no fuese afectada de manera negativa. Por ello, Laurence Coudart afirma que, “desde sus orígenes, la legislación mexicana no concibe la libertad de prensa sin restricciones impuestas por el Estado”.2
En este artículo se analiza la circulación de obras e imágenes prohibidas en Chiapas durante el periodo de 1838 a 1844. Para ello, se estudia un expediente localizado en el Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal de Las Casas (en adelante AHDSC), formado con motivo del litigio contra un arriero de nombre Salvador Camacho Rincón por poseer una caja de música con una imagen obscena en su interior, una montura con figuras de diablos y libros de Rousseau y Voltaire, prohibidos por diversas juntas de censura. Se trata de un personaje de la periferia mexicana que, dadas sus aficiones, podría parecer atípico, pero su examen servirá de pretexto para entender el fenómeno censorio y matizar el ámbito de la lectura de la vida independiente. En este sentido, coincido con Giovanni Levi en que un ejercicio microhistórico “no tiene nada que ver con la historia local”, lo importante es entender qué le dice el nivel micro al macro;3 es decir, se trata de analizar un problema general a través de un caso, que desde luego no ofrecerá conclusiones totalizantes, aplicables a todo el territorio nacional, pero que permitirá explicar cómo y hasta qué grado funcionaba determinada estructura a lo largo del país.
Este texto está organizado en tres secciones. En la primera, se examina el perfil sociocultural de los arrieros pertenecientes a las clases populares, con el propósito de definir bajo qué parámetros se interpreta a Salvador Camacho. Se entiende aquí “lo popular” en conformidad con los planteamientos de Roger Chartier, quien argumenta que la cultura popular es un sistema simbólico construido a partir de su constante interacción y tensión con la cultura hegemónica. Según Chartier, las élites políticas y económicas tienden a imponer sus formas simbólicas a las clases subalternas, con lo cual crean mecanismos cuya pretensión es hacer que los dominados acepten las representaciones que califican su cultura como inferior e ilegítima. “Si bien, la cultura popular no posee una plena autonomía simbólica, tampoco sufre una dependencia total acerca de la cultura dominante. Hay pues intercambios entre las diferentes culturas”.4 Para entender hasta qué punto lo popular se apropia de la cultura hegemónica, debe prestarse atención a la manera en que se utilizan los discursos y productos culturales compartidos. Así, en este trabajo se asume que Salvador Camacho propició la interacción de los sectores populares de Chiapas con las ideas divulgadas mediante los impresos, de modo que su historia permite observar la presencia del libro en la cultura popular.
En la segunda parte se explica por qué el caso de Salvador Camacho resulta idóneo para estudiar el fenómeno censorio en Chiapas. Se argumenta que en el Archivo General de la Nación de México (en adelante AGN) existe un vacío de información sobre la prohibición de libros en dicha entidad, toda vez que las autoridades locales no notificaron sus acciones al gobierno central. La poca documentación generada en torno a la censura eclesiástica se localiza en el AHDSC y data de finales de la década de 1830.
Por último, en la tercera parte, se estudia el juicio contra el arriero, que aporta información valiosa para entender cómo se conectaban los centros internacionales de edición con las escabrosas regiones periféricas de México; además, se presentan elementos para reflexionar en qué medida los sectores populares accedieron, discutieron y se apropiaron de las ideas divulgadas a través de los impresos, las cuales eran promovidas por una red de libreros y editores interesados en el mercado de habla hispana, “establecidos en distintos puntos de Francia -París, Bordeaux, Toulouse, Perpignan, Marseille, Montpellier-, de España -Madrid, Gerona, Valencia, Coruña- y de Inglaterra -Londres- e incluso de Estados Unidos -Filadelfia, Nueva York”.5
Perfil sociocultural de un arriero: indicio para estudiar la presencia del libro en los sectores populares
Salvador Camacho Rincón nació en 1804 en Tuxtla, donde radicó toda su vida, aunque recorría constantemente otros puntos de Chiapas y Oaxaca, ya que desde sus “tiernos años” se dedicó a la arriería orientada al comercio de artículos diversos, entre ellos, los libros.6 No arrendaba sus animales, prefería recorrer personalmente los caminos con ellos, ausentándose varios días de su domicilio. Descubrí su existencia al consultar el catálogo del AHDSC, mientras realizaba una investigación sobre impresos prohibidos en el sureste del México decimonónico. Al revisar el expediente que las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, generaron en torno a él, me di cuenta de lo importante que era estudiar los quehaceres de un arriero para reconstruir el circuito del libro, sobre todo cuando se busca conocer cómo circulaban los títulos de los autores célebres y las polémicas de la época en la periferia mexicana. Así, me propuse utilizar una escala local de análisis para entender un problema general.
La arriería era una actividad que movilizaba ganado y mercancías. Exigía resistencia y sacrificio, pues implicaba un incesante contacto con las bestias, los ríos, los pedregales, los senderos lodosos y las cuestas. No era considerado un oficio propio de los sectores dominantes, aunque les resultaba crucial para hacerse de bienes e incluso para recibir noticias.7 De acuerdo con Pilar Gonzalbo, durante el periodo colonial, “para la mayoría de quienes constituían las castas se ofrecían ocupaciones como arrieros, cocheros, dependientes de comercio, vendedores ambulantes”.8 Estos oficios otorgaban libertad de movimiento, y también la posibilidad de movilizar y/o discutir impresos, legales e ilegales. Este hecho permite establecer una primera relación entre lo popular y el ámbito de lo prohibido.
Existían varios tipos de arrieros: los que transitaban rutas cortas y los de carrera larga, los que recorrían las principales vías del país y los que posibilitaban la existencia de un circuito comercial en las regiones escabrosas y poco comunicadas. Había quienes rentaban animales para transportar artículos por encargo. Algunos alquilaban mulas o caballos para vender bienes por cuenta propia. Otros, como Camacho, preferían liderar su recua.9 Estos últimos, sobre todo, no sólo necesitaban tener conocimiento del cuidado de los animales de carga y el entramado de las rutas, sino también de aspectos relacionados con el comercio en general, como el pago de impuestos en las garitas o el cálculo de los costos característicos de una labor riesgosa, expuesta al bandidaje y al mal clima; por ello, era menester tener una educación básica, que suponía leer y escribir.
Camacho era viudo y tenía aficiones que resultaban polémicas para la sociedad católica de la primera mitad del siglo XIX, entre las que se encontraban discutir temas religiosos y conservar imágenes prohibidas por las autoridades civiles y eclesiásticas. Entre 1838 y 1844, comerció libros vetados por el clero, que leyó y que influyeron en su visión del mundo, hecho demostrado en algunas de sus conversaciones, las cuales serán analizadas más adelante. Este perfil sociocultural no es de sorprender si reparamos en los rasgos compartidos por múltiples arrieros que actuaron al margen de lo socialmente permitido, desde el pasado colonial hasta el siglo XIX.
