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El viajero y la ciudad


José Martínez Torres*

* Universidad Autónoma de Chiapas, Chiapas, México, martinez_torres55@hotmail.com

Castro MÁ, coordinador y editor. El viajero y la ciudad. Colaboración de Romero Valle AM. México: UNAM, IIB, 2017, 331 pp., il. ISBN: 978-607-02-8913-2

Recepción: 27.11.17 / Aceptación: 04.12.17



El viajero y la ciudad reúne testimonios de viajes, recorridos y trayectos de mexicanos en ciudades europeas, así como de extranjeros que deambularon por la capital de la República, ambos viajeros con los más diversos propósitos. Este volumen, que editó y coordinó Miguel Ángel Castro con la colaboración de Ana María Romero Valle, muestra testimonios de “prudentes sedentarios” que devienen “impacientes nómadas”; da cuenta del viaje como iniciación y ritual, esplendor y miseria de las grandes capitales modernas, imaginación y decantación de experiencias mediante la escritura de diarios, libros, artículos, cartas.

Aquí se encuentran datos e interpretaciones, tipologías y tendencias literarias, lo mismo que agradables sorpresas, como la que yo tuve al ver referido el apellido Sartorius en la colaboración de Edwin Alcántara, “Carl Christian Sartorius: la vida cotidiana y política en la Ciudad de México en 1850” (pp. 156-159). Este alemán fue viajero, filólogo y autor de libros muy apreciados, en uno de los cuales señala que mientras en las ciudades europeas cada puerta, muralla, templo, torre, fuente, castillo, calleja o casa son una reliquia de la vida íntima del pueblo, en México nadie sabe dónde cayó muerto Moctezuma, dónde era adorado Tláloc, dónde saltó el canal Pedro de Alvarado o dónde estuvo situada la casa de Hernán Cortés. Entre verdades como la anterior, escribe que las fondas son lugares muy buenos y baratos para comer, aunque “no se utilizan cuchillos ni tenedores, los manteles no son precisamente blancos y las servilletas han adquirido el color de los guisados” (p. 167). Por el apellido, el ilustre Sartorius -quien llegó a ser consultado por Maximiliano debido a sus conocimientos sobre el país y que tuvo la utopía de hacer un pequeño estado alemán en Huatusco, Veracruz, en el rancho El Mirador- debía ser ancestro de mi amiga Ingrid Sartorius. Cuando le pregunté, dijo: “Claro, Sartorius era mi tatarabuelo, y El Mirador es mi casa”.

Durante el siglo XIX, aparecieron en México numerosos viajeros de este tipo, que huían de una Europa cada vez más industrializada con sueños y afanes de utopía, llenos de dudas e ideas, entre los que se cuentan músicos, médicos, pintores, escritores, artistas, mineros, científicos. Algunos emprendieron viajes de finalidad erudita, como Humboldt o Darwin; otros, periplos arqueológicos en busca de ciudades perdidas y civilizaciones míticas que influyeron en el viaje de tipo romántico. Sin duda, todos ellos fueron un referente de las novelas de aventuras, por ejemplo El hombre que sería rey, de Rudyard Kipling, mientras los nuevos inventos ofrecían otros códigos de verosimilitud a la imaginación novelesca, que insistió en desarrollar tramas en ciudades perdidas, de las cuales ya no quedaban demasiadas pero cuya misma escasez las volvía más insólitas y llenaba de curiosidad a los lectores -como la mencionada novela de Kipling, ubicada hacia 1888, cuando prácticamente no había sitios desconocidos en el planeta.

En curioso contraste, los viajeros de Hispanoamérica al ir a Europa no han buscado otra cosa que los centros urbanos. Sobre todo buscan París; dice Leonor García Millé que este tipo de viajero “se sumerge de lleno y con sumo deleite en la experiencia europea: sus calles y bulevares, sus teatros y museos, sus iglesias y monumentos, como algo que le es propio” (p. 41). Gran parte de los viajeros mexicanos procedía de una capital impregnada de cultura francesa, con su Paseo de la Reforma remozado para parecerse a los amplios bulevares parisinos, con su calle de Plateros para soñar que se hace un periplo por el Barrio Latino, las Tullerías o Montmartre. Amado Nervo había dicho que de la Ciudad Luz “sabemos […] sus rincones, […] sus manzanas vedadas, […] todas sus delicias prohibidas, […] todos sus prodigios de arte, y aunque la realidad siempre tiene fisonomías inesperadas, al escribirla y describirla las fisionomizamos poco más o menos como los que nos han precedido.” En resumen, “Hemos venido a París antes de conocerlo” (p. 61).

Contrario a estos personajes en movimiento, el viajero inmóvil que fue Manuel Gutiérrez Nájera renovó la prensa literaria inspirado en sus modelos franceses, pero sin pisar nunca aquellos sitios. Entre sus logros está el haberse alejado del costumbrismo y haber acrecentado “el comentario poético y sugerente de los hechos”, apunta Miguel Ángel Castro, pero sólo conoció París literariamente, antes de importarlo para su Duquesa Job, imaginando su topografía a través de una Torre Eiffel en miniatura que le obsequiaron y que tenía la función de un tintero (p. 56). De cualquier modo, era mejor forjarse la ilusión que encontrar la realidad de la experiencia y ver que “los escritores franceses no eran amigos de quienes tanto los admiraban” y que, como el nombre del artículo ya señala, “la ilusión y el desengaño tienen múltiples caminos y vasos comunicantes” (p. 49).

