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Semblanza biográfica de José María de Ágreda y Sánchez: bibliotecario, bibliófilo y paleógrafo mexicano


A Biographical Sketch of José María de Ágreda y Sánchez: Mexican Librarian, Bibliophile and Paleographer

Jorge Alberto Suárez Pérez*

* Universidad Veracruzana, Facultad de Historia, Veracruz. México. zs20022784@estudiantes.uv.mx. https://orcid.org/0000-0002-9180-7189.



Resumen

José María de Ágreda y Sánchez (1838-1916) fue uno de los más importantes bibliófilos, bibliotecarios y paleógrafos de México. Su gran conocimiento sobre libros antiguos lo llevó a desempeñar diversos cargos públicos en bibliotecas emblemáticas de la Ciudad de México, como la antigua Biblioteca Turriana, la Biblioteca del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, y la Biblioteca Nacional, donde colaboró durante más de dos décadas. Considerado un sabio por sus coetáneos intelectuales, su vida transcurrió entre libros, bibliotecas, historias y anécdotas, por lo que en las próximas líneas se aspira a recuperar la reputada figura del también anticuario e historiógrafo mexicano.



Abstract

José María de Ágreda y Sánchez (1838-1916) was one of the most important Mexican bibliophiles, librarians, and paleographers. His vast knowledge of ancient books led him to hold various public positions in emblematic libraries of Mexico City, such as the old Biblioteca Turriana, Biblioteca del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, and the Biblioteca Nacional, where he collaborated for more than two decades. Considered a man of wisdom by his intellectual contemporaries, he lived his life surrounded by books, stories, anecdotes, and libraries. For this reason, the next few lines aspire to recover the renowned figure of this Mexican antiquarian and historian.

Recepción: 21.08.21 / Aceptación: 22.11.21

Bg.Mar.22; 5(1)

Palabras clave: José María de Ágreda y Sánchez, bibliotecas, bibliofilia, manuscritos, antigüedades, paleografía.
Keywords: José María de Ágreda y Sánchez, libraries, bibliophilia, manuscripts, antiques, paleography.

Introducción

Desde la época antigua, los libros han sido la fuente principal para el estudio de la historia y su conservación ha permitido mantener encendida la llama del conocimiento. El quehacer del librero, del bibliófilo y del bibliotecario ha sido relevante a lo largo de la historia de México, por lo cual es común encontrar a varios personajes que desempeñaron estos oficios y dedicaron su vida a la conservación y rescate del material bibliográfico heredado de generación en generación, y que hoy en día nos sirve para escudriñar el pasado. Inevitable es citar en este contexto a figuras destacadas en la bibliografía mexicana como Mariano Galván, José María Andrade, José Fernando Ramírez, Joaquín García Icazbalceta, José María Vigil, Genaro García y Alfonso Reyes, tan sólo por mencionar algunos, todos ellos auténticos bibliófilos y propietarios de grandes bibliotecas que fueron, y siguen siendo en algunos de los casos, un manantial de conocimientos.

Dentro de este selecto grupo de intelectuales, José María de Ágreda y Sánchez ocupa un lugar especial porque hasta el último día de su vida se dedicó a resguardar y difundir los tesoros bibliográficos que componían su biblioteca, la mayoría incunables, primeras impresiones, obras muy poco conocidas y que hasta se dudaba de su existencia. A lo largo de su trayectoria, Ágreda y Sánchez se convirtió en un mecenas de la erudición, razón por la cual logró establecer lazos de amistad con estudiosos de la historia y la arqueología como García Icazbalceta, Francisco del Paso y Troncoso, Alfredo Chavero, Manuel G. Revilla y Nicolás León, quienes lo consideraban un hombre gentil por su valioso apoyo en las investigaciones, cuyo fin era que la historia no se desvirtuara.

Aunque la obra de Ágreda es escasa, su aporte en el ámbito historiográfico fue vital para el estudio de la historia y la genealogía novohispana; su archivo personal, que hoy resguarda el Archivo General de la Nación, contiene transcripciones de manuscritos antiguos como partidas de nacimientos, defunciones y matrimonios de importantes familias novohispanas, al igual que noticias sobre hechos de carácter religioso relacionados con apariciones de la Virgen de Guadalupe y con los jesuitas, extractos sobre informes de cabildos eclesiásticos y otros escritos acerca de mayorazgos, decretos inquisitoriales y bulas. También realizó traducciones del latín e italiano y formó el catálogo de incunables que resguarda la Biblioteca Nacional de México, además del de su propia biblioteca, que aún se conserva en esa misma institución.1

De esta manera, José María de Ágreda y Sánchez se muestra, a priori, como un personaje singular de la época en la que vivió; su conocimiento sobre libros antiguos lo llevó a ser considerado el bibliófilo más importante de la segunda mitad del siglo XIX. Varios de sus discípulos y amigos cercanos (Luis González Obregón, Alberto María Carreño, Jesús Galindo y Villa) le dedicaron algunos textos biográficos, cuya información ha sido fundamental para el desarrollo de esta semblanza biográfica.

Con el propósito de abarcar la vida de este notable bibliófilo, el cuerpo de este artículo se divide en cuatro partes: en primer lugar se incluye una descripción sucinta de sus antecedentes familiares y primeros años de vida. El segundo y tercer rubro enfatizan su trayectoria como bibliotecario y bibliófilo; por último, se reseña su ejercicio académico en calidad de paleógrafo e historiógrafo.

1. Ascendencia y primeros años de vida

José María de Ágreda y Sánchez nació el 2 de junio de 1838 en Ciudad de México, siendo hijo legítimo del segundo conde de Ágreda, Manuel de Ágreda y Pascual, y de Manuela Sánchez y Flores,2 ambos miembros de dos de las familias más notables e importantes de la sociedad novohispana. En la estirpe del niño por la vía paterna, estuvo el primer conde de Ágreda, Diego de Ágreda Martínez de Tejada y Cabezón, descendiente directo de la familia Ágreda y Martínez, del siglo XVI, y natural de la provincia San Román de Cameros, en La Rioja, España. Éste fue un distinguido comerciante y mecenas de la educación en su pueblo natal, donde estableció una escuela de primeras letras; con el paso de los años decidió viajar a Ciudad de México para radicar y contraer primeras nupcias con su prima, María Ignacia Martínez Cabezón.

El primer conde de Ágreda también fue un reconocido político y militar que desempeñó, entre otros, el cargo de síndico del Convento de Franciscanos Descalzos de San José de Tacubaya, regidor de la Ciudad de México, diputado de las cortes españolas y teniente coronel del cuerpo de infantería durante la guerra de Independencia. Asimismo, integró el círculo social más íntimo del virrey José de Iturrigaray y otorgó un generoso donativo a la Corona española para sufragar los gastos derivados de la guerra con Francia. Gracias a esta benevolencia en aras de su patria, en 1811 se le concedió el título de conde de Casa de Ágreda,3 además de la Cruz de la Orden de Carlos III. Después de enviudar en su primer matrimonio, Diego de Ágreda contrajo segundas nupcias con María Ignacia Pascual de Tejada, con quien procreó 11 hijos; el primogénito murió al poco tiempo y heredó el título de conde el segundo hijo, Manuel, padre de nuestro biografiado.4

Por el lado materno, el niño José María fue nieto del tercer conde de Santa María de Guadalupe del Peñasco, José Mariano Sánchez Espinoza de Mora y Luna Pérez Calderón, quien a su vez heredó el título por disposición de la Audiencia Real después de que su tío, el segundo conde y coronel del Regimiento Provincial de Dragones de San Luis Potosí, Juan de Mora y Luna, murió sin sucesión. El conde José Mariano ejerció el cargo de alcalde ordinario de San Luis Potosí, juez en Ciudad de México y también fue capitán en el Regimiento de Patriotas de Fernando VII durante la guerra de Independencia, y llegó al grado de teniente coronel de la Brigada Ligera de Cazadores de San Luis Potosí. Fungió como diputado en el Congreso Constituyente de 1822 y fue miembro fundador de la Sociedad Económica de Amigos de México y del Museo de Arte e Historia Natural.5