Según Bernd Hausberger, deben analizarse las experiencias de los arrieros “dentro del contexto de los grupos y de la gente que como ellos se caracterizaban por la movilidad del espacio, fenómeno probablemente característico de gran parte de las castas”. Este autor estudió el caso de 192 arrieros del siglo XVIII, de los cuales 53% eran indígenas, 25% mestizos, 14% españoles y 8% pertenecían a otras calidades.10 Por su parte, Pilar Gonzalbo ha demostrado que los sectores populares transgredieron cotidianamente el orden social novohispano: en las ciudades nunca se completó la separación entre indígenas y españoles, a pesar de las disposiciones reales; las recomendaciones de contraer matrimonio entre miembros de una misma “raza” fueron desatendidas durante todo el periodo colonial; aunque algunas ordenanzas de los gremios limitaron el aprendizaje y la obtención del grado de maestro a las castas, en la práctica no se cumplieron, e incluso las ocupaciones prestigiadas, como tiradores de oro, aceptaron aprendices y oficiales de cualquier condición.11
Los argumentos de Hausberger y Gonzalbo pueden enriquecerse con expedientes resguardados en el fondo Inquisición del AGN, que contienen juicios contra arrieros acusados de blasfemia,12 de expresar proposiciones heréticas,13 enunciar o cantar obscenidades14 y de practicar la bigamia15 y poligamia.16 Dichos expedientes constituyen un cuerpo de información que ayuda a estudiar las visiones del mundo y las actitudes de los actores subalternos que movilizaron mercancías e ideas, algunos de los cuales reflexionaron en torno a la religión y la disciplina eclesiástica, y concluían que quizá existían otros dioses además de Jesucristo,17 que no era obligación comulgar aunque sí confesarse,18 y que la simple fornicación no era pecado.19
Cabe señalar que la transgresión de los sectores populares al orden social no fue exclusiva de Nueva España, este fenómeno puede observarse en toda Hispanoamérica. Por ejemplo, para el caso de la Capitanía General de Venezuela, Rocío Castellanos Rueda evidenció que entre 1780 y 1821 los pardos discutieron ideas políticas en las plazas y pulperías, pugnando por la igualdad racial; también alentaron la lectura colectiva en espacios públicos como la barbería o el mercado, práctica que ayudó a construir relaciones de convivencia con la población analfabeta. En ese mismo periodo, el esclavo se empeñó en buscar la forma de ser libre, y algunos trabajadores analfabetos fueron enjuiciados por mantener conversaciones que desafiaban a la autoridad. “Fueron los artesanos, los pulperos, los plateros, los albañiles, los maestros, los pequeños propietarios, entre muchos otros, quienes comenzaron a aparecer en la escena con mayor ahínco a través de reclamaciones y expresiones de resistencia pública”.20
En lo que concierne a México, hay documentación de las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX sobre arrieros y vendedores ambulantes que comerciaron libros prohibidos en ferias, como la de Saltillo.21 De esta ciudad, Gerardo Zapata Aguilar detalló la investigación contra “un tal Castañeda”, viandante que procedía de Ciudad de México, natural de las montañas de Santander, quien buscó comerciar libros prohibidos, razón por la cual fue procesado por la Inquisición. Castañeda declaró haber adquirido las obras ilegales en Veracruz, puerto habilitado para su funcionamiento formal.22 Por otra parte, Nancy Vogeley documentó el caso de un arriero que, en 1822, transportó en un solo viaje 1 271 títulos, entre los cuales se encontraba Ruinas de Palmira, vetado ese mismo año por el Consejo de Estado de Iturbide, así como Los derechos del hombre y Desengaño del hombre, ambos prohibidos por la Junta de Durango en 1823.23
En el tránsito del periodo colonial a la vida independiente puede observarse un sistema censorio ineficaz, que fue eludido por los arrieros. Y es que el libro, a diferencia de otras mercancías, no se devaluaba en el mercado, sino que aumentaba su valor, además de que podía intercambiarse por dinero o bienes. Según Vogeley, el comercio de obras en México era similar al tráfico de esclavos o de opio: involucraba a comerciantes que pensaban internacionalmente y apostaban por el éxito de su producto. Un libro era uno de los artículos más atractivos en términos económicos que los empresarios, tanto estadounidenses como europeos, pensaban en producir. Esto se debía a que, por un lado, era pequeño y fácil de transportar, y, por otro, todavía no se establecían leyes sobre los derechos de autor en el continente americano, así que los impresores podían reproducirlos libremente y sin pagar regalías. Los libreros eran a menudo impresores y editores, pero también distribuidores que abastecían a otros editores y arrieros en diferentes ciudades.24
Así, Salvador Camacho puede ser estudiado no sólo individualmente, sino como parte de un sector popular caracterizado por transgredir el orden social. Fue precisamente su vínculo con lo prohibido lo que dejó registro y permite acercarnos a fragmentos de su vida y a la relación de la cultura impresa con los grupos subalternos de las regiones periféricas. De acuerdo con Viviana Conti y Gabriela Sica, la arriería decimonónica era un puente entre clases, una actividad especializada que “involucraba a diferentes sectores sociales, desde las élites mercantiles hasta los sectores populares, campesinos e indígenas y que revestía la característica de una labor desarrollada a nivel regional”.25 Como veremos, Camacho era un arriero locuaz que estaba en contacto con personas de distintos pueblos: residentes de haciendas, libreros, niños de su vecindario, transeúntes.
El caso de un arriero de obras prohibidas importa no solamente porque contribuye a analizar la presencia de los sectores populares en el circuito del impreso ilegal, sino porque permite cuestionar la historiografía del libro en México, la cual ha asociado la censura eclesiástica con una práctica exclusiva de la época virreinal, ejercida por el Tribunal del Santo Oficio, abolido en junio de 1820. La información sobre el ejercicio censorio posterior a ese año es escasa, casi nula. Pareciera que la censura resulta incompatible con los distintos sistemas políticos establecidos tras la desaparición de la Inquisición y la consumación de la Independencia. Un acercamiento a los estudios en torno a la prohibición eclesiástica de impresos permite observar que se han tomado como referencia los cortes temporales fijados por la perspectiva tradicional, basada en la conformación del Estado nacional, de modo que 1820 representa un lindero pocas veces rebasado.26
La documentación acerca de los arrieros, resguardada en los archivos eclesiásticos, brinda la posibilidad de acercarnos al fenómeno censorio del México decimonónico; por ello, es crucial comenzar a entender el perfil sociocultural y el ámbito de acción de estos actores. Estudiar la arriería contribuye a reconstruir (aunque sea fragmentariamente) la circulación y el impacto del libro prohibido, el cual ha dejado pocos registros. Si los historiadores saben muy poco sobre el sistema de censura en la vida independiente, el conocimiento que se tiene de las obras ilegales en las periferias mexicanas es aún menor.27
De esta manera, las microhistorias brindan la posibilidad de entender el fenómeno censorio del siglo XIX mexicano en una dimensión más justa, alejada de modelos generalizadores que ofrecen muy poco sustento empírico. Es necesario reducir la escala de análisis, sobre todo cuando examinamos problemas de territorios vastos y heterogéneos. Tal labor permite explicar de qué modo funcionaban y eran asimilados los marcos normativos en las distintas regiones del país.
Estudiar el fenómeno censorio en Chiapas a través del juicio contra Salvador Camacho, ¿por qué?
Analizar este caso contribuye a llenar el vacío de información sobre Chiapas que existe en el AGN. Y es que durante la década de 1820, el obispado de ese estado adoptó una postura hermética en relación con el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, creado el 8 de noviembre de 1821 con la finalidad de mediar la relación entre el Estado y la Iglesia.28 Mientras que algunas diócesis enviaron informes al Ministerio donde reportaban la creación de juntas de censura, o bien listas de libros prohibidos (por ejemplo, las de Yucatán, Durango, Michoacán, Puebla y Monterrey), el gobierno diocesano de Chiapas no notificó acerca de sus acciones relativas a la censura libresca, así lo evidencian documentos tanto en el AHDSC como en el AGN.
Un texto resguardado en este último acervo sugiere que eclesiásticos chiapanecos vacilaron a la hora de decidir si acataban las leyes en materia de censura de libros. Se trata del borrador de una carta inacabada, escrito en 1824, en la cual se iba a informar (aparentemente al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos) que el gobierno diocesano de Chiapas estaba enterado de las órdenes del gobierno central sobre la instalación de una junta de censura para calificar los libros que debían prohibirse. Quien suscribe la carta se proponía detallar cómo iba a proceder el clero chiapaneco, pero sólo anotó unas cuantas líneas (que inmediatamente tachó), detuvo la redacción y dejó la carta inconclusa. Entre los renglones tachados se alcanza a leer: “Como uno de los nueve sujetos que deben comprenderla esperando de su celo religioso concurra puntualmente a la instalación el día 1o. de julio que para esa se ha prefijado, en atención a la necesidad de expeditar los negocios que hay pendientes en esta curia. Dios”.29
El gobierno diocesano de Chiapas, aparentemente, iba a instalar una junta de censura el 1o. julio de 1824, pero no lo hizo, o por lo menos no hay constancia de ello entre los papeles del Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Si fue establecida, el hecho no se notificó a las autoridades centrales. Además, el clero chiapaneco tampoco respondió a las solicitudes de listas prohibitivas exigidas por el Ministerio en la década de 1820.
El 22 de julio de 1825, Miguel Ramos Arizpe, entonces ministro de Justicia, escribió al gobierno diocesano de Chiapas para recordarle que el ejercicio de la censura era crucial para “la conservación en toda su fuerza de la Religión católica, una de las bases fundamentales e inmutables de nuestro sistema político”, toda vez que de ella dependía “la moral pública tan necesaria para la […] tranquilidad de los pueblos”. Por lo anterior, solicitó la remisión de la lista de libros o impresos que conforme a las leyes vigentes hubiese prohibido la Iglesia de Chiapas.30 Pero dicha lista no fue enviada. Desde luego que el clero chiapaneco sabía de las supuestas repercusiones que los libros presuntamente irreligiosos estaban generando en el país. El 5 de diciembre de 1826, el cabildo eclesiástico de Guadalajara escribió al deán y cabildo de la Iglesia de Chiapas para informarle que en el Congreso tapatío se discutió “un proyecto de Código penal que coarta demasiado o más bien destruye la independencia del Sacerdocio en el ejercicio de las más augustas y esenciales funciones de su ministerio”. Para el clero de Guadalajara, esto era el resultado del
empeño con que se han propagado ciertos libros y aún repetido en papeles públicos de esta capital proposiciones que esencialmente envuelven el anglicanismo y con tristes presagios de lo que a todas las Iglesias de la federación amenaza, pues una experiencia constante nos persuade que tales producciones teniendo su origen en este se difunden por todos los Estados, se adoptan y secundan con celeridad increíble.31
El cabildo eclesiástico de Guadalajara pidió a su homólogo de Chiapas sus “sabios y prudentes consejos” al respecto. Un documento del AHDSC registra que el cabildo chiapaneco respondió, aunque no encontré dicha respuesta. No obstante, lo que me interesa resaltar es que el clero de Chiapas era consciente del peso del libro en la vida pública, y dialogó sobre ello por lo menos con la Iglesia de Guadalajara.