Cada viajero vio y creyó lo que quiso o creyó ver, y así como en la descripción que hiciera Marco Polo de la ciudad del Gran Kan se revela más la Venecia del siglo XIV que la vida del Oriente Lejano, estos viajeros dejan ver a través de sus testimonios el horizonte cultural del que proceden, tanto europeo como americano. Lo que sí lograron las diversas oleadas de naves llenas de tripulantes de toda especie, al cruzar el Atlántico en uno y otro sentido, fueron los más diversos modos de contar historias.

En la época clásica se apreciaron los conocimientos traídos de tierras lejanas, en tanto que la narrativa romántica se fue apartando del conocimiento científico para dar énfasis a la vida interior del viajero, que se expresó en forma de peregrino, de estudioso que ansía revelar misterios, o bien de enfermo que busca la salud perdida.

Los hubo viajeros pintores como Carl Nebel y Pedro Gualdi, que hicieron un número considerable de óleos y litografías de la capital mexicana, en muchas de las cuales se observa el corazón de la ciudad desde la desembocadura de la calle Plateros. Los consumidores nacionales se apropiaron inmediatamente de estas imágenes, de suerte que la mirada del otro fue asumida como propia entre un público que deseaba ver representada su metrópoli, como señala en su artículo “Las transformaciones de un espacio público en la obra de los artistas viajeros, 1831-1850” María José Esparza Liberal (pp. 118-132).

Los músicos viajeros que arribaron a México durante el siglo XIX tuvieron de igual modo una presencia impactante, que destacaba aun más cuando en sus presentaciones interpretaban música de compositores nacionales. María de los Ángeles Chapa Bezanilla, en su colaboración “Músicos viajeros: un visión de la música mexicana del siglo XIX escuchada e interpretada por extranjeros” (pp. 134-144), escribe que la música que se puede definir como mexicana apareció en 1785 con “los sonecitos del país”, variantes de las formas populares traídas de España. Por ejemplo, evoca el caso de Henry Herz (1803-1888), pianista veronés que interpretó una de aquellas piezas locales y desató un torrente de aplausos, según se lee en Los bandidos de Río frío, y refiere al holandés Franz Coenen, quien dio a conocer en Europa una obra estructurada con jarabes mexicanos.

Ahora bien, a los viajeros artistas y científicos de la primera mitad del siglo XIX siguieron, en la segunda mitad, los viajeros militares, cuyas experiencias pusieron en diarios y bitácoras. Hubo regimientos organizados por individuos procedentes de los oficios más diversos: comerciantes, pintores, poetas y oficiales degradados; funcionarios despedidos o retirados, artesanos, vagabundos, mendigos, nobles y campesinos del sur de Alemania, Eslovenia, Hungría y Polonia. A los jóvenes ansiosos de aventura, los revolvieron con viejos que aún conservaban un hálito de ilusión, pero todos iban marcados por el fracaso.

Dice Ana María Romero (p. 191 y ss.) que Enrik Eggers recibió clases de español en el barco que le tocó en suerte, así como alguna otra clase en la que impartían ciertas nociones de historia americana y se mencionaban algunos viajeros que los habían precedido, pero al llegar a México no había un solo tripulante que supiera quién había sido Humboldt ni que tan siquiera pudiera decir buenos días. Eggers escribió también que cuando un mexicano te comunica “espéreme un momento, no me tardo, ahorita regreso de hacer un encargo”, se puede estar seguro de que nunca regresará.

No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando John L. Stephens derribó ideas como la de que la religión maya procedía de las tribus perdidas de Israel o de que los grupos étnicos de la península de Yucatán tenían orígenes egipcios, caldeos o hindús. Stephens se restringió a los hechos e infirió que los habitantes que tenía enfrente eran los mismos que habían construido aquellas ciudades siglos atrás. Supo captar el arte prehispánico y escribió narraciones con imágenes sobresalientes, por ejemplo este pasaje: “la representación de figuras humanas y de animales con expresiones horrorosas en que el artista empleó toda su habilidad. […] a mi entender transmitían una idea de los ídolos que Bernal Díaz encontró en la costa, con horribles caras de demonios”.

Es imposible referir en este espacio la riqueza que contiene el volumen, por ejemplo las clasificaciones de Sylvain Venayre sobre los viajes y su textualidad; el análisis de la admirable escritora viajera Laura Méndez de Cuenca, estudiada por Pablo Mora y Roberto Sánchez; los mapas, croquis y diagramas que emplean en sus desplazamientos los personajes de novela del siglo XIX a los que se refiere Dieter Rall, o el artículo de Aurora Cano Andaluz sobre “Un indiano: el viajero forzado” (pp. 225-242), que se presenta junto con una selección de fotos de tiendas y trastiendas, mostradores de cantina y pulquerías. Este estudio parte de Cómo se gana dinero en América, novela cuyo narrador refiere que fue sucesivamente despachador de una tienda de abarrotes, cantina y piquera; empleado en un establo y en una casa de empeño, donde revisaba las prendas, hacía un avalúo y enseguida gritaba el resultado: “Enaguas de percal rotas y camisa de mujer usada: un peso. Dos sillas de montar viejas y un rebozo de bolita: diez pesos. Anteojos de teatro sin cristales: setenta y cinco centavos”. Por último, la autora cuenta que ciertos obreros iban a desempeñar su cobija para poder usarla durante la noche y al día siguiente, al amanecer, volvían a empeñarla para desempeñar las herramientas y así poder presentarse a trabajar.

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