José Mariano Sánchez Espinoza se casó en primeras nupcias con María Antonia Flores Alatorre Moscoso y Sandoval, con la que tuvo cuatro hijos, un varón y tres mujeres, entre ellas Manuela, madre de José María de Ágreda. Después de la muerte de su primera esposa y en la antesala de su propia defunción, el tercer conde volvió a contraer nupcias con María Vicenta Irolo, una dama de sociedad que escribió algunas poesías6 y heredó parte de la fortuna y los bienes de su esposo, entre los que se contaban la hacienda pulquera de San Pedro Tochatlaco, ubicada en el hoy estado de Hidalgo, una casa habitación en la entonces llamada calle del Correo Mayor y la colección de plata que se exhibía en el Museo de Arte e Historia Natural.7

Por tanto, el abolengo y la importante posición económica permitieron a la familia Ágreda y Sánchez vivir con comodidad, pese al conflicto bélico que se vivió en nuestro país durante la primera década del siglo XIX. A la consumación de estos conocidos hechos, Manuel de Ágreda recibió el nombramiento de mayordomo en el Imperio de Agustín de Iturbide y posteriormente ocupó los cargos de regidor y miembro del Ayuntamiento de la Ciudad de México, alcalde de manzana del cuartel primero del Distrito Federal y miembro del tribunal censor que emitía juicios a los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Por herencia familiar, Manuel mantuvo vivo el interés en las artes, letras y ciencias, lo cual lo llevó a formar un museo de objetos antiguos, una biblioteca que contenía obras de todas las épocas y un observatorio astronómico que instaló en la azotea de una de sus propiedades.

Con respecto a esta última, Jesús Galindo y Villa afirma que fue en esa casa ubicada en la segunda calle del Correo Mayor, esquina con la primera calle de la Soledad, donde el niño José María y su padre observaron el arribo del ejército norteamericano a la capital en septiembre de 1847.8 Sin embargo, el cronista Francisco Fernández del Castillo, quien también fue muy cercano a la familia Ágreda y Sánchez, afirma que tal escena se llevó a cabo desde la solana de la famosa “Casa del Mirador” o “del Risco”, ubicada en la Plaza de San Jacinto, que actualmente funciona como museo en el barrio de San Ángel:

En esa casa vivía también en esa época el sr. Manuel de Ágreda y Pascual, 2° Conde de Ágreda, con su familia, entre la que estaba su hijo, mi querido amigo el sabio historiador D. José María de Ágreda y Sánchez, que entonces era muy niño. Aún recuerda mi erudito amigo las lágrimas que su patriota padre derramó cuando vio enarbolar el pabellón del invasor y cómo se lamentaba que su avanzada edad, su completa sordera y sus muchos achaques le impidieran tomar las armas.9

Durante aquellos días infaustos, la Casa del Risco fue bastión del Batallón de Carolina del Sur, integrado por 700 norteamericanos, y el enorme patio de esa construcción virreinal funcionó como hospital, improvisado por los doctores Gabino Barreda y Juan Navarro, para curar a los heridos que había dejado la Batalla de Padierna. En ese inmueble también se refugiaron Manuel Payno y su familia, así como otros jefes militares que se retiraron de México ante la avanzada de los invasores. Después de la guerra de intervención norteamericana, la familia Ágreda y Sánchez continuó habitando la Casa del Risco como inquilinos, hasta que en 1857 Manuel de Ágreda la adquirió en compra definitiva.10

A pesar de la guerra, el niño Ágreda inició sus estudios de primeras letras en la escuela amiga de las hermanas Carrillo, situada en el antiguo Hospital de Terceros. Después ingresó al colegio de Manuel Calderón y Somohano, donde es probable que se haya educado mediante el severo método de “la letra con sangre entra”. Ubicado en la segunda calle del Puente de la Aduana, este colegio fue uno de los más apropiados para la gente decente: era un auténtico “almácigo de niños finos”,11 según recordaba Guillermo Prieto, quien también se educó allí, al igual que otros de sus contemporáneos como Melchor Ocampo y Luis Martínez de Castro.

En este colegio, Ágreda y Sánchez recibió, con disciplina y erudición, las clases de lectura y escritura, aritmética, moral, urbanidad, buenos modales y doctrina cristiana; algunos alumnos tomaron clases de dibujo, de forma particular, con el maestro Zerralde. Para castigar la falta de esmero en el estudio y el mal comportamiento de los alumnos, el profesor Calderón y Somohano, educado rigurosamente por los padres betlemitas, utilizó las palmetas o varas de membrillo y otate como instrumentos de corrección, aunque el encierro era el castigo más común entre los educandos. La memoria prodigiosa de José María recordaba aún en su vejez los palmetazos y reprimendas que sufrió en esa etapa como estudiante, porque nunca negó las pillerías con las que hizo exacerbar en varias ocasiones a su maestro.12

Concluida esta educación, en 1853 pasó al Seminario Conciliar para iniciar sus estudios preparatorios y continuar después con los de Jurisprudencia. Tenía apenas 15 años y su dedicación en el estudio correspondió a la de una brillante generación de futuros intelectuales, entre los que figuraban los filólogos Rafael Ángel de la Peña y Cecilio Agustín Robelo, los juristas Ignacio Martínez Barros y Agustín Rodríguez, y los canónigos Francisco Javier Jainaga, Ignacio Montes de Oca y Obregón y Joaquín Arcadio Pagaza. Considerado un gran lector, el joven Ágreda y Sánchez dedicó gran parte de su tiempo a la lectura de obras clásicas para aprobar diversas disciplinas, como el Curso Elemental de Física de Pierre Adolphe Daguin y el Compendio de Matemáticas puras y mixtas de José Mariano Vallejo.

En el ámbito de las leyes, las lecturas cotidianas para sus estudios fueron la Ilustración del Derecho civil español y Derecho Patrio del jurista Juan Sala Bañuls, los Derechos del hombre en la sociedad civil de Nicola Spedalieri y algunas obras de Carlos Sebastián Berardi.13 Estudió los últimos dos años en las academias teórico-prácticas del Colegio de San Juan de Letrán, donde fue alumno de José María Lacunza en la clase de Procedimientos Civiles y Derecho Internacional.14 No obstante, a pesar de haber concluido con mérito y reconocimiento, el joven José María no pudo obtener su título de Jurisprudencia debido a la negativa de su padre para que jurara la Constitución de 1857, ya que la consideraba impropia de los criterios religiosos que su familia profesaba.