Los cabildos eclesiásticos chiapaneco y tapatío mantuvieron correspondencia de 1826 a 1827. En otra carta fechada el 4 de enero de 1827, el clero de Guadalajara reiteró “su humilde antigua súplica a V. E. de que se digne promover e impetrar en el Soberano Congreso” que se le impida a los periodistas (mediante rigurosas leyes) publicar ideas o noticias sobre obras prohibidas, pues ello contribuía a su circulación.32 Opinaba, además, que los “libros impíos e inmorales que entran de fuera de la República y perversos folletos que casi diariamente abortan nuestras prensas” empezaron a circular “en estos pueblos” entre 1824 y 1825, aproximadamente, y se habían “extendido ya asombrosamente por toda la República”, porque
las gentes amantes de novedades con especialidad la juventud fogosa e ignorante los ha recibido con gusto, leído con entusiasmo e inficionándose fácilmente de sus lisonjeros errores: por falta de sólida instrucción en materias religiosas son incapaces de discernir lo verdadero de lo falso […] Dicen que sola su razón es suficiente para calificar aun las doctrinas más sublimes y verdaderamente incomprensibles.33
Resulta evidente que, a través de la correspondencia, el clero de Chiapas conoció las discusiones en torno a la legislación sobre libros prohibidos y la libertad de imprenta.
Las cuestiones eclesiásticas eran debatidas en los papeles públicos, y Chiapas no fue ajena a esta circunstancia. Un manuscrito satírico anónimo escrito en ese estado, posiblemente entre 1824 y 1826, refleja ciertas ansiedades relacionadas con la circulación de ideas en la vida republicana. Se trata de un diálogo entre dos “jóvenes sirvientes rurales”, Manuel y Mayoral. Sin dar nombres de individuos o eventos, Mayoral señala cómo los jóvenes republicanos que actuaban en “el dulce nombre de patriotismo”, carentes de egoísmo y ambiciones, habían provocado (queriéndolo o no) cientos de muertes, además de la destrucción de la agricultura y la minería. Para Manuel, esos jóvenes habían sido “absorbidos por las expresiones diabólicas” de la “nueva filosofía” de las sectas masónicas, lo que era resultado de las tendencias libertinas propias de una juventud necesitada de educación religiosa. Los libros que contenían la “nueva filosofía” no sólo representaban un asalto al catolicismo, sino que podrían llevar al país hacia una “horrible anarquía”.34
El establecimiento de la imprenta y los primeros periódicos en Chiapas tuvo lugar en 1827, sin embargo, en los años previos ya existía preocupación por la circulación de impresos, como lo demuestra ese manuscrito anónimo. Pero ni dicha preocupación ni las comunicaciones con el cabildo eclesiástico de Guadalajara provocaron que el clero chiapaneco enviara las listas prohibitivas a las autoridades centrales en la década de 1820, de tal manera que si ejerció la censura, debió hacerlo sin notificarlo al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos.
Como se mencionó, la Iglesia de Chiapas estaba enterada de las disposiciones concernientes a la censura eclesiástica y en un primer momento consideró informar a las autoridades centrales que estaba por instalarse una junta para calificar libros; no obstante, optó por no hacerlo. ¿Por qué? La posible falta de clérigos con la preparación necesaria para formar una junta no responde la cuestión, pues ésta era una situación presente en todos los obispados del país. Todavía en 1830, el cabildo catedral de Ciudad de México informó al presidente Anastasio Bustamante que no se contaba con los eclesiásticos necesarios para constituir una junta conforme a las leyes.35 Ese mismo año, el cabildo eclesiástico de Guadalajara escribió una representación al Congreso General “exponiendo los gravísimos daños que causa así a la Religión como a las costumbres de los Fieles la circulación de Libros malos y el perverso abuso de la libertad de Imprenta”, además de solicitarle que
tome en consideración los males graves y de toda especie que padece la Iglesia mexicana por falta de Pastores en la mayor parte de las Diócesis por el corto número a que se han reducido los prebendados de las catedrales, y porque son innumerables las parroquias servidas interinamente después de muchos años en que no se han abierto concursos para proceder al nombramiento de curas propietarios.36
Sin embargo, se ejerció la censura de libros no sólo en el arzobispado y en la diócesis de Guadalajara, sino también en los obispados de Puebla, Durango, Michoacán, Monterrey y Yucatán.
¿Acaso el libro no significaba una amenaza para la Iglesia de Chiapas? Un sermón pronunciado en las parroquias de ese estado en 1827 descarta esta posibilidad. En él se aseguraba que la sociedad estaba en un completo relajamiento y no se obedecían los preceptos de la Iglesia, debido a la lectura de libros que enseñaban que no existía el infierno ni el purgatorio. También se invitaba a la población a asistir todos los domingos a misa, para estudiar la Biblia.37
¿Debemos pensar que los libros irreligiosos no circulaban en Chiapas y por ello no se reportó ninguno al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos? Una carta que el gobierno diocesano envió al Ministerio en diciembre de 1830 indica lo contrario. En ella, fray Luis García afirmaba que muchas obras contrarias al catolicismo solían aparecer en Chiapas y que a lo largo de 1820 se realizaron esfuerzos para impedir su circulación.38 Si dichos esfuerzos se efectuaron, no fueron informados en su debido momento a las autoridades centrales. De ahí la importancia de estudiar los archivos eclesiásticos locales, pues contienen información que no está presente en el AGN. El caso de Salvador Camacho es uno de los pocos documentos sobre censura eclesiástica chiapaneca resguardados en el AHDSC, cuyo estudio contribuye a reconstruir las acciones que se llevaron a cabo para frenar la circulación de literatura prohibida en la década de 1830.
Ahora bien, para explicar el hermetismo adoptado por el clero de Chiapas en los años 20, es necesario conocer cómo se experimentó la transición del Antiguo Régimen a la vida independiente. En particular, hay que entender cómo las élites políticas y eclesiásticas de esa entidad se caracterizaron por aspirar a la conquista de la autonomía provincial. Aunque no es el propósito de este trabajo analizar el autonomismo chiapaneco, por ahora basta señalar que, en la época colonial, Chiapas era una de las provincias del Reino de Guatemala (junto con las actuales repúblicas de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica). Su capital era Ciudad Real, hoy San Cristóbal de Las Casas. Contaba con una sede episcopal, erigida en 1533, que era sufragánea de la metropolitana de Guatemala.39 A mediados de 1821, Agustín de Iturbide y los impulsores del Plan de Iguala consideraron conveniente expandir la autoridad mexicana al Reino de Guatemala. A cambio de unirse a México, Iturbide ofreció a las provincias guatemaltecas tropas y dinero para preservar el orden interno, así como una justa representación en el Congreso del Imperio.40 A su vez, en la capital guatemalteca se reunió una junta compuesta por Gabino Gaínza, jefe político de la provincia de Guatemala, el arzobispo Ramón Casáus y Torres, jefes militares y otros altos funcionarios, la cual declaró la independencia de Guatemala el 15 de septiembre de 1821. Así, quedó establecido un gobierno republicano provisional y se acordó realizar un congreso para decidir si aceptar o no la propuesta de Iturbide.41
Ante esta situación, los ayuntamientos más importantes de Chiapas, por ejemplo, Comitán, Chiapa y Tuxtla, solicitaron su anexión al Imperio mexicano, proclamando al mismo tiempo su segregación de Guatemala, bajo el pretexto de repudiar al gobierno republicano establecido en la capital guatemalteca. Tal decisión “no dio lugar a disensiones internas; por el contrario, contó con el respaldo unánime de los Ayuntamientos, jefes militares, así como de los principales funcionarios civiles y eclesiásticos”.42 Para justificar el rompimiento entre Chiapas y Guatemala, el Ayuntamiento de Ciudad Real escribió a la regencia mexicana que “Chiapas ha estado bajo el Gobierno Guatemalteco como tres siglos, y en todo este tiempo no ha prosperado… Guatemala jamás ha proporcionado a esta provincia, ni ciencias, ni industria, ni ninguna otra utilidad, y sí la ha mirado con mucha indiferencia”.43
Tras su separación de Guatemala, Chiapas fue gobernada momentáneamente por una diputación provincial que designó a uno de sus miembros, el presbítero Pedro Solórzano, como representante para gestionar en Ciudad de México la anexión de la provincia al Imperio mexicano. Las labores de Solórzano culminaron el 12 de noviembre de 1821, cuando el gobierno mexicano decretó que Chiapas fuera “incorporada para siempre en el imperio, en cuya virtud gozará de los derechos y prerrogativas que correspondan a las demás provincias mexicanas, será gobernada por las mismas leyes y protegida con todos los auxilios que necesitare para su seguridad y conservación”.44
Para confirmar la adhesión de Chiapas a México tuvieron que establecerse dos pactos políticos: uno entre los ayuntamientos chiapanecos y otro entre las autoridades provinciales y las centrales. El primero tenía como bases “la decisión de sostener conjuntamente la causa autonomista, el reconocimiento recíproco de los diferentes grupos regionales de poder y sus respectivos ámbitos de influencia, así como la aceptación común de la antigua capital provincial como referente histórico de autoridad y prestigio”.45 Mediante el segundo pacto, los dirigentes políticos de Chiapas se comprometieron a engrosar y sufragar parcialmente los gastos de las tropas mexicanas estacionadas en la provincia; a cambio, su autonomía fue respetada: los dineros que dejaron de enviarse a la Tesorería de Guatemala tampoco fueron remitidos a Ciudad de México, además de que ningún funcionario mexicano fue asignado a Chiapas.46
Así, al iniciar la vida independiente, las autoridades civiles y eclesiásticas de Chiapas entendieron su adhesión a México como un acuerdo mediante el cual los poderes centrales estaban comprometidos a respetar de manera escrupulosa su autonomía regional. Por ello, Mario Vázquez Olivera cuestiona, en un sugerente artículo, si Chiapas realmente era mexicana en los años 20.47 Sea como fuere, no debe de parecer extraño que durante esa década el clero chiapaneco adoptara una actitud hermética en relación con el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos.