Manuel de Ágreda sabía que su hijo no padecería ninguna situación precaria a lo largo de su vida, gracias al patrimonio que heredaría, por lo cual prefirió que sus estudios quedaran sin la sanción de ley, a que faltara con su juramento a los deberes del católico creyente.15 Sin más opción para seguir por el camino de la Jurisprudencia, José María decidió dedicarse en cuerpo y alma a sus pasiones favoritas: el estudio y la conservación de libros antiguos, el trabajo de transcripción paleográfica de manuscritos y la colección de piezas de arte. Esta última actividad siempre la combinó con sus estudios, pues durante varios años figuró en la lista de suscriptores de las exposiciones de la Academia Nacional de San Carlos; realizó algunos retratos al óleo que exhibió en su casa junto a obras de artistas como Pedro Pablo Rubens, Miguel de Herrera, Juan Patricio Morlete y José Juárez, que habían sido parte de la colección de su abuelo, el conde del Peñasco.16

2. El bibliotecario

A mitad del siglo XIX, José María de Ágreda inició su labor como bibliotecario en la Biblioteca de la Catedral Metropolitana, también conocida como “Biblioteca Turriana” en honor de sus fundadores, los hermanos Cayetano Antonio y Luis Antonio Torres Tuñón, quienes en 1758 fundaron con sus libros una biblioteca que después de su muerte se convertiría en “gratuita para utilidad del público”, a partir de 1804.17 Es probable que José María haya asumido el rol de bibliotecario después de 1854,18 luego de que el cargo lo ocuparan varios seminaristas “que, debido a su mediocre labor, sus nombres y noticias fueron omitidos en las Actas de Cabildo”.19 En ese entonces la biblioteca tenía un acervo de 20 mil volúmenes que incluían obras en latín, griego y español, además de manuscritos, cuadros de arte, planos antiguos y otras antigüedades de gran valor.

Hacia 1857 José María entregó la Biblioteca de la Catedral, en nombre del cabildo eclesiástico, a Basilio Pérez Gallardo, juez e interventor del gobierno liberal, como parte de la disposición que hacía efectiva la Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos que el presidente Comonfort había promulgado. De esta manera, Ágreda se convirtió en el último “guardián” del tesoro bibliográfico de la Biblioteca de la Catedral Metropolitana, que más tarde sería incorporado a la Biblioteca Nacional de México. Sin embargo, una vez que se instauró el efímero Imperio de Maximiliano de Habsburgo en 1864, la biblioteca le fue devuelta al clero, al igual que otras de sus propiedades confiscadas, lo cual también derivó en el regreso de José María de Ágreda a la misma, sólo para comprobar que casi la mitad de aquel acervo ya estaba disperso y la mayoría de las obras valiosas habían sido hurtadas o estaban desaparecidas.20

Con la restauración de la República, la Biblioteca Turriana volvió a ser confiscada por el gobierno liberal y agregada de forma definitiva al acervo de la Biblioteca Nacional de México, para lo cual se dispuso que la antigua iglesia de San Agustín fuera el recinto que albergara el gran acervo decomisado a los conventos y colegios eclesiásticos. Decidido a continuar en el ámbito bibliotecario, Ágreda y Sánchez prescindió de sus ideas conservadoras y católicas para solicitar, a través de varios conocidos, que se le permitiera ser parte de la nueva administración de la Biblioteca. Aunque el trabajo no le era necesario, aceptó el modesto cargo de escribiente que se le ofreció, con un sueldo anual de 600 mil pesos.

Sin embargo, tuvieron que pasar más de dos décadas para que volviese a ocupar el cargo de bibliotecario, ahora en la Biblioteca del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, inaugurada provisionalmente en 1880 por el director del Museo, Gumesindo Mendoza. Su funcionamiento fue de carácter interno durante varios años y sólo ofrecía el servicio bibliotecario a empleados y profesores del establecimiento, quienes habían hecho algunas donaciones para que el acervo incrementara. La afluencia de lectores que tuvo durante los siguientes años fue escasa, pues sólo acudían los alumnos de las cátedras de Historia y Arqueología que integraban la matrícula del propio establecimiento, además de que carecía de un encargado formal para llevar a cabo las actividades que demandaba un recinto de libros.

En 1888, Francisco del Paso y Troncoso realizó una visita al Museo en su carácter de interventor de la Secretaría de Instrucción Pública, e hizo evidente la necesidad de crear el cargo de bibliotecario, por lo que a finales de ese mismo año José María de Ágreda fue nombrado en ese puesto, iniciando rápidamente un arduo trabajo de organización para que pudiera establecerse el acceso al público. A partir de enero de 1889, Francisco del Paso y Troncoso ocupó el cargo de director interino del Museo Nacional, pero debido a la comisión científica que desempeñó como parte de las actividades de la Junta Colombina, se retrasaron los trabajos del Museo, lo cual, aunado al reducido presupuesto con que se contaba, complicó a José María la posibilidad de inaugurar al público la biblioteca, que presentaba deficiencias en todas sus áreas ya que no existían inventarios, catálogos ni mobiliario para su buen funcionamiento:

A pesar de la urgencia que había por corregir este gravísimo mal, el señor De Ágreda y Sánchez se vio obligado a desempeñar las labores que le fueron encomendadas como Bibliotecario y encargado de la Sección de Publicaciones; Departamentos que por su constante desarrollo, además de su absoluta independencia, era de necesidad nombrar para cada uno un jefe y personal auxiliar que tramitaran las numerosas labores que ya en ese tiempo se despachaban en ellos.21

Pese a todo, Ágreda y Sánchez logró mejorar las condiciones que presentaba la biblioteca del Museo llevando a cabo, entre otras labores, la regularización de los servicios bibliotecarios que se ofrecían al público y la catalogación del acervo, que en 1892 ascendía a más de 2 mil volúmenes, entre libros, folletos y manuscritos. Esta labor la realizó al tiempo que era parte de la Junta Colombina, encargada de organizar y preparar los materiales que representarían a México en la Exposición Histórica Americana de Madrid, con motivo del cuarto centenario del Descubrimiento de América. Dicha junta formó comisiones para realizar estudios sobre Bellas Artes, Numismática, Arqueología, Ciencias y Literatura, siendo los encargados de cada una de estas áreas del conocimiento varios eruditos como Francisco del Paso y Troncoso, Joaquín García Icazbalceta, Alfredo Chavero, José María Vigil y Francisco Sosa.

José María de Ágreda no descuidó su labor como bibliotecario, ya que continuó con el trabajo de clasificación y organización de los libros de la biblioteca que tenía a su cargo; para ello contó con el apoyo de un escribiente, que le ayudó a formar un registro de las adquisiciones de la biblioteca, según el orden de ingreso. Ante la falta de elementos, el registro elaborado únicamente consideró las publicaciones adquiridas por canje, omitiendo los libros recibidos a través de donaciones y compras.22 A todo esto, el escaso presupuesto provocó que pocas obras se obtuvieran por compra: sólo se tiene conocimiento de un lote de 256 volúmenes que le fueron comprados a Francisco del Paso y Troncoso.

Durante varios años el registro de adquisiciones por canje elaborado por Ágreda y Sánchez fue el único inventario que tuvo la biblioteca, hasta que en 1900 éste gestionó, ante la dirección del Museo, la contratación formal de un escribiente que lo ayudara a organizar el catálogo “institucional”, que entonces incluía 4 865 volúmenes. La buena gestión de José María hizo que el gobierno de Porfirio Díaz destinara presupuesto a la dirección del Museo para cubrir las necesidades de la biblioteca, incluyendo entre ellas el sueldo del escribiente y la compra de libros para las áreas de Zoología, Historia y Arqueología. Durante el discurso que Díaz dictó en la inauguración del Congreso de la Unión en abril de 1902, hizo énfasis en las valiosas adquisiciones que había hecho la biblioteca:

con el objeto de concentrar los materiales para el estudio de nuestra historia, se compraron y se depositaron en la Biblioteca del Museo Nacional, documentos del archivo de la extinguida Inquisición de México y muchos manuscritos del archivo del Colegio de San Gregorio. Se ha encomendado a eruditos bibliófilos la formación de inventarios de dichos archivos, con el propósito de ir publicando los documentos que por su importancia histórica deban ver la luz pública.23

Tres semanas después, Ágreda y Sánchez presentó el primer informe anual de la Biblioteca del Museo Nacional, detallando solamente el movimiento de obras adquiridas en compras, así como cambios y donaciones, y destacando los 358 ejemplares rústicos y más de 200 empastados que se habían agregado al acervo. Ese mismo año, Alfredo Chavero fue nombrado subdirector del plantel del Museo Nacional y dispuso que Ágreda sólo desempeñara sus funciones como bibliotecario y dejara la supervisión de las publicaciones del Museo a una librería de la ciudad. Tal disposición se llevó a cabo el siguiente año, ya en la subdirección de Francisco M. Rodríguez, quien además realizó mejoras al edificio y reformó los estatutos para crear de forma oficial el Departamento de Publicaciones, que sería dirigido por Luis González Obregón.24

En enero de 1903 presentó Ágreda y Sánchez su segundo informe, haciendo referencia del acervo que Francisco del Paso y Troncoso había enviado desde Madrid, en el cual destacaban los 29 volúmenes de diversas obras y 23 tomos (de seis entregas cada uno) del Boletín de la Real Academia de la Historia. En julio, José María inició la organización de un nuevo catálogo que tampoco llegaría a terminar, debido a que las obras de reconstrucción del Museo hicieron que la biblioteca fuera trasladada al espacio ocupado por el primer salón de cerámica. El cambio resultó útil porque el nuevo sitio tenía un salón de lectura más amplio y mejores condiciones de ventilación y alumbrado para la biblioteca; desde este nuevo lugar, Ágreda continuó con el trabajo de organización del acervo, pero el poco presupuesto continuó impidiendo que se lograra tal objetivo.

En aquellos años, la biblioteca del Museo se convirtió en un “centro interesante de enseñanza oral”,25 porque los estudiantes acudían en búsqueda de información que el propio Ágreda y Sánchez se complacía en compartir de viva voz, o por medio de cédulas escritas de su puño y letra. En ocasiones pasaba el tiempo en su escritorio, copiando alguna crónica centenaria o algún capítulo antiguo de un pergamino o manuscrito; otras veces atendía la visita de algún colega que solicitaba de su sabiduría en cuestión de libros e historia. En julio de 1904, José María dejó su cargo en la Biblioteca del Museo Nacional para asumir de tiempo completo la subdirección de la Biblioteca Nacional; después de 15 años y medio de fungir como bibliotecario en aquel recinto, hizo la entrega de la biblioteca en el mejor estado posible al responsable interino, que a su vez entregaría el puesto formal a Catarino D. López.

Desde el 1o. de julio de 1892 José María de Ágreda ya fungía como subdirector de la Biblioteca Nacional, después de que por disposición institucional se creara el nuevo cargo. Aunque en un principio su intención era alternar ambas funciones, la fatiga por la edad y la demanda de servicios que el recinto nacional tenía se lo impidieron, por lo cual solamente se dedicó a laborar junto a José María Vigil, director de la Biblioteca Nacional. La experiencia que Ágreda y Sánchez adquirió como encargado de la Biblioteca Turriana fue de gran ayuda para Vigil, quien después de asumir la dirección en 1880 tuvo que adoptar un sistema de clasificación urgente y sencillo, pero eficaz, que facilitara el manejo del acervo que la biblioteca tenía exhibido en la sala de lectura y poner en circulación las 800 cajas con libros que desde 1867 permanecían embodegadas.26

Dos años después, la sala principal de lectura de la Biblioteca Nacional de México logró ser acondicionada de forma adecuada, por lo cual en adelante el trabajo sólo se centró en el registro del acervo que había permanecido fuera de la circulación. A esta meticulosa tarea de clasificación, cotejo, transcripción y catalogación, tanto Ágreda y Sánchez como Vigil dedicaron mucho tiempo y esfuerzo, y pese a que el primero conocía parte de los libros que yacían encajonados porque eran los de la antigua Biblioteca de la Catedral, el trabajo provocó fatigas y dolencias en la salud de ambos. Finalmente, la Biblioteca Nacional fue inaugurada el 2 de abril de 1884 en un acto solemne al que asistieron el presidente Manuel González y los secretarios de estado, siendo los grandes ausentes José María de Ágreda y José María Vigil, cuyo discurso leyó Julio Zárate.

Después de la apertura de la biblioteca, Ágreda y Sánchez nunca dejó de brindar apoyo a todo el que se lo solicitaba, ya fuera para hallar en el acervo una obra sobre un tema específico o para compartir el conocimiento que guardaba en su prodigiosa memoria, a la que Artemio del Valle Arizpe concebía de forma poética “como un cofre atestado de brillantes primores, llenos de fragancias pretéritas”.27 En 1899 el presidente Díaz lo nombró socio fundador del Instituto Bibliográfico Mexicano, que a la postre se convertiría en la Junta Nacional de Bibliografía, con sede en la Biblioteca Nacional de México.

Durante la dirección y subdirección de José María Vigil y José María de Ágreda, respectivamente, la Biblioteca Nacional mejoró los servicios bibliotecarios, tanto en la organización temática de las obras como en la remodelación de los espacios dedicados a la lectura, además de que con los libros duplicados se organizó una pequeña biblioteca en la antigua Capilla de la Tercera Orden, que en 1893 fue abierta al público en horario nocturno.28 El número de obras también aumentó durante aquellos años gracias a las donaciones recibidas de bibliotecas personales como las de Antonio de Mier y Celis y Guillermo Prieto, al igual que las compradas a Andrés Clemente Vázquez y a la viuda de Ángel Núñez Ortega.29 Con el aumento de obras en el acervo hubo la necesidad de mejorar el espacio de lectura y para ello, en 1908, se instalaron modernos estantes de hierro.

La muerte de José María Vigil a principios de 1909 dejó vacante el puesto de director y todo apuntaba a que lo ocuparía Ágreda y Sánchez, porque se presentaba como el candidato idóneo después de tener casi dos décadas como subdirector del recinto y conocer detalladamente el acervo, al que había brindado un cuidado especial. Sin embargo, el gobierno porfirista manejó una amplia lista de candidatos, entre quienes figuraban Genaro García, Julio Zárate, Enrique de Olavarría y Ferrari, Victoriano Salado Álvarez, Luis González Obregón y Francisco Sosa. Entre todos ellos, Ágreda y Sánchez era el de más edad, pero el que más sabía de libros y bibliotecas. Finalmente, Francisco Sosa fue el elegido para el cargo de director y José María se mantuvo en el de subdirector.

La relación académica entre José María de Ágreda y Francisco Sosa ya tenía algunos antecedentes, después de que el primero le brindó apoyo al segundo con algunos tomos de su biblioteca personal cuando escribió su obra El Episcopado Mexicano. En el apéndice de dicho libro, Sosa agregó una carta en la que agradeció la bondad y benevolencia a Ágreda y Sánchez por facilitarle noticias raras, curiosas e importantes sobre la vida de los obispos de México. No obstante, parece que en el curso de los años ese afecto desapareció, tal y como Sosa lo dejó entrever en una carta que envió a Vicente Riva Palacio en diciembre de 1891, donde criticaba la participación de Ágreda en la Junta Colombina, afirmando que no servía para nada bueno, y en la que llamaba “rémora para cuanto otros piensan” a José María Vigil.30

Durante los últimos años de su labor como bibliotecario, Ágreda elaboró un registro sobre las obras teológicas y los autores clásicos del derecho, así como un catálogo de obras incunables que existían en la Biblioteca Nacional. En 1912 Francisco Sosa renunció al cargo de director y su lugar fue ocupado por Rogelio Fernández Güell; el mismo año Ágreda recibió una licencia con goce de sueldo por motivos de salud y en su sustitución temporal se nombró a Herminio Pérez Abreu. Ágreda volvió a su puesto sólo durante unos meses, ya que el gobierno lo jubilaría en julio de 1913 por su inagotable labor de más de cinco décadas. Retirado del recinto nacional, Ágreda se consagró a redactar el catálogo de su biblioteca particular, cuyo trabajo quedó inconcluso al sorprenderlo la muerte en enero de 1916. Tiempo después, Felipe Teixidor sufragó la impresión de 20 ejemplares de ese catálogo, con un prólogo escrito por Luis González Obregón.31