Regresando al fenómeno censorio decimonónico, en noviembre de 1830 el Ministerio volvió a solicitar a los gobiernos diocesanos tanto la elaboración de listas prohibitivas como la oportuna remisión de ellas, enfatizando que los funcionarios civiles no podían frenar la circulación de libros irreligiosos si no sabían cuáles eran. Esto, a raíz de que el gobernador de Zacatecas, Francisco García Salinas, solicitara al Ministerio que le enviara las relaciones de libros que se hubiesen prohibido para apoyar con su decomiso, pues afirmó desconocerlos.48
Esta vez, el gobierno diocesano de Chiapas sí respondió. Lo hizo mediante una carta firmada por fray Luis García, el 27 diciembre, en la cual se afirmaba que durante 1820 se realizaron esfuerzos (sin especificar cuáles) para impedir la circulación de libros irreligiosos. Si tales esfuerzos en realidad se efectuaron, reitero, fue al margen de la ley, ya que no existen documentos que lo comprueben. También se declaró que “por haberse hallado con dificultades para concluir la prohibición de muchas obras que desgraciadamente suelen aparecer”, estaba pendiente resolver qué libros serían prohibidos en el obispado de Chiapas, pero “seguramente” serían los siguientes:
- Historia Crítica de Jesucristo, o Análisis razonado de los Evangelios.
- Las Ruinas escritas por el Sr. Volney.
- Carta escrita al Papa Pio 7º por Talleyrand.
- Compendio del origen de todos los cultos.
- Las preguntas de Zapata.
- La doncella de Orleans.
- El citador.
- La Filosofía de Venus.
- Las estampas obscenas tituladas Los extasis de l'Amour, otras [...] que tienen título de l'Amour y las que suelen encontrase en […] cajas de música...49
Así, a inicios de 1830, el gobierno diocesano de Chiapas por lo menos manifestó qué impresos de los que circulaban en su jurisdicción pensaba censurar. Todos ellos eran bien conocidos en el mundo occidental y algunos ya habían sido prohibidos en otras diócesis de México durante los años 20, a saber, Historia crítica de Jesucristo, Ruinas de Palmira, Compendio del origen de todos los cultos, El Citador, Carta de Talleyrand al Papa, La Doncella de Orleans, Las preguntas de Zapata y Fábulas futrosóficas, o la filosofía de Venus.
Conviene señalar que Historia crítica de Jesucristo era un texto abiertamente ateo, que pretendía demostrar que la Biblia era un relato irracional; Ruinas de Palmira, Compendio del origen de todos los cultos y El Citador exponían que el cristianismo estaba basado en mitos paganos de origen griego, egipcio, sirio, árabe e indio; en la Carta de Talleyrand al Papa se aseguraba que después de la muerte de Cristo se introdujeron invenciones a la Biblia; La Doncella de Orleans era una novela burlesca que presentaba escenas sexuales protagonizadas por monjas y clérigos; en Las preguntas de Zapata, de Voltaire, se plantean 67 cuestiones en las que se hace mofa del Evangelio y los rituales de la Iglesia;50Fábulas futrosóficas, o la filosofía de Venus criticaba la moralidad de principios del siglo XIX, a través de “la obscenidad más explícita y la lujuriosa descripción de cuadros y situaciones se pone al servicio de una enseñanza doctrinal, plasmada de las infaltables moralejas”.51
Ahora bien, no he localizado un edicto que constate que, en efecto, los libros mencionados fueron prohibidos oficialmente en Chiapas. Fue a partir de 1836 cuando el clero diocesano mostró intenciones de empezar a ejercer la censura de libros. Ese año, el provisor Faustino Rosales ordenó a Nicolás Velasco y Martínez, notario de la curia eclesiástica, que enviase una “Cordillera sobre prohibición de libros peligrosos o notoriamente nocivos”, a través de la cual solicitó a los curas y ministros encargados de las parroquias del estado que procedieran a censurar los libros irreligiosos que identificaran. Desde ese momento puede percibirse una Iglesia enérgica.
La “Cordillera sobre prohibición de libros peligrosos o notoriamente nocivos” también dispuso
que si hubiere noticia que en el pueblo de su respectiva administración hubiere alguno, o algunos que tenga esta clase de libros, o ya sean de los prohibidos por disposiciones anteriores o que por las doctrinas que contengan juzgan, o al menos sospechen que no deben correr, los recojan inmediatamente, y los remitan a este gobierno eclesiástico.52
Es decir, se encomendó al clero diocesano de Chiapas cumplir con funciones policiales. Un sacerdote de la Villa de Ocosingo respondió a Velasco y Martínez que, de ser necesario, embargaría cualquier libro opuesto “al gobierno, a la religión y sana moral”, pero que lo haría siempre con el apoyo de la autoridad civil. Así, en 1836, el provisor Faustino Rosales permitió que el ejercicio de la censura no se efectuase a través de una junta instalada en la sede del obispado, sino a juicio de los clérigos y a título individual. Es posible que haya pensado que sería más eficaz proceder de ese modo, pues al descentralizar la práctica de la censura se agilizaba el decomiso del material prohibido.
Tal postura no debe sorprender. De acuerdo con Antonio Hespanha, no es posible entender las actividades político-administrativas en la Edad Moderna a través de una serie de reglamentos o de la constelación de cargos existentes, mucho menos si se desea comprender la aplicación o los efectos de una norma jurídica en las regiones periféricas. Los actores regionales no eran meros ejecutores de decisiones que se tomaban en otra parte, sus autorrepresentaciones, conocimientos y recursos, tanto materiales como humanos, repercutían en el modo en que aplicaban (o no) una disposición. De ahí los fracasos de las reformas administrativas del siglo XVIII. De acuerdo con Hespanha,
el ejercicio cotidiano del poder político -al que llamamos administración- es ante todo una práctica incorporada a cosas: el espacio, los equipamientos y procesos administrativos, las estructuras humanas de la administración, el saber administrativo, la mentalidad administrativa (lo que nada tiene que ver con la teoría política o con la ciencia de la administración).53
Esas “cosas” que menciona Hespanha resistieron los factores externos. Bajo este enfoque, era de esperarse que el ejercicio de la censura eclesiástica tuviera dinámicas propias en cada obispado.
De cualquier modo, la “Cordillera sobre prohibición de libros peligrosos o notoriamente nocivos” parece haber tenido poco eco. Sólo se remitió una obra al provisor Faustino Rosales: un tomo en octavo menor de Historia crítica de Jesucristo. La envió Eustaquio Zebadúa, cura de Ocozocoautla, el 30 de agosto de 1837. De acuerdo con este sacerdote, el libro le “fue entregado por un sujeto a cuyo poder sólo había llegado ese tomo, que es el primero de dicha obra”.54 Hay que recordar que, de manera habitual, los clérigos pedían a su feligresía que denunciara o entregara cualquier texto prohibido o posiblemente irreligioso que conservaran, bajo la pena de excomunión en caso de no hacerlo. El hecho de que Historia crítica de Jesucristo fuera entregada por voluntad propia puede evidenciar tres cosas: 1) El respeto que existía en los pueblos hacia los sacerdotes. 2) El temor de las personas a ser despojadas de los sacramentos, o bien a ser excluidas socialmente. 3) El miedo a ser perseguido por el infortunio. Sobre este último punto, se debe tener presente que aun en las sociedades de la modernidad -de acuerdo con Roger Chartier- se concebía el libro como un objeto mágico. Un ejemplo de esto es que a la Biblia se le consideraba una fuerza de protección, incluso en los países luteranos las personas la colocaban cerca del cuerpo en caso de enfermedad o de parto. Bajo esta óptica, un impreso irreligioso podía acarrear desgracias.55 En 1845, un ciudadano de San Cristóbal de Las Casas acusó a su vecino, Masario Penagos, porque “me han dicho tiene o se dice que tiene” el libro prohibido Las ruinas de Palmira; explicó que lo delató para cumplir con su deber religioso “en descargo de mi conciencia”.56
Ocozocoautla era una pequeña villa localizada al occidente de Chiapas, entre Tuxtla y Oaxaca, que todavía en 1827 carecía de escuela de primeras letras. Es decir, incluso en las pequeñas poblaciones de la periferia mexicana circularon los libros que incomodaban al clero. Sin embargo, el hecho de que se remitiera al provisor sólo una obra en respuesta a la “Cordillera sobre prohibición de libros peligrosos o notoriamente nocivos” induce a preguntar: ¿Acaso no existía un dinámico consumo libresco en Chiapas?, o bien, ¿era complicado para los sacerdotes identificar y decomisar los títulos posiblemente irreligiosos sin el auxilio de las autoridades civiles?
La lista de obras en proceso de censura y las noticias enviadas por el gobierno diocesano de Chiapas al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos en 1830 indican, en principio, que la lectura de libros fue un tema que preocupó al clero. En este contexto aconteció el caso de Salvador Camacho. Su expediente, compuesto de 46 fojas, es uno de los pocos documentos donde se puede ver la cooperación entre las autoridades civiles y las eclesiásticas para frenar el acceso a lecturas e imágenes ilegales.
El juicio contra Salvador Camacho Rincón
El 2 de abril de 1844, el juez de primera instancia del distrito oeste de Tuxtla, Juan Pablo Yáñez, atendió una denuncia: el niño Manuel María Rodríguez guardaba una ilustración “obscena” que retrataba a una mujer sosteniendo relaciones sexuales con un franciscano.57 Las imágenes de este tipo estaban prohibidas por el reglamento del 27 de septiembre de 1822, establecido por el Consejo de Estado de Agustín de Iturbide, porque ofendían la moral católica. Las que exhibían a clérigos y monjas en escenarios sexuales fueron ampliamente divulgadas durante los siglos XVIII y XIX, y solían pintarse a mano en muebles y alhajas, además de estamparse en hojas sueltas y libros eróticos. Por ejemplo, las ediciones francesas dieciochescas de Teresa filósofa (1748), novela de narrativa picante probablemente escrita por el marqués D’Argens, contenían grabados que mostraban a integrantes del clero regular practicando sexo.58 Se sabe que dicha novela circuló, por lo menos, en los obispados de Monterrey y Oaxaca durante 1830, pues los gobiernos diocesanos la identificaron y reportaron ante el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos.59 El hecho de que causara conmoción no es sorprendente, pues, de acuerdo con Robert Darnton, “parece estar en lo más cerca posible de la pornografía pura”, toda vez que combinaba la obscenidad con el escándalo, el texto provocativo con la ilustración picante. Estamos ante un título que “dominó la lista de best sellers hasta el final del Antiguo Régimen” francés, que no sólo intentó excitar sexualmente al lector, sino que además cuestionó la moralidad de las autoridades católicas, de forma que puede considerarse un tratado anticlerical orientado a cuestionar la disciplina eclesiástica de la época.60
Con arreglo a lo expuesto en el artículo 9 del reglamento del 27 de septiembre de 1822, los jueces y alcaldes de los pueblos estaban facultados para recoger las “pinturas deshonestas y figuras obscenas” identificadas en los relojes, sellos, cajas, anteojos, abanicos y otros muebles, “mas si pudiesen ser borradas o demolidas […] los jueces se limitarán solamente a estas operaciones, devolviéndolos [los muebles o alhajas] a sus dueños”.61 El reglamento exhibe por sí mismo que el gobierno conocía los medios por los cuales se contrabandeaban imágenes.
El juez Yáñez no se conformó con recoger la imagen obscena del infante Rodríguez, sino que inició indagaciones para averiguar quién había propiciado su circulación, “pues es posible que el introductor haya traído otras contrarias a la reflexión y buenas costumbres”.62 Le preocupaba que, en una época caracterizada -según su punto de vista- por la relajación de la moral, la juventud chiapaneca pudiera ser fácilmente corrompida por ilustraciones sexuales que indujeran a desobedecer al clero. Además, el que la imagen retratara a un franciscano brindaba elementos para sospechar que alguien pretendía desprestigiar abiertamente al sacerdocio. Puede advertirse que la preservación de la moral y los ataques a la Iglesia fueron asuntos que inquietaron no sólo a las autoridades eclesiásticas, sino también a las civiles. Asimismo, se observa que los poderes espiritual y temporal trabajaron en mancuerna para evitar que la población accediera a material obsceno e impío. Mencionarlo es importante porque gran parte de la historiografía sobre el siglo XIX ha privilegiado el estudio de los conflictos entre la Iglesia y el Estado, lo que ha dejado de lado las concordancias entre ambos. En palabras de Brian Connaughton, existe una “historiografía de oposiciones frente a prácticas de convergencia”.63
Cabe señalar que la circulación de imágenes obscenas no era novedad. Entre 1774 y 1816, la Inquisición inició causas contra sacerdotes, militares, oficiales de marina, alcaldes y comerciantes por esconder figuras pornográficas, tanto impresas como hechas a mano.64 En octubre de 1822, el obispo de Oaxaca advirtió al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos que retuvo pinturas y estampados “de irreverencia al culto de Dios y de sus Santos”.65 Y ocho años después, el mismo gobierno diocesano informó al Ministerio que “desgraciadamente suelen aparecer […] las estampas obscenas tituladas los éxtasis de l’amour, otras varias que tienen el título l’amour y las que suelen encontrarse en […] cajas de música que son de las que por ahora tengo noticia, por haber llegado a mis manos”.66 Es evidente que la función y el impacto de la imagen obscena en el siglo XIX es un tema pendiente en la historiografía mexicana, pues son muy difíciles de estudiar, toda vez que los archivos históricos no suelen conservar ese tipo de ilustraciones, quizá porque fueron destruidas por las autoridades o desechadas por sus consumidores.
De vuelta al caso que nos ocupa, el 3 de abril de 1844 Yáñez llamó a comparecer al niño Manuel Rodríguez, quien declaró que la imagen obscena era una copia de la original localizada en una caja de música perteneciente al arriero Salvador Camacho, hecho que fue atestiguado por otros infantes. Uno de estos últimos, Doroteo Maldonado, afirmó que, efectivamente, vio a Manuel pintar una copia de la ilustración obscena propiedad de Camacho.67
En Los best sellers prohibidos en Francia antes de la revolución, Darnton enfatiza el contenido político de la pornografía. Retrata una Francia dieciochesca donde las imágenes obscenas eran compartidas de mano en mano, sobre todo en un sector letrado, aficionado a la literatura picante y burlesca. Sin embargo, el caso de Camacho muestra que esas figuras circularon entre un público más amplio, que abarcaba a niños. En una sociedad predominantemente analfabeta, como la mexicana del siglo XIX, la imagen como forma de entretenimiento debió ser más popular que los textos.68 Si las ilustraciones picantes están ausentes en los archivos históricos, el historiador debe estudiar su presencia a través de los documentos escritos.
El juez organizó un careo entre el niño Rodríguez y el arriero. Después de varias discusiones, “el señor Camacho dijo que presentaría la cajita de música con la figura, pero que el niño Rodríguez presentara” también la reproducción que había pintado. “Y habiendo verificado la entrega por ambos, el uno la caja y el otro la figura”, se dio por concluido el caso.69
No obstante, Yáñez continuó investigando las actividades de Camacho, pues sospechaba que ocultaba más material prohibido, así que le pidió una lista de todas las imágenes y libros que tuviera en su casa. El arriero accedió y aseguró que no conservaba otras ilustraciones, pero aceptó que tenía diversas obras, algunas para su pasatiempo y otras para vender. En consecuencia, entregó la siguiente relación:
- Cocinero mexicano. Refundido y considerablemente aumentado en segunda edición compuesto de 3 [tomos]
- Recreaciones filosóficas por D. Teodoro de Almeida 11 [tomos]
- Jurisprudencia por D. Eugenio Tapia 1 [tomo]
- Tratado de física por Mr. Fr. S. Beudant 1 [tomo]
- La novia de Lammermoor traducida por D. Pablo de Jérica 3 [tomos]
- Emilio, o de la educación por Rousseau 3 [tomos]
- Economía política por D. Jean Baptiste Say 4 [tomos]
- Tardes de la granja D. Vicente Rodríguez Arellano 8 [tomos]
- Colón al Escribano 2 [tomos]
- Don José María Álvarez 4 [tomos]
- La armonía y la razón por Almeida 2 [tomos]
- Gramática castellana por Don Vicente Salvá 1 [tomo]
- Medicina sin médicos por Rouviere 1 [tomo]
- Los niños pintados por ellos mismos por D. Manuel Benito Aguirre 2 [tomos]
- Las mil y una noches por Antoine Galland 10 [tomos]
- Don Manuel de Jaén de la confesión 1 [tomo]
- Retórica epistolar, o, Arte nuevo de escribir todo género de cartas misivas, familiares y de comercio 1 [tomo]
- Ensayo Histórico por D. Lorenzo de Zavala 2 [tomos]
- Clara a José por Don José Marcos Gutiérrez 3 [tomos]
- Enciclopedia de la juventud por la condesa de Hautpoul 1 [tomo]
- Don Catrín por D. José Joaquín Hernández 1 [tomo]
- Derecho de gentes por D. Lucas Miguel Otarena 4 [tomos]
- Reflexiones sobre la naturaleza por Mr. Luis Cousin Despréaux 6 [tomos]
- El Instructor, ó Repertorio de Historia, Bellas Letras y Arte 6 [tomos]
- Diccionario de la lengua castellana por D. Vicente Salvá 1 [tomo]
- Tratado de Legislación de Bentham, con comentarios de Ramón Salas 8 [tomos]
- Ensayo sobre las costumbres por Voltaire 10 [tomos]
- Espíritu de las leyes traducido por D. Juan López Peñalver 4 [tomos]
- Salvados del barón de Montbeird 2 [tomos]
- Malvina por S. M. B. 2 [tomos]
- Lecciones de las virtudes sociales 2 [tomos]
- Nuevo Robinsón por D. Tomás de Iriarte 2 [tomos]
- Juventud ilustrada o las virtudes y los vicios por Alea 1 [tomo]
- El Castillo negro, ó Los trabajos de la jóven Ofelia 2 [tomos]
- Modelos para las jóvenes o acciones virtuosas 1 [tomo]
- Noches tristes y día alegre por el pensador mexicano 1 [tomo]
- Educación para las jóvenes 1 [tomo]
- Cuatro cuadernos de aritmética 4 [tomos]
- Un calendario 1 [tomo]
- Geografía universal 1 [tomo]
- Las locuras del día. Romance filosófico de M. Lourdoueix 1 [tomo]
- El amigo de los niños por D. Francisco José de Toro 1 [tomo]
- Cartas sobre la educación 3 [tomos].70
Esta lista es una evidencia del tipo de libros que circulaban en Chiapas. Puede observarse un corpus de textos diversos que abarca filosofía, derecho, literatura, economía política, geografía, matemáticas, historia, gramática y educación, todos comerciados por un solo arriero. La mayor parte de los títulos no habían sido producidos en México, sino en Europa, por ello puede decirse que Camacho contribuyó a que los centros internacionales de edición se conectaran con una de las regiones periféricas de México.