3. El bibliófilo y anticuario

Por herencia familiar, José María de Ágreda y Sánchez no pudo separar de su vida el gusto por los libros y el interés por la colección de antigüedades. José Mariano Sánchez y Mora, su abuelo paterno, había sido propietario de una de las colecciones privadas más completas e importantes de la primera mitad del siglo XIX. Según afirma Nicolás León, ésta incluía libros, obras de arte, manuscritos originales de varios pueblos indígenas, talismanes y amuletos americanos, antigüedades de las culturas de Egipto y Roma, instrumentos musicales antiguos, utensilios y armas forjadas de hierro, una serie de tres mil medallas y monedas americanas y extranjeras, dibujos, cuadros y retratos a lápiz y al óleo, así como una gran colección natural de fósiles de insectos, aves y herbarios. Desafortunadamente, toda la colección se dispersó a causa de la muerte del conde del Peñasco en 1840.32

Durante su juventud, Ágreda y Sánchez se caracterizó por su tenacidad y fortuna para encontrar libros antiguos y muy raros mientras recorría la Plaza de la Constitución, frente a la Catedral, donde los libreros de viejo exhibían su mercancía. En ese sitio adquirió muchas obras valiosas como incunables, elzevires, aldinos y manuscritos datados la gran mayoría en los siglos XVI y XVII; primeras impresiones o ediciones salmantinas, sevillanas o madrileñas, con preciosos y elegantes grabados,33 así como manuales propios para la enseñanza de la doctrina cristiana o de lenguas indígenas, impresos por Juan Cromberger, Juan Pablos o Enrico Martínez. La mayoría de estas obras fueron propiedad de los conventos y colegios religiosos que durante la Guerra de Reforma fueron embargados y saqueados, facilitando a los libreros y curiosos tomar cuanto libro quedaba tirado en la calle, para después venderlos al mejor postor.34

De estos hechos, Ágreda y Sánchez escribió una crónica que obsequió a Luis González Obregón, quien a su vez la facilitó al historiador Artemio del Valle Arizpe para que la publicara en la obra Notas de platería. En aquellas líneas, José María describió con detalles el robo de los objetos valiosos que sufrió la Catedral, entre los cuales destacó la Custodia de Borda, una joya invaluable por los miles de diamantes, esmeraldas, rubíes, zafiros y perlas que la cubrían. Sumado a ello también fueron hurtados varios candeleros, pebeteros, candiles, copones y vasos sagrados de oro y plata, al igual que una estatua en plata de san Eligio y el tenebrario de ébano, que fue martillado de forma sanguinaria hasta arrancarle las incrustaciones de plata que tenía guarnecidas.35

José María de Ágreda siempre lamentó que el gobierno liberal desquitara su ira política en contra del arte, los libros y las bibliotecas de los recintos eclesiásticos. No obstante, gracias a estos arrebatos antirreligiosos fue como obtuvo muchas obras que integraron su monumental biblioteca, pues es probable que al haber estado a cargo del archivo y biblioteca de la Catedral, se haya permitido guardar algún manuscrito que fuera importante para la Iglesia o para la historia del país, después de haber escuchado noticias acerca de que los bienes clericales pasarían a manos del gobierno liberal. Lo cierto es que él nunca afirmó haber sustraído alguna obra u objeto de la Catedral y siempre manifestó a sus contertulios que para nutrir su biblioteca había adquirido varias obras con otros libreros de su confianza, de Estados Unidos y Europa.

Con los libreros españoles, principalmente, Ágreda y Sánchez mantuvo comunicación amistosa y prueba de ello es la correspondencia que constantemente envió y recibió del bibliófilo madrileño Gabriel Sánchez, a quien le compró el manuscrito titulado Libro tercero de la historia religiosa de la Provincia de México de la Orden de Santo Domingo, del fraile Hernando de Ojea, a cambio de 125 pesetas.36 Además, frecuentó las librerías de Mariano Galván en el Portal de Mercaderes, la de José María Andrade en el Portal de Agustinos y la de Luis Abadiano en la calle Santo Domingo. En esta última conoció a Luis González Obregón, quien gustaba acompañar a su amigo Guillermo Prieto a las tertulias que en las tres librerías se realizaban y en donde se congregaban bibliófilos, historiadores y escritores de la época, como García Icazbalceta, Vigil, Arreola, Larráinzar, Marroquí, Castañeda, Zarco y muchos otros.37

En plena madurez, José María de Ágreda acostumbraba narrar anécdotas sobre cómo habían llegado a él algunas de las joyas literarias que resguardaba en su biblioteca. A continuación agrego un fragmento de la historia que Manuel G. Revilla publicó en El Tiempo Ilustrado, en 1905:

Cierto día de invierno del año de 1861, encontróse casualmente con un librero de viejo que llevaba un ejemplar de la Historia de los Dominicos de México por Dávila Padilla, obra editada en Madrid en 1596, y cuya edición está agotada; y estimando lo valioso del pergamino y lo difícil que era adquirirlo, hízole desde luego al librero proposiciones para que se lo dejara llevar; más como no tuviera en el momento el proponente ni un céntimo en el bolsillo, hubo de quitarse su capa para dársela en prenda al librero. Al llegar a su casa con el Dávila Padilla y sin el abrigo, su padre perdonó la falta al mozuelo en gracia de sus aficiones de viejo.38

José María recordó la anterior anécdota refiriéndose a la obra de Dávila Padilla como “el libro del capote” y cuando en los tiempos revolucionarios las bibliotecas de los intelectuales porfiristas fueron saqueadas por el ejército constitucionalista, fue una de las primeras obras que puso a salvo, temiendo que su biblioteca corriera con la misma suerte que la de los funcionarios del gobierno de Díaz. Tampoco era una novedad que cuidaba con gran recelo su tesoro bibliotecario, y las veces que estuvo en riesgo siempre salió airoso. El mismo Revilla afirmó que en otra ocasión que Ágreda y Sánchez visitó Puebla, durante el viaje de regreso a México el tren presentó una falla mecánica y los pesados infolios que había escondido debajo de su asiento para no pagar doble pasaje quedaron dispersados por el resto de los asientos. Uno de los viajeros lo increpó por tal abuso y, tiempo después, el destino llevó a este sujeto a solicitar la ayuda bibliográfica de Ágreda, quien sin reproche alguno franqueó el auxilio requerido, con absoluta actitud servicial.39

Pero no siempre la suerte estuvo del lado de Ágreda, pues en más de una ocasión el destino se negó a proveer los estantes de su biblioteca; prueba de ello es la siguiente anécdota que recordó el periodista Ignacio B. del Castillo. En cierta oportunidad, José María encontró en un remate de libros viejos una primera edición del Quijote, que después de palparlo y hojearlo dudó de que se tratase de un ejemplar impreso en 1605. Entonces decidió dejar la obra en la mesa donde se exhibía y salir de prisa para su casa, buscando confirmar el origen de la impresión en los catálogos bibliográficos que tenía. Cuál fue su sorpresa al enterarse de que aquel Quijote correspondía a una primera impresión, por lo cual regresó inmediatamente al lugar para comprar la invaluable joya, encontrándose con la triste noticia de que ya había sido adquirida por otra persona.40

Otra anécdota fue la que el propio José María de Ágreda platicó a Alberto María Carreño sobre la ocasión en que llegó a sus manos una rareza bibliográfica, cuya impresión se creía inexistente. Después de la muerte del obispo Joaquín Fernández de Madrid y Canal, varios de los bibliófilos de la época se dieron cita en la casa del religioso para conseguir las obras de su biblioteca que se habían puesto a la venta. Ágreda y Sánchez también se interesó en adquirir algunos libros, pero llegó tarde al sitio y sólo quedaban algunos folletos ilegibles y libros que no eran de su interés; sin embargo, José María no desistió, siguió buscando y como todo aquel que persevera alcanza, quedó muy sorprendido con lo que encontró.

El perspicaz bibliófilo observó, debajo de una mesa, un rollo de papeles corrugados que estaban en el cesto de la basura. Sin dudarlo comenzó a removerlos y encontró “un tesoro bibliográfico” que, según Carreño, valía más que toda la biblioteca del obispo Fernández, pues era el Túmulo Imperial de la gran Ciudad de México, escrito por Francisco Cervantes de Salazar en 1560.41 Ágreda y Sánchez conocía la importancia de esta obra en la historia novohispana y había escuchado que Joaquín García Icazbalceta pensaba publicar una disertación, afirmando que dicho manuscrito no existía en territorio mexicano. Después de pagar por su nueva adquisición, se dirigió hacia la casa del historiador para mostrarle lo que había encontrado. Icazbalceta recibió admirado la noticia de la existencia del Túmulo Imperial y desistió de continuar con el escrito que negaba su existencia; más tarde lo publicaría de forma íntegra en el catálogo de Bibliografía mexicana del siglo XVI.

La biblioteca de José María de Ágreda fue sin duda una de las más importantes y valiosas de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Más de 6 mil volúmenes sobre la época antigua, virreinal y del continente americano la integraron, hasta el día de su muerte; figuraban en ella casi todas las crónicas de las órdenes monásticas que florecieron en nuestro país, manuscritos inéditos y obras escritas en lenguas indígenas, obras impresas en México durante el siglo XVI, al igual que juras, relaciones de fiestas, arcos triunfales, sermones, controversias religiosas, narraciones biográficas, gacetas o publicaciones antiguas, partidas de nacimiento, estampas y retratos. Destacaban también los pergaminos, elzevires, aldinos e incunables, obras muy antiguas como Décadas de Orbe Novo, escrita en latín por Pedro Mártir de Anglería y cuyo dueño anterior había sido el obispo Juan de Palafox y Mendoza.42

La lista de autores en el acervo bibliográfico de Ágreda y Sánchez era extensa y relucían filósofos, teólogos, misioneros y religiosos, por ejemplo los frailes Pedro de Gante, Andrés de Olmos, Alonso de la Veracruz, Maturino Gilberti, Alonso de Molina, Agustín Dávila Padilla, Juan de la Anunciación, Juan Ozcariz, Benito Fernández y Juan de Gaona. Asimismo, destacaban impresos únicos en México como la Mística thelogía de San Buenaventura, la Suma y recopilación de cirugía con arte para sangrar muy provechoso de Alonso López de Hinojosos, la Doctrina Christiana de Sancho Sánchez de Muñón y la Verdadera Medicina, Astrología y Cirugía del médico español Juan de Barrios. A todo esto hay que sumar la primera edición del Calendario de Puga impreso en 1563, una gran cantidad de bulas, cédulas, tratados, crónicas, pragmáticas y un catálogo manuscrito de todos los penitenciados de la Inquisición en Nueva España.

Otros manuscritos invaluables que resguardó Ágreda fueron: el proceso inquisitorial del pintor flamenco Simón Pereyns, un manuscrito sobre el juicio de Luis Cortés, hijo de Hernán Cortés; copias de su puño y letra de partidas de nacimiento y defunción que existían en los libros de la Catedral Metropolitana, entre ellas las del pintor Miguel Cabrera, cuyo testamento también fue hallado por Ágreda y entregado al Ayuntamiento de México,43 así como decenas de manuscritos biográficos, algunos sobre Pedro Menéndez de Avilés, conquistador de la Florida, y Pedro de Moya, elaborado por el padre jesuita Cristóbal Gutiérrez de Luna en 1691. El acervo también incluyó códices, mapas y epístolas tan icónicas como la fechada en agosto de 1692, en la cual Carlos de Sigüenza y Góngora informa al almirante Andrés de Pez sobre un alboroto y motín de indios en contra del palacio virreinal.

En cuanto a las antigüedades, el valor no era menor que el de su material bibliográfico, ya que heredó muchas piezas de colección, objetos antiguos y muebles novohispanos de sus abuelos y padres. En las paredes de su casa de la calle Jesús María, frente al antiguo convento del mismo nombre, se exhibieron un par de obras de Miguel Cabrera, el San Juan Nepomuceno y el retrato del sabio jesuita Nicolás Segura, que había adquirió en un bazar de la calle del Esclavo;44 en el comedor tenía una vajilla de porcelana de “Compañía de Indias” y un servicio de plata muy fino. La curiosidad también lo hizo adquirir una antigua petaquilla de la familia Almonte, cuyo primer dueño había sido Agustín de Iturbide y que en su interior guardaba las franjas de una bandera que el emperador pretendió enarbolar como pabellón nacional, además de algunos escudos que representaban las armas nobiliarias del “Libertador de México”.45

Tanto la riqueza bibliográfica como la colección de antigüedades de José María de Ágreda y Sánchez fueron objeto del deseo de varios interesados, que buscaron conseguir dichos bienes en vida del también bibliotecario. Francisco Sosa le insistió en varias ocasiones para adquirir su biblioteca y sumarla al acervo de la Nacional; los volúmenes eran tantos que ocupaban dos grandes salones de su casa, e incluso en los pasillos había libros apilados. Sin embargo, José María nunca aceptó ninguna oferta y muy pocas veces se desprendió de algunas de sus obras, salvo en una que otra ocasión, como la vez que donó a la Sociedad Científica “Antonio Alzate” un ejemplar de la Idea de una nueva Historia General de la América Septentrional, de Lorenzo Boturini.46

Hasta el último día de su vida José María de Ágreda mantuvo abiertas las puertas de su casa y biblioteca para los que quisieran consultar alguna obra, pero nunca quiso separarse de sus libros, objetos antiguos y obras de arte. Acaecida su muerte, el tesoro bibliográfico quedó intestado porque era viudo y no tuvo descendientes; su sobrino, el ingeniero Luis Anzorena y Ágreda, pugnó para que los bienes pasaran a su custodia. Se nombró a Luis González Obregón valuador de la biblioteca y, muy a pesar del cronista, en una sola tarde puso precio a una docena de obras muy apreciadas por Ágreda y Sánchez, entre ellas el Túmulo Imperial. El lote fue adquirido por el bibliógrafo norteamericano Henry R. Wagner a cambio de 9 mil pesos, y después lo vendió a la Biblioteca Henry Huntington de California, donde permanece hasta hoy en día.47

Casi al mismo tiempo, Genaro García logró adquirir gran parte del acervo de obras del siglo XVI, aunque después de su muerte se vendieron a la Universidad de Texas; otros títulos de la biblioteca de Ágreda fueron comprados por los libreros Pedro Robredo y Enrique Navarro. Las antigüedades no corrieron mejor suerte y fueron puestas a la venta, entre ellas un bargueño colonial, cuyo comprador encontró 2 mil pesos en oro después de revisar uno de los cajones.48 Su casa en la calle Jesús María también fue testada a nombre de su sobrino; ese inmueble conserva una placa que consigna lo siguiente: “En esta casa murió el historiador Don José Ma. de Agreda y Sánchez. 17 de enero de 1916”.