El 11 de abril de 1844, el juez Yáñez envió la lista anterior a San Cristóbal de Las Casas con el propósito de que el provisor, Antonio Sabino Avilés, le informara qué obras estaban prohibidas o debían censurarse, “y el destino que deba darles en tales casos”.71 Se advierte cómo las autoridades civiles se interesaron en cooperar con el clero para que se ejerciera la censura religiosa de libros. Mientras esperaba la respuesta del provisor, Yáñez ordenó catear el domicilio de Camacho y decomisar temporalmente sus libros, que coincidieron con la lista. Hay que señalar que el juez actuó en total apego a las leyes. Por un lado, el Congreso General promulgó una disposición el 30 de octubre de 1822 que autorizaba la inspección de casas bajo sospecha de ocultar mercancías obtenidas a través del contrabando; esta ley fue establecida toda vez que controlar la circulación de literatura ilegal resultaba problemático, pues en el país existían conocidas zonas de contrabando en las cuales era posible introducir libros prohibidos.72 Por otra parte, de acuerdo con los reglamentos de Toledo (vigentes de 1821 a 1855), en tanto se efectuaba un juicio de censura eclesiástica, quedaba suspendida la venta de las obras en dictaminación y, como medida preventiva, los jueces o agentes de las aduanas estaban facultados para retener dichas obras.73 Esta fórmula exigía la colaboración estrecha entre los poderes temporal y espiritual, pues la mala relación o comunicación entre ambos conllevaba la ineficacia del sistema de censura. Además, requería que los agentes aduaneros contaran con el conocimiento literario necesario para reconocer posibles títulos irreligiosos, así como con un criterio que les permitiese definir dónde acababa el campo de lo religioso y comenzaba el terreno de lo político.
Los libros incautados figuraban entre las mercancías que Camacho movilizaba para su venta. Le preocupaba que una buena parte de sus productos se declarasen prohibidos y no le fueran devueltos, porque perdería dinero. Por ello, solicitó al juez una constancia que le permitiera reclamar el importe de las obras a José Antonio Alberdi, librero de Oaxaca. Camacho afirmó haber comprado a Alberdi los libros que le decomisaron, lo hizo, en sus palabras: “sin pasarme por la imaginación, que dicho Sr. Librero vendiera obras prohibidas”, porque Oaxaca era un “país civilizado” donde se expendían los títulos en cuestión “con la mayor publicidad”.74 Si el testimonio del arriero es cierto, brindaría elementos para argumentar que el sistema censorio era deficiente, en parte porque desatendía aspectos elementales, como la vigilancia de librerías. Este hecho no es de extrañar, pues era común que se anunciaran en la prensa libros prohibidos; tal y como advirtió El Sol en septiembre de 1830: “muchos libros que enseñan el ateísmo, la irreligión y el más corrompido libertinaje […] se anuncian por la imprenta, se venden sin la menor contradicción”.75 Ese periódico, impreso entre 1823 y 1832 en Ciudad de México, irónicamente publicitaba con regularidad en su última página los títulos en venta de algunas librerías capitalinas, por ejemplo, la de Mariano Galván, la perteneciente a Hipólito Seguín y la de Manuel Recio. En tal sección era común ver anunciadas obras prohibidas por las juntas de censura de provincia, como la Apología católica del proyecto de constitución religiosa, Novelas de Voltaire, La Henriada, Nueva Eloisa, La Religiosa, El tío Tomás y La Abadesa, pero también algunas de las vetadas en el reglamento del 27 de septiembre de 1822, como Ruinas de Palmira y Sistema de la naturaleza.76
Camacho confesó que, además de los libros que le fueron incautados, había comprado a Alberdi Práctica criminal por Gutiérrez, Diccionario de Legislación por Gutiérrez, Diccionario de Legislación por Escriche, Cartas mexicanas, Almacén de los niños, La química del gusto y el olfato, Los ejemplos morales, Las leyes de Indias, Catón Cristiano y Resumen de las creencias religiosas. El juez pidió que se le entregaran también estos títulos, pero Camacho aseguró que los había vendido; asimismo, recordó haber expendido Diccionario de Legislación por Gutiérrez y Diccionario de Legislación por Escriche a Mariano Cantoral, en Pueblo Nuevo Pichucalco (Chiapas); Cartas mexicanas y Almacén de los niños a una señorita, en Oaxaca; Los ejemplos morales a un desconocido, en la plaza de Tuxtla; La química del gusto y el olfato a José Felipe Espinoza; Las leyes de Indias a Santiago Marín, y Catón Cristiano a “una niñita” en la escuela de doña Atanasia Marín.77 Es notorio que el arriero no se enfocó en vender libros a individuos específicos (aunque pudo tener clientes concretos), sino que los ofrecía a todo aquel que tuviera interés en comprarlos.
El juez localizó a José Antonio Alberdi para verificar que lo dicho por Camacho fuera verdad. El librero asintió y firmó un certificado en el que hacía constar que desde 1838 había vendido al arriero “varios libros de mi establecimiento público”, incluidos los registrados por Camacho en la lista.78
Cabe señalar que no es de sorprender que existiera una relación comercial entre un arriero chiapaneco y un librero oaxaqueño. Durante la primera mitad del siglo XIX, las principales rutas de comercio tuvieron como eje Ciudad de México; una de las más importantes iba de dicha capital a Guatemala, pasando por Oaxaca. Esta vía se ramificaba en dos: una pasaba por Puebla, Atlixco, Izúcar, Acatlán, Huajuapan, Tamazulapan, Yanhuitlán y Etla; la otra atravesaba Puebla, Amozoc, Tepeaca, Tecamachalco, Tlacotepec, Tepanco, Tehuacán, Coxcatlán, Teotitlán del Camino, Cuicatlán, Quiotepec, Trapiche de Aragón, Etla y Oaxaca. Después de este último punto, la ruta se extendía hasta Tehuantepec y de ahí a San Cristóbal de Las Casas.79
La articulación económica de los territorios mencionados fue posible gracias a la arriería, que propició la conformación del mercado interno nacional. Entre los artículos que transportaban los propietarios de recuas figuraron libros. La participación de estos actores sociales en la circulación de impresos es un tema pendiente en la historiografía del libro en México. Habría que empezar por señalar que los arrieros posibilitaron que la producción de los centros internacionales de edición arribara a los lugares alejados del centro político y cultural del país.
El 22 de abril de 1844, el provisor Antonio Sabino Avilés notificó al juez Yáñez su respuesta sobre la lista de Camacho: dos obras eran notoriamente irreligiosas (Emilio, o de la educación, de Rousseau, y Ensayo sobre las costumbres, de Voltaire), por lo cual estaban prohibidas y debían remitirse al gobierno diocesano; cinco libros más se declararon permitidos (Recreaciones filosóficas y La armonía y la razón, de Teodoro de Almeida, Nuevo Robinson, de Tomás de Iriarte, Colón al Escribano y Don José María Alvares), en tanto que los 36 restantes debían enviarse a San Cristóbal de Las Casas para su censura.80 Entre estos últimos había muchos que, por su título, no parecían versar sobre religión o atentar contra ella, es decir, que aparentemente no debían estar sujetos a censura, por ejemplo, Cocinero mexicano, Tratado de física, Gramática castellana, Medicina sin médicos, Retórica epistolar, Derecho de gentes, Diccionario de la lengua castellana, Geografía universal o los cuadernos de aritmética. Sin embargo, el gobierno diocesano de Chiapas los solicitó y le fueron remitidos; con ello se cumplía un anhelo manifestado por algunos eclesiásticos en la década de 1820, a saber, que el clero pudiera inspeccionar todos los libros que circulaban en el territorio mexicano, trataran sobre asuntos religiosos o no, para decidir cuáles debían prohibirse.81 Este hecho evidencia que la cooperación entre las autoridades civiles y eclesiásticas a la hora de ejercer la censura libresca era posible.