4. El paleógrafo e historiógrafo

La erudición de José María de Ágreda y Sánchez no sólo se limitó al ámbito bibliográfico, pues su interés y conocimiento de la historia antigua también lo hicieron convertirse en un ilustre paleógrafo e historiógrafo. Inició su labor paleográfica durante el Segundo Imperio mexicano al solicitar la plaza vacante del Archivo General de la Nación, que Antonio Espinosa de los Monteros rechazó por cuestiones personales. Para acreditar sus conocimientos en el campo paleográfico, Ágreda y Sánchez transcribió varios manuscritos del siglo XVI en pocas horas, por lo que el director de aquella institución, Ignacio Rayón, le otorgó el puesto sin dudarlo.49 Desde entonces, Ágreda alternó sus actividades bibliotecarias con las paleográficas; su amplio dominio del latín y su profundo estudio sobre esta ciencia le facilitaron traducir documentos antiguos con dedicación y elocuencia.

Entre las transcripciones que Ágreda realizó destaca la Sumaria relación de las cosas de la Nueva España y primeros pobladores españoles, de Baltasar Dorantes de Carranza, un antiguo manuscrito que conoció en casa de Joaquín García Icazbalceta, quien a su vez lo había recibido de Alfredo Chavero. Después de ojearlo, José María decidió emprender la transcripción paleográfica, por lo cual solicitó el apoyo a Luis González Obregón, para que cotejara la información de la obra. Finalmente, el trabajo fue publicado en 1902 con el auspicio del Museo Nacional y su contenido incluyó un prólogo escrito por González Obregón, con noticias biográficas de Dorantes de Carranza, la nómina de los primeros conquistadores y descendientes en tierra novohispana y un apéndice redactado por Manuel Orozco y Berra sobre las cualidades y defectos de los conquistadores españoles.50

Similar importancia tuvo la trascripción que hizo de una carta de San Ignacio de Loyola perteneciente a Nicolás León y que se publicó en un semanario debido a su inédito contenido;51 también hizo la copia paleográfica del título de las mercedes concedidas a Hernán Cortés por el emperador Carlos V y el testimonio de la escritura de venta del edificio del actual Palacio Nacional que Martín Cortés otorgó al gobierno español en 1562, luego de que Sebastián Alamán promoviera ante el gobierno que dichos documentos fueran cotejados.52 Asimismo, tradujo del italiano el Viaje a la Nueva España escrito en 1700 por el viajero y aventurero Juan Francisco Gemelli Careri, obra cuyo mérito implicó la traducción directa del texto original de la edición príncipe, por lo que la Sociedad de Bibliófilos Mexicanos decidió publicarla en 1927.

En su quehacer historiográfico, Ágreda y Sánchez escribió un artículo sobre la Santa Cruz de Huatulco, publicado en el segundo apéndice de la Historia de Oaxaca de José Antonio Gay; reprodujo en los Anales del Museo Nacional un informe inédito elaborado por fray Andrés de San Miguel en 1636 al virrey marqués de Cadereyta, acerca del desagüe de Huehuetoca; redactó la introducción del Libro tercero de la historia religiosa de la Provincia de México de la Orden de Santo Domingo y la de la Segunda Parte de la Historia de la Provincia de Santiago de México, editados entre 1898 y 1900 por el Museo Nacional. En 1871 publicó un artículo biográfico sobre el beato Bartolomé Gutiérrez en las páginas del diario La Voz de México, y hasta antes de su muerte tenía preparada una obra, que no se llegaría a publicar, sobre los primeros pobladores de México desde la consumación de la conquista.53

Aunque su obra escrita fue escasa en comparación con la de sus colegas historiadores, lo cierto es que su apoyo fue valioso para todos los que recurrieron a su sapiencia. El propio García Icazbalceta afirmó en su momento que Ágreda y Sánchez había “escrito mucho, pero con manos de otros”,54 haciendo referencia a todos los estudios en los que el bibliófilo colaboró con noticias y apuntes, manuscritos y documentos que se hallaron en su biblioteca y archivo personal. Prueba de ello fue la gran cantidad de datos que proporcionó a Ricardo Ortega y Pérez Gallardo para la Historia genealógica de las familias más antiguas de México, publicada en tres tomos entre 1908 y 1910, y los numerosos manuscritos que prestó a Joaquín García Icazbalceta, Vicente de Paul Andrade y Nicolás León para la Bibliografía mexicana de los siglos XVI, XVII y XVIII.

Asimismo, facilitó a Luis González Obregón información inédita sobre fray Melchor de Talamantes, para que este historiador escribiera una biografía sobre el fraile peruano, así como varias noticias de la capital durante la época colonial que le sirvieron para su emblemático libro México Viejo, publicado en 1900. También auxilió con manuscritos antiguos sobre historia eclesiástica al clérigo Fortino Hipólito Vera, cuando escribió sus Notas del Compendio Histórico del Concilio III Mexicano, publicadas en tres tomos en 1879;55 aportó descripciones históricas a Jesús Galindo y Villa en sus Apuntes de Epigrafía Mexicana, y facilitó al historiador Alberto María Carreño el Libro de Profesiones de Agustinos en la ciudad de México del siglo XVI, con el propósito de que consultara datos y precedentes mientras escribía la obra Fr. Miguel de Guevara y el célebre soneto castellano “No me mueve, mi Dios, para quererte”, publicada en 1916.

Un caso particular fue en el que se involucró José María de Ágreda después de que el escritor británico Henry Rider Haggard publicara la novela Moctezuma’s Daughter, en la cual afirmaba que en el Museo Nacional se hallaban los cuerpos momificados de unas monjas, víctimas de emparedamiento durante la Colonia. Esta aseveración causó tanta polémica en la prensa londinense que rápidamente generó dudas y discrepancias entre los religiosos en México, quienes desconocían si lo afirmado por Rider Haggard tenía fundamento. El padre Manuel Solé solicitó información de tales hechos a José María de Ágreda, quien respondió afirmando sobre la existencia de cuatro momias en el salón de Antropología del Museo, pero ninguna acaecida por emparedamiento porque en México tal castigo nunca se usó “ni por la Inquisición, ni por los seculares, ni por las monjas”.56

Esta controversia la había tratado Ágreda cuando otro extranjero, el padre Charles Croonenberghs, en el tomo tercero Le Mexique de la obra titulada Trois ans dans l’Amérique Septentrionale, publicada en 1887, afirmó haber observado durante una exposición azteca en la ciudad de Baltimore, dos momias que habían sido víctimas de emparedamiento por auto de fe del Santo Oficio de la Inquisición de México, y que correspondían al padre jesuita Nicolás de Segura y a la religiosa Dolores de la Vega. Tanto Ágreda como García Icazbalceta demostraron a Croonenberghs el error de lo que había observado en aquella exhibición: argumentaron que la religiosa y el padre Segura jamás habían sido procesados por el Santo Oficio y que el cuerpo de este último estaba sepultado en el Panteón de la Profesa, demostrando con ello que en México nunca se aplicó la pena de emparedamiento.57

Por su amplio conocimiento de las antigüedades y de la historia colonial de México, Ágreda siempre se interesó por participar en todos los proyectos en los que se solicitara su presencia como testigo de hechos. Un ejemplo fue cuando en 1886 viajó a Michoacán para visitar los antiguos monumentos exhibidos en Pátzcuaro y Tzintzuntzan, y analizar el lienzo que se hallaba en el convento local de los franciscanos, cuya invención se atribuía a Tiziano.58 Dicha obra motivó a varios estudiosos del arte a investigar los orígenes de la obra y su creador; respecto al fundamento hubo quienes después de revisar el archivo parroquial de Tzintzuntzan afirmaron que el lienzo no databa del siglo XVI y que, debido a sus cualidades, todo indicaba que había sido pintado por Baltasar de Echave Rioja.59 Desafortunadamente el lienzo se quemó en un incendio presuntamente provocado en 1944, por lo cual pasó a convertirse en un mito que nunca pudo ser descifrado.

Curiosa fue también la ocasión en la que Ágreda visitó, en compañía de Luis González Obregón, Ángel Pola y otras personas, la cripta de la Catedral donde se resguardaban los restos de los héroes de la Independencia. Después de descender tres metros por una escalera de mano, alumbrados por velas de cera, el grupo ingresó a la cripta e inició con el propósito de la visita, tal y como lo describió el propio Pola:

El Sr. Ágreda sacó uno por uno aquellos cráneos con tal cuidado como si fueran de la materia más frágil: nos los enseñaba, les hacíamos caer la luz para mirarlos, para no perder un detalle, para crearnos la idea más acabada. Luis González Obregón y Aurelio J. Venegas, tomaban las medidas de las circunferencias [...]. El primero fue el de Aldama marcado en el vértice por una negra A mayúscula [...]. Se sacó otro cráneo, más grande, más perfecto, de color de oro viejo: se le buscó la seña, y en igual región que el anterior, le hallamos estas letras: H. Todos exclamamos a una voz: ¡es el de Hidalgo!60

En el lugar, cada uno de los restos de los cráneos de Allende, Jiménez y Morelos fueron examinados por los presentes, para finalmente devolverlos a la urna de cedro donde reposaban. Esta ocasión no fue la única en la que Ágreda y Sánchez intervino en asuntos arqueológicos, pues en 1910, mientras se realizaban los trabajos de edificación del Teatro Nacional, se encontró el sepulcro de Catalina Peralta de Cervantes, fundadora del Convento de Santa Isabel. En el sitio del hallazgo se presentó José María de Ágreda, en compañía de Luis González Obregón, para presenciar la inscripción del sepulcro que los trabajadores extrajeron de una tumba repleta de agua y revisar un cráneo pequeño que se supuso era de la patrona y fundadora, luego de que Ágreda afirmara que había sido enterrada en el coro bajo de la antigua iglesia.61

El deseo de encontrar más información al respecto llevó al bibliófilo a buscar en su biblioteca algún manuscrito que diera noticias sobre la noble dama, descubriendo en el Theatro Mexicano de fray Agustín de Vetancurt, impreso en 1696, algunos datos sobre la fundación del convento por la “piadosa y matrona Doña Cathalina de Peralta”, refrendada en una bula expedida por Clemente VIII el 31 de marzo de 1600.62 Sin duda, para Ágreda y Sánchez no hubo tema religioso que no le interesara y, pese a que en su vida siempre mantuvo su fervor vigente, curiosamente fue uno de los estudiosos que negó la aparición de la Virgen de Guadalupe y en varias ocasiones se declaró “anti-aparicionista”, pues estaba totalmente convencido de que en el origen del culto a la Virgen no hubo aparición alguna.63

No obstante, también hubo ocasiones en las que su instinto, prendado de lo antiguo, lo llevó a abrazar falsas ilusiones, tal y como lo explica la siguiente anécdota. A mediados del siglo XIX, en la sacristía de la iglesia de San Francisco se conservaba un hueso que, según algunos religiosos, correspondía al antebrazo de fray Pedro de Gante; después del conflicto religioso durante la Guerra de Reforma, el fraile Agustín María Moreno lo resguardó, hasta que después de su muerte fue a dar a manos de Ágreda.64 Dicha reliquia la exhibió por espacio de años en su casa, creyendo que preservaba un despojo del misionero, hasta que en una de las visitas, Francisco del Paso y Troncoso se lo pidió para estudiarlo y encontró que se trataba del fémur de un caballo. Después de conocer esta noticia, lejos de ocultar su desengaño, Ágreda y Sánchez mostraba el estuche vacío a todos los que le preguntaban sobre el tema, y contaba la anécdota de manera jovial y amena.65

Con el paso de los años, Alberto María Carreño afirma que el carácter de José María de Ágreda fue cambiando a causa de la muerte de su esposa, María Agea, y por el retiro de su actividad académica; su personalidad se tornó huraña, a tal grado que prefería no recibir visitas amistosas y sólo atender a quienes lo buscaban para consultarle sobre algún manuscrito o noticia. Aunque tenía la vista quebrada por la vejez, pasaba los días y las horas sentado en un sillón junto al balcón de su casa, leyendo sus viejos libros y apuntando cuanta noticia le interesara. A su muerte, muchos de sus discípulos le dedicaron discursos y elogios en homenajes hechos por asociaciones a las que perteneció, entre ellas la Academia Mexicana de la Historia y la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.66

Conclusiones

No existe duda de que la figura de José María de Ágreda y Sánchez es insoslayable en el quehacer bibliográfico y bibliotecario del México de la segunda mitad del siglo XIX y primera década del XX. Su infatigable labor en la protección y conservación de libros antiguos se convirtió en una fuente privilegiada, inclusive para quienes todavía hoy tienen la oportunidad de consultarlos. En el ocaso de su vida, Ágreda y Sánchez siempre pensó en el destino que le esperaría a sus libros, pues había sido testigo de la fuga de cuantiosas bibliotecas. La mayoría de los manuscritos que fueron conservados siguen siendo un recurso vital para la investigación, aunque desde los estantes de bibliotecas extranjeras.

De la misma forma, su trabajo como paleógrafo e historiógrafo fue fundamental para el estudio y la divulgación de la historia antigua y colonial de México, así como para la historia eclesiástica y la historia genealógica de los siglos XVII y XVIII. En consecuencia, el aporte intelectual hecho por Ágreda y Sánchez en diversos estudios lo ubica como uno de los eruditos del siglo XIX con más credibilidad sobre diversos temas relacionados con la bibliografía, la paleografía, la genealogía, la heráldica y la historia antigua y novohispana. Sin embargo, hasta ahora, su presencia figura muy poco en la bibliografía historiográfica, por lo que a través de esta breve semblanza biográfica se pretende aportar algunas ideas sobre su vida y obra.


Notas al pie
2

Archivo Histórico Parroquial del Sagrario Metropolitano (AHPSM), Libro de bautismos 1838, f. 131, partida 691.

6

Para ejemplo véase “A la hermosa imagen de Ntra. Sra. de los Dolores”, Diario de Avisos, 10 de agosto de 1857: 2, Hemeroteca Nacional Digital de México (HNDM), acceso 4 de enero de 2021, http://www.hndm.unam.mx/consulta/publicacion/visualizar/558a32f77d1ed64f168dd0cf?intPagina=2&tipo=pagina&palabras=Vicenta_Irolo&anio=1857&mes=08&dia=10.

14

Ibid., 520.

18

Ignacio Osorio Romero afirma que Francisco Cortina Barrio dejó el cargo de bibliotecario en 1844 y que su lugar fue ocupado por José María de Ágreda, lo cual es imposible porque ese año Ágreda y Sánchez tenía apenas 6 años. Suponemos que el año correcto en el que Ágreda llega a la Biblioteca Turriana es 1854, a la edad de 16 años. Véase Ignacio Osorio Romero, Historia de las bibliotecas novohispanas (México: SEP, DGB, 1986), 253-254.

55

En el apéndice del segundo tomo, Vera agregó un par de cartas en las que agradece, tanto a José María de Ágreda como a Vicente de Paul Andrade, el sincero apoyo en la lectura de su obra y en el aporte que ambos hicieron con información valiosa para no faltar a “la verdad histórica”. Fortino Hipólito Vera, Notas del Compendio Histórico del Concilio III Mexicano, t. II (Amecameca: Imprenta del “Colegio Católico” a cargo de Gerónimo Olvera, 1879), 505.

Referencias

Acervos digitales consultados

Biblioteca Nacional Digital de México (BNDM)

Hemeroteca Nacional Digital de México (HNDM)

Archivo consultado

Archivo Histórico Parroquial del Sagrario Metropolitano (AHPSM).

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