Yáñez devolvió a Camacho los cinco libros permitidos y, el 15 de mayo, remitió a San Cristóbal de Las Casas las 36 obras sujetas a censura. ¿Por qué el envío no se hizo de manera inmediata? Esto se debe a que durante la segunda quincena de abril Camacho fue interrogado por una nueva denuncia: el juez de policía, Mariano Pereira, lo acusó de poseer una montura carmesí con algunos diablos estampados. Yáñez esperó a incautarla para enviarla, junto con los libros, al gobierno eclesiástico.82
El hecho de que Camacho conservara una imagen obscena, libros prohibidos y, por si fuera poco, figuras diabólicas, preocupó a Yáñez. El arriero tenía un perfil peligroso para la moral católica, se temía que hubiera divulgado ideas impías entre la población, corrompiendo con ello la fe de otros ciudadanos, así que se investigaron sus actividades cotidianas; incluso fue interrogado por un sacerdote de Tuxtla, quien intentó reconocer en sus respuestas rastros de herejía.
Varias personas expresaron ante el juez sus impresiones sobre Camacho. Estéfana Alcázar declaró que “la gente lo tiene por hereje”. Gabriel Moscoso recordó una plática entre el arriero y un señor llamado Vicente García, en la que el primero dijo: “este es el tiempo ilustrado, […] no hay infierno, [lo que debe] hacerse es mandar niños a París de Francia a recibir allá su ilustración para que estos mismos viniesen a propagarla”. García confirmó que, en el trayecto hacia una hacienda, Camacho quiso conversar con él sobre religión. Por su parte, Pablo Gómez aseguró que varios vecinos habían escuchado que el arriero era francmasón y que por eso era considerado un mal cristiano.83
La posible simpatía de Camacho por la masonería y las ideas derivadas de la Revolución francesa generó intranquilidad. Una parte del clero y de la clase política mexicana concebía a Francia como una amenaza para la pervivencia del catolicismo y estaba convencida de que la Revolución de 1789 había suscitado la aparición de sectas compuestas por hombres “naturalmente locos” que conspiraban para erradicar la religión del mundo y asesinar a los pontífices, sacerdotes y reyes católicos.84 Tal postura fue divulgada en las famosas Memorias para servir a la historia del Jacobinismo, del abate Agustín de Barruel (1741-1820), las cuales fueron traducidas a diversas lenguas durante las primeras dos décadas del siglo XIX y circularon en México.
El clero chiapaneco tenía razones para asociar la literatura francesa con el ateísmo. El supuesto comentario de Camacho sobre la inexistencia del infierno y la posesión de una montura con diablos estampados parecían confirmar tal relación. De ahí la importancia que dieron las autoridades civiles y eclesiásticas al caso del arriero. Les preocupaba que obras de autores como Voltaire fuesen productos populares en el estado y estuviesen siendo comercializadas por diversas personas. Por ello, se preguntó a Camacho si conocía a otros individuos que vendiesen literatura francesa. El arriero confesó recordar que el vecino Julián Maldonado distribuyó un texto titulado Virgen de París. Desde luego, Maldonado fue llamado a comparecer y admitió que él introdujo dicho ejemplar, junto con “Delincuente honrado, Periquillo y Don Quijote”, pero que lo había vendido en la feria de San Marcos (Tuxtla).85
Hay que señalar que el clero de Tuxtla preguntó a todas las personas que atestiguaron en contra de Camacho si el arriero acudía a reuniones privadas con otros vecinos, pero nadie lo sabía. Les preocupaba que Camacho fuera sólo un indicio del surgimiento de nuevas prácticas y usos de la lectura, orientados a discutir colectivamente la religión y la disciplina eclesiástica. Debe considerarse que “leer es una actividad caracterizada por suponer siempre un soporte que contenga al texto (independientemente de que sea manuscrito, impreso o digital), así como un lugar para llevarla a cabo”.86 Los sujetos que leen conciben e interactúan de diversas maneras con los objetos y espacios que posibilitan la lectura.
Los testimonios en torno a Camacho retratan a un personaje locuaz influido por la literatura francesa. No cabe duda de que el arriero era conocido en su comunidad por las polémicas ideas que divulgaba en sus conversaciones. El juicio en su contra brinda elementos para inferir que la oralidad fue importante para la transmisión del contenido de las obras en Chiapas. Tanto en las clases dominantes como en los sectores populares, el libro llegaba a través de los oídos. La lectura grupal y la divulgación oral de persona a persona eran prácticas comunes en el siglo XIX. Ambos fenómenos propician el intercambio de pareceres, la reflexión y la generación de conocimiento en lo colectivo; los historiadores deberíamos valorarlos más al momento de estudiar la circulación y el impacto de los textos. Tal y como nos recuerdan Pertti Anttonen, Cecilia af Forselles y Kirsti Salmi-Niklander, ni siquiera las tradiciones orales se han difundido al margen de la influencia de los medios impresos; ha existido una relación histórica entre la oralidad y el libro desde los inicios de este último, al igual que una interconexión entre los sectores analfabetos y la cultura escrita.87 No sabemos si quienes conversaron o declararon contra Camacho rechazaban categóricamente todas sus ideas, o si repercutieron parcialmente en su visión del mundo. Lo cierto es que el arriero accedió a los libros polémicos en boga y exteriorizó sus pensamientos. Estamos ante una prueba documental de que no existía una división rígida entre la oralidad y la literatura impresa en el México decimonónico.
El cabildo eclesiástico demoró semanas en informar si alguno de los 36 libros de Camacho en proceso de censura estaba prohibido. Ante la dilación, el arriero solicitó que, de no haberse encontrado elementos para vetarlos, le fueran devueltos; estaba convencido de que sus obras debían estar permitidas, de otro modo no se venderían “públicamente en la Ciudad de Oaxaca, no menos celosa que Tuxtla de la observancia fiel y pura de nuestra divina y sagrada religión cristiana”.88
El gobierno diocesano optó por devolver las obras a Camacho, sólo decomisó Emilio, o de la educación y Ensayo sobre las costumbres, que desde un inicio fueron declarados vetados. Después del juicio, pareció prestar mayor atención a los libros que circulaban en la entidad. En 1845 emitió una “orden superior” para pedir a los clérigos que denunciaran a cualquier civil o sacerdote que conservase obras prohibidas o posiblemente anticatólicas. En respuesta, el cura Vicente Suasnábar, de Tuxtla, acusó a Cesario Madrigal, ministro encargado de la parroquia de Tonalá, por poseer un título de Voltaire, así como Libertades de la Iglesia española y El celibato del clero.89 Al gobierno eclesiástico le interesó saber si Madrigal tenía obras “de las perniciosas y contrarias a nuestra sagrada creencia, y si estas las franqueaba para su lectura a algunas personas de este vecindario y quienes sean estas, todo con la mayor reserva”.90 Sin embargo, a falta de testigos que corroborasen lo dicho por Suasnábar, y en virtud de que Libertades de la Iglesia española y El celibato del clero no fueron localizadas para censurarlas, el caso fue cerrado.
Suasnábar no se conformó con fungir como informante del gobierno diocesano, sino que también realizó funciones policiales. En julio del mismo año escribió al notario de la curia eclesiástica, Nicolás Velasco y Martínez, para notificar que había confiscado a un vecino de Tuxtla un ejemplar de la Biblia de la Sociedad Bíblica Americana, la cual no contenía los “apócrifos”, textos que las autoridades protestantes consideran que no pertenecen al canon del Antiguo Testamento, razón por la cual estaba formalmente vetada en México. Dicho vecino aseguró “que la tenía […] por ignorar su prohibición”. Velasco y Martínez también avisó que una persona más de Tonalá poseía otro ejemplar de esa Biblia.91
Ante estos casos, el gobierno diocesano de San Cristóbal de Las Casas tenía motivos para estar preocupado. En Chiapas, del mismo modo que en la mayor parte del país, la población no acostumbraba leer la Biblia, debido al alto índice de analfabetismo, por la falta de ejemplares, o bien porque su precio era muy elevado, pero la Biblia sin los “apócrifos” se vendía. El hecho de que este libro pudiera ser accesible a los seglares que habitaban incluso en las zonas más alejadas del centro político de México podía significar que las sociedades protestantes empezaban a ganar terreno en los estados católicos.
Me interesa ensalzar el tema de la circulación: ¿Quién abasteció a los lectores de las regiones periféricas con los impresos que representaron una amenaza para el clero? El caso de Camacho brinda elementos para comenzar a responder esta cuestión. Los arrieros de libros son personajes poco estudiados. La historiografía que analiza su papel en el siglo XIX mexicano es exigua, quizá por su condición local, pero no debe olvidarse que las microhistorias permiten evaluar los niveles de libertad con que operan los sujetos al interior de marcos normativos, de modo que explican de manera más realista el comportamiento humano.92
Conclusiones
El juicio contra Salvador Camacho Rincón resultó de suma importancia para analizar distintos fenómenos relacionados con la circulación e influencia de los impresos en las regiones periféricas de México. Pudo observarse, en principio, la relevancia de la arriería en el circuito del libro, que va del autor al lector, pasando por el impresor, el editor y los diversos actores que intervienen en las labores de comercialización. A lo largo del texto mencioné que estudiar la arriería ayuda a entender cómo se conectaban los centros internacionales de edición con las zonas alejadas del centro político y cultural del país. Soy enfático en ello porque gran parte de la historiografía que ha examinado la circulación del libro en el México del siglo XIX se centra en la identificación de los editores y libreros más destacados, tanto mexicanos como extranjeros, que impulsaron la importación de obras desde las principales ciudades europeas.93 Dicha historiografía, valiosa por supuesto, se limita a señalar que los impresos ingresaban a México a través de los principales puertos, pero no dice mucho sobre la presencia del libro en las regiones periféricas. No debe olvidarse que el país tuvo un mercado débil e incomunicado durante los primeros tres cuartos del siglo XIX.
El caso de Camacho también permite reconocer rastros de imágenes y libros prohibidos en la cultura popular de Chiapas. La documentación consultada exhibe a un arriero que le gustaba leer y conservaba libros de Voltaire y Rousseau, autores prohibidos por diversas juntas de censura. Resulta evidente que tenía interés en la literatura gala, así como opiniones concretas sobre las condiciones culturales de Francia. Este perfil no resultaría extraño si se tratase de un individuo de orientación liberal perteneciente a los sectores dominantes, en la capital mexicana, pero estamos ante un personaje que formaba parte de las clases subalternas de Chiapas, acostumbrado al contacto cotidiano con personas de todo tipo en las plazas, caminos, haciendas y comercios de distintos pueblos. Camacho aprovechó esa interacción para platicar sobre su visión del mundo; en sus conversaciones hay indicios de las polémicas ideas políticas y filosóficas de la época que circularon en libros.
Convendría elaborar más estudios de caso que posibiliten evaluar la relevancia de la oralidad en la difusión, discusión y apropiación de la literatura en boga. Entretanto, espero que este artículo resulte útil para comenzar a reconstruir el complejo mosaico de relaciones entre el libro y el discurso oral en los distintos pueblos y ciudades de México.
El expediente analizado puede complementar otros trabajos que discuten la politización de los sectores populares. Se sabe que en 1810 y 1820 diversos grupos de indígenas chiapanecos interactuaron con personajes liberales y pugnaron por la autonomía comunitaria de sus pueblos.94 La Iglesia mexicana expuso públicamente (a través de folletos, cartas pastorales y la prensa) que su grey estaba siendo corrompida por la influencia de los llamados malos libros, divulgados por individuos que incitaban a desobedecer al clero, por lo cual instó a las autoridades civiles a prestar mayor atención al tipo de literatura que ingresaba al país. Tal vez la conformación de culturas populares cada vez más politizadas, que generaron tradiciones de pensamiento autonomistas, fue propiciada por el debate colectivo sobre textos prohibidos, los cuales circulaban y se discutían debido a las acciones de arrieros como Salvador Camacho Rincón.
Viviana E. Conti y Gabriela Sica, “Arrieros andinos de la Colonia a la Independencia. El negocio de la arriería en Jujuy, noroeste argentino”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos (2022): párrs. 4 y 6, https://doi.org/10.4000/nuevomundo.60560.
Véase Abel Ramos Soriano, Los delincuentes de papel. Inquisición y libros en la Nueva España (1571-1820) (México: FCE / INAH, 2013); Cristina Gómez Álvarez y Guillermo Tovar de Teresa, Censura y revolución. Libros prohibidos por la Inquisición de México (Madrid: Trama Editorial / CCCM, 2009); Gabriel Torres Puga, “Opinión pública y censura en Nueva España. De la expulsión de los jesuitas a la Revolución francesa” (tesis de doctorado, Colmex, 2008).
A pesar de la atención que ha merecido el libro como campo de estudio desde inicios del siglo XXI, el conocimiento que se tiene acerca del fenómeno censorio eclesiástico en la vida independiente es escaso. Hasta ahora, sólo he identificado un trabajo al respecto: “La imposible protección de la fe católica: censura eclesiástica y libertades constitucionales en el México republicano”, de Pablo Mijangos y González. Se trata del capítulo de un libro donde el autor argumenta que el régimen de censura eclesiástica presentaba una contradicción interna que no pudo resolverse entre 1824 y 1851: era un mecanismo diseñado para proteger la fe católica y al mismo tiempo preservar ciertas libertades básicas, como la libertad de prensa. Dicha contradicción provocó la ineficacia del sistema. Ahora bien, Mijangos sustentó sus argumentos en información resguardada en el AGN; sus conclusiones deben enriquecerse con estudios regionales que exhiban las interacciones entre las autoridades civiles y eclesiásticas de los estados, así como las prácticas de censura efectuadas al margen de la ley, que no quedaron registradas en los archivos históricos de la capital del país. Pablo Mijangos y González, Entre Dios y la República. La separación Iglesia-Estado en México, siglo XIX (México: CIDE / Tirant lo Blanch, 2018), 99-129.
AHDSC, carpeta 4526, exp. 26. Cabe señalar que las inquietudes en torno a los abusos en la libertad de imprenta no eran una novedad propia de la vida independiente; desde la década de 1810 se desarrolló una amplia discusión que justificó la censura institucional. En noviembre de ese año las Cortes de Cádiz aprobaron el Decreto IX, a través del cual se estableció la libertad de imprenta en el mundo hispánico. La invasión de la península ibérica por Napoleón Bonaparte explica este hecho, toda vez que una parte importante de la resistencia española reconoció la libertad de expresar ideas políticas como un ejercicio fundamental para defender públicamente la soberanía e ilustrar a la población sobre los legítimos modos de gobernar y ejercer el poder. Emilio La Parra López, “La libertad de prensa en las Cortes de Cádiz”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, cap. 1, acceso el 31 de julio de 2023, https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-libertad-de-prensa-en-las-cortes-de-cdiz-0/html. El Decreto IX fue incluido en la Constitución gaditana de 1812. Sin embargo, la libertad de imprenta no era absoluta. El Decreto señalaba el fin de la censura previa, a excepción de los textos que versaban sobre religión. Es decir, no se podía opinar libremente sobre temas religiosos, después de todo, la Constitución establecía que: “La Religión de la Nación Española es y será perpetuamente la Católica, apostólica, romana, única verdadera”. El catolicismo continuaba siendo un elemento inmanente de la identidad hispana, en consecuencia, debía ser protegido mediante leyes. Vicente J. Navarro Marchante, “El Decreto IX de las Cortes de Cádiz de 1810 sobre la libertad de imprenta”, en El legado de las Cortes de Cádiz, coord. de Pilar García Trobat y Remedio Sánchez Ferriz (Valencia: Tirant lo Blanch, 2011), 349-350.
AHDSC, carpeta 2832, exp. 3. En el sermón no se especifica la autoría ni el lugar de publicación.
AHDSC, carpeta 4789, exp. 2. Acusaron de haber recibido la orden los curas de Bachajón, Chenalhó, San Cristóbal de Las Casas, Guaquitepec, Huitiupán, Moyos, Ocosingo, Palenque, Pantelhó, Tila, Tumbalá y Yajalón.
Dicho esto, no es de sorprender que en algunos puntos del país las autoridades civiles prohibieran, mediante bandos, fijar caricaturas en las esquinas de las calles, tal y como aconteció en Ciudad de México en 1821 y 1825. AHCDMX, Ayuntamiento, Justicia: Jurados de Imprenta, caja 297, exp. 22; vol. 3630, exp. 204.
Entre 1825 y 1830, todos los obispados de México manifestaron su inconformidad con el régimen de censura eclesiástica y pidieron al gobierno federal reformar las leyes vigentes. Al iniciar ese periodo, José Nicolás Maniau, canónigo de la catedral de Puebla y del arzobispado de México, solicitó al gobierno “los auxilios de que abundaban los Inquisidores para desempeñar su misión”, tales como “fiscales encargados, secretarios, calificadores, notarios, jueces y otra multitud de Ministros que se contaban por centenares, dedicados exclusivamente a las causas de Fe”. En 1828, Guadalupe Victoria pidió a los prelados que le enviaran propuestas para mejorar la ejecución de las prohibiciones. En respuesta, Manuel Isidoro Pérez Sánchez, ordinario de Oaxaca, recomendó que los jueces eclesiásticos fuesen reintegrados en la facultad de recoger libros prohibidos. AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 44, f. 167-178; vol. 61, f. 11.
Baste señalar algunas obras representativas de la historia del libro y la edición en México: Carmen Castañeda García y Myrna Cortés, coords., Del autor al lector. I. Historia del libro en México. II. Historia del Libro (México: CIESAS / Miguel Ángel Porrúa, 2002); Carmen Castañeda García, Luz Elena Galván Lafragua y Lucía Martínez Moctezuma, coords., Lecturas y lectores en la historia de México (México: CIESAS / Colmich / UAEM, 2004); Belem Clark de Lara y Elisa Speckman Guerra, eds., La República de las Letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico. Volumen II. Publicaciones periódicas y otros impresos (México: UNAM, 2005); Laura Suárez de la Torre, coord., Constructores de un cambio cultural: impresores-editores y libreros en la ciudad de México, 1830-1855 (México: Instituto Mora, 2003); Suárez de la Torre, “Construir un mercado, renovar las lecturas...”, 469-483; Manuel Suárez Rivera, Dinastía de tinta y papel. Los Zúñiga y Ontiveros en la cultura novohispana (1756-1825) (México: UNAM, IIB, 2019).